La batalla es por todo
Hay un hilo que, a menudo, no vemos, pero que está. Que nos conecta. La historia de nuestras vidas —nuestras historias— dependen del nudo desde el cual empezamos a contar. Por cuestión de orden, solemos necesitar un principio, aunque eso no quiere decir —en rigor— que ese que hemos elegido, sea el principio. Ya me entienden.
Así que el hilo lo agarramos en Königsberg, capital de la Prusia oriental hasta su cesión a la Unión Soviética tras la Segunda Guerra Mundial. Allí, desde los tres años, vivía una niña llamada Johanna, en compañía de sus padres, Paul Arendt y Martha Cohn. Su nacimiento se sitúa tres nudos atrás y sabemos que todo fue bien por el diario de su madre, en el que refería con detalle las vicisitudes de su temprana existencia. El lugar era Linden, una pequeña ciudad cerca de Hannover, donde su padre se labra su futuro profesional, primero, y después, al enfermar y al irse quedando sin profesión y sin futuro, regresa con su familia al punto de partida, allí desde donde sus antepasados contaban su historia: judíos, acomodados, liberales, intelectuales. En cuatro palabras.
Estamos a finales del año 1908. Paul es ingresado en un hospital psiquiátrico y Martha trata de seguir adelante. Los parientes eran numerosos, los recursos no faltaban. Tenían, como se suele decir, una vasta y sólida red de apoyo. Viajaban regularmente, las lecturas y las conversaciones eran elevadas. Ella era una niña y no participaba aún de ese chispeante y bullicioso ejercicio del pensar, pero ese era el ambiente. Ya me entienden. Sabemos, de nuevo por los diarios, que era una niña de frágil salud y temperamento un tanto errático. En la escuela podía mostrarse brillante y disciplinada, o variantes más o menos alejadas de la primera opción. Esto fácilmente puede atribuirse a las apetencias del momento más que a las capacidades de la criatura. Lo cierto es que, desde muy niña, ya leía profusamente y de adolescente comenzó a interesarse por cuestiones tales como el ser y sus circunstancias.
Cumplidos los catorce había completado algunas lecturas de Immanuel Kant y Karl Jaspers. Leía cosas así. Tras el estallido de la guerra, una entrada en el diario materno constata: "Los rusos cerca de Königsberg". Entonces se van a Berlín. Allí retoma sus estudios hasta el regreso después de la victoria de las tropas alemanas.
Su madre sigue aportando detalles sobre el carácter de Johanna, a quien, por cierto, a estas alturas del hilo, ya todo el mundo llama Hannah. Debilucha, a menudo enferma —se ausenta de la escuela con frecuencia—, muy, pero que muy sensible: "¡Si pudiera parecerse a su padre! Los Arendt son mucho más robustos en sus sentimientos y, por tanto, pueden afrontar la vida mucho mejor que las personas de nuestro carácter".
De nuevo en Königsberg, Hannah se presenta por libre a los exámenes y obtiene, sin problema, el acceso a la universidad. Mientras tanto su madre se vuelve a casar y se añaden a la familia un padrastro y dos hermanastras, con quienes la relación no fue estrecha ni, por lo que se relata en algunos testimonios, particularmente cordial. Ingresa pues, a los 17 años, en la universidad de Marburgo, ya con un bagaje intelectual envidiable. En sus años adolescentes de Berlín había estudiado teología cristiana y profundizado en el pensamiento de Kierkegaard.
Entra en Marburgo como alumna de Martin Heidegger, quien, a su vez, fue alumno de Husserl, padre de la fenomenología trascendental, una aventura filosófica con el objetivo –no menor– de comprender el mundo. Y en medio de ese fervor intelectual, se fue formando un grupo en torno al profesor Heidegger, en cuyo seno las discusiones filosóficas eran, en fin, imagínense. Ya me entienden. Durante esos años, Martin y Hannah mantuvieron una relación que será apasionada, conflictiva y tendrá repercusiones de calado: por el acercamiento al régimen nazi del filósofo, por sus posteriores intentos de justificarse —en la esfera pública—, y por su condición de esposo y padre —en la esfera privada—.
Hannah se aleja para continuar sus estudios, primero en Friburgo, donde es discípula de Husserl, y, finalmente, en Heidelberg, donde conoce a Jaspers, quien será su director de tesis y con quien mantendrá, durante toda la vida de ambos, un profundo diálogo intelectual además de una estrecha amistad. En Heildelberg amplía su círculo de amistades que, como ella, tendrán mucho que decir acerca del mundo. Entre ellos estará Kurt Blumenfeld, portavoz del movimiento sionista, a través del cual comenzaría a reflexionar sobre la cuestión judía.
Heidegger decide no alterar el orden establecido y corta la relación con Arendt. Poco después ella se casa con Günther Stern (después Günther Anders). Se instalan en Berlín. Ambos se dedican a la investigación, trabajan en y con el pensamiento. Los intereses de Hannah Arendt comienzan a expandirse, a bifurcarse, hacia la política, hacia la historia. Y, al mismo tiempo, todo en ella se dispone para la acción: "No creo que haya ningún proceso mental que sea posible sin experiencia personal. Todo pensamiento es reflexión, pensamiento a posteriori". Y es aquí. Más o menos, aquí. El momento en que empieza la batalla.
La vida para los judíos en la Alemania de 1933 se va complicando por momentos. Hannah Arendt escribe artículos sobre la situación. Hasta que un día es detenida. Tras una serie de peripecias, se logra su liberación y entonces sus amistades dan una fiesta para celebrar su libertad. Ahora no pierdan el hilo. Es un momento crucial.
Hannah Arendt, al finalizar la fiesta, no sólo se va del local, sino de Alemania. A través de contactos se traslada a Praga, de allí a Ginebra y de allí a París. Se compromete activamente con la causa judía y lucha contra el nacionalsocialismo, publicando artículos, impartiendo conferencias y trabajando para la Aliá Juvenil, una organización judía que se ocupaba de rescatar a niños judíos durante el Tercer Reich y de organizar su traslado a Palestina.
En esos primeros años de la década de los treinta del siglo pasado, muchos amigos pensadores, muchos de sus pares, no aceptaron la postura de Arendt. O no la entendieron o no la quisieron entender. Ahí comenzó también un largo y doloroso distanciamiento humano y, a la vez, una mayor profundización en su corpus teórico, en todo lo que constituirá su propio pensamiento. Entre su marido y ella también se formaban espacios de incomprensión, ideológicamente separaban sus caminos. Pierde otra cosa. La nacionalidad alemana. En 1937. Son años en los que su vida se desprende de su vida. Ya me entienden.
De su círculo de nuevas amistades destaca un hombre llamado Heinrich Blücher. En 1940 se casará con él. Por las mismas fechas se precipitan las redadas de la policía francesa a los judíos. Arendt es testigo directo de la pesadilla del Velódromo de Invierno y el posterior traslado a un campo de internamiento. El de Gurs. De allí consigue escapar. De allí y de Auschwitz. Poco antes había conseguido sacar a su madre de Königsberg y, junto con ella, el nuevo matrimonio parte hacia Nueva York. Desde allí continúa trabajando por la causa y sigue pensando, adentrándose más y más en lo que significa pensar.
En 1951 publica Los orígenes del totalitarismo y, poco a poco, se va labrando su posición intelectual en América. Nunca sin controversias. Siempre tratando de entender la condición humana, los sentidos del bien y del mal. "El pensamiento es lo que puede guiar mi acción y mi acción siempre afecta a otros, con lo cual todo pensar es político. Y la consecuencia de no pensar o de no pensar políticamente —como si los otros no existieran o no pensaran— es el mal".