Contra el declive

Ai Weiwei. ARCHIVO
El Museo de Arte Contemporáneo de Castilla y León (Musac) expone una selección de las grandes obras del artista y disidente chino, Ai Weiwei.

Hay un hilo que lleva y que trae, que acerca y separa, más tenso, más relajado, negligente, incluso, según quien mire o quién esté al otro lado. Siempre hay alguien que remarca el fallo o acentúa la ausencia o interviene, de algún modo, para que las cosas sigan estando como están. Para que nada se mueva. 

El movimiento, si mira el inmóvil, por la furia que proyecta desde su estatismo, debe ser algo parecido al infierno. 
Estamos en China y es 1932. Un joven artista, de nombre Ai Quing, dibujante y poeta, es condenado a seis años de cárcel por "causar disturbios públicos con actos comunistas". Tras cumplir la mitad de su condena, es puesto en libertad condicional, y a su salida de prisión, el destino le está esperando a las puertas de su casa. La tradición tensa el hilo del condenado. La libertad es un concepto maleable y, dependiendo de quien mire, posee más o menos nudos. Ai Quing no quería casarse, pero el deseo también cede si así lo dicta la historia. A pesar de sus reticencias al matrimonio, cumple con la norma y, a partir de ese momento, se ve obligado a pensar en un futuro distinto al que tenía planeado. Encuentra un puesto de profesor y así se gana la vida, aunque no renuncia a la escritura. Sus poemas se publican y se leen cada vez más, conectan con una juventud que se agita en busca de nuevas ideas capaces de zarandear a país entero.

Los años van pasando. Ai Quing es acusado, denunciado, desterrado, en múltiples ocasiones, según quien mire, por una cosa o por la contraria. Que si nacionalistas, por comunista; que si comunistas, por gran derechista, por intelectual, por burgués, por liberal. 

Y llegamos a 1957, el año en que nace Ai Weiwei, hijo de Ai Quing, quien heredará el hilo familiar y el hilo social, ambos enmarañados, y, según quien mire su manejo, intervendrá más o menos, acortará más o menos. 

Al igual que su padre, Ai Weiwei siente la necesidad de buscar cauces de expresión que traten de dar sentido a todo lo que se mueve a su alrededor. Al morir Mao Zedong, Ai Quing se desprende de su condición de enemigo de la Revolución Cultural y le es permitido regresar de su destierro. La familia regresa a Pekín y Ai Weiwei se matricula en las Escuela de Cine. Allí estudia animación y rápidamente se convierte en un alumno dinámico, revoltoso, alguien al que le gusta mover cosas de un lado a otro. Al poco tiempo China no le ofrece las respuestas o las preguntas que persigue. Se va a Estados Unidos y en Nueva York se introduce en los círculos artísticos que le son más afines. Comienza a experimentar con la fotografía y con el arte conceptual. Se siente cómodo con el Pop Art y con sus inspiradores, los dadaístas, el ready made, la ruptura. Gana dinero en trabajos temporales, comparte apartamentos sórdidos y pinta retratos en las calles. Participa en alguna exposición colectiva, alguna obra suya se mueve de manos, el hilo se destensa, logra una exhibición en solitario, en el Soho. Tiene 32 años y en Pekín, entretanto, están pasando cosas.

Es 1989, una hilera de tanques avanza por la avenida Chan'ang hacia la plaza de Tiananmen. Hay una matanza. El Estado, de nuevo, se dispone a hacer más y más nudos, tan cerca ya unos de otros que apenas queda espacio para nada o para respirar.

De no ser por lo que fue, no habría regresado. Pero su padre, Ai Quing, enferma y Ai Weiwei vuelve. Y allí comienza una etapa que supone un intento de mover lo que no se quiere mover, según quien mire. A la muerte de Ai Quing, dibujante y poeta, director de la Escuela Nacional de Bellas Artes, primero de la lista de enemigos de la Revolución Cultural, representante de la intelectualidad destinada a enseñar al pueblo las directrices maoístas, desterrado a la Pequeña Siberia, obligado vivir en un agujero bajo tierra, obligado a limpiar letrinas. A su muerte, unos funcionarios del gobierno entregaron a su hijo espléndidos ramos de flores para honrar su memoria.

Memoria, tradición, moviemiento, denuncia

Y de memoria, de tradición, de tiempo, de ruptura, de movimiento, de denuncia y de humanidad trata la obra de Ai Weiwei, un artista que no se aferra a ninguna disciplina y experimenta todas: la arquitectura, las instalaciones, el cine, la fotografía, la pintura, la escultura, la escritura. Domina técnicas y herramientas variopintas que le sirven para destensar el hilo, para desanudar. Consciente de su existencia, convierte el arte en activismo, la creatividad en lucha: "Si el artista no es un activista, es un artista muerto". Se enfrenta al poder. Y esto, naturalmente, al poder no le gusta. Escribe en un blog intentando esquivar los controles estatales dirigidos por un programa de vigilancia conocido con el nombre de Escudo Dorado. Lo consigue, en buena medida: "La libertad, claro, lo impulsa a uno a expresarse y muy pronto mis lectores me comprendían mejor que mi propia familia". A medida que su fama se va acrecentando, el nerviosismo de las autoridades aumenta. Viaja mucho, expone alrededor del mundo, y sus exposiciones ponen de manifiesto los abusos, las mentiras, las ilegalidades de un régimen insaciable. 

Estamos en 2008 y sucede una catástrofe. Un terremoto en la provincia de Sichuan causa miles de muertos, muchos de ellos niños, que quedaron atrapados bajo los escombros de sus escuelas. El gobierno oculta información acerca de los muertos y desaparecidos. Acerca de los niños. En su blog, Ai Weiwei escribe: "¿Dónde están esas vidas?" y reúne a un equipo de voluntarios dedicado a recabar los datos que, deliberadamente, se ocultan desde el aparato estatal. Al año siguiente, en la fachada de la Haus der Kunst de Munich, edificio destinado al arte alemán en los tiempos hitlerianos, inauguró una instalación titulada Remembering (Recordando), con 9.000 mochilas de colores formando una frase, o un mensaje o un grito: "Vivió feliz en este mundo por siete años". Entonces, naturalmente, le cierran el blog.

En 2011 consiguen articular una excusa aparentemente convincente y es acusado de delito económico. "El nombre completo de mi forma de detención era residencia vigilada en un lugar designado". Durante 81 días desaparece retenido por el gobierno. Colaboradores, amigos, socios, sufren también las consecuencias.  Son secuestrados, torturados y obligados a confesar delitos inexistentes. Los que quedan fuera contribuyen a saldar la deuda que se le impone. Sale. Y se va a Berlín. 

Su activismo aumenta

Allí vive y trabaja durante años. Su activismo se exacerba, se expande. Se refiere a la clase artística e intelectual china en estos términos: "Está muy podrida, muy corrompida y no significa nada". Sus admiradores crecen a la vez que sus enemigos, probablemente en la misma proporción.

Desde hace un mes y hasta mayo, el Musac acoge una exposición de Ai Wewei titulada Don Quixote, una muestra que es un recorrido por su obra y por su vida y por sus preocupaciones existenciales. A través de Don Quixote podremos ver ese hilo vital, con sus tensiones y sus liberaciones. La novela de Cervantes la leyó de niño, antes de que quemaran todos los libros de su padre, en una de las purgas. Pero como aquel poeta, Ai Quing, escribió sobre la Muralla China o sobre China o sobre cualquier barrera: “Incluso si fuera mil veces / más alta, más ancha y más larga, / ¿podría bloquear las nubes, el viento, la lluvia o el crepúsculo?".

En repetidas ocasiones, Ai Weiwei llama la atención sobre lo que él denomina: El declive del humanitarismo y su manera de oponerse es decirlo, hacerlo visible, ponerlo todo delante del mundo, en definitiva, moverlo. Para él, el arte y el hilo que lo mueve son entes entretejidos: "Cuando el arte pierde su compromiso con la estética, la ética o el discurso filosófico, se vuelve completamente irrelevante". Y así, juntos, el pasado y el presente, el horror y la esperanza, tratan de encontrar acomodo: “La expresión artística nunca debería estar restringida. Todas las formas de pensamiento tienen derecho a manifestarse como arte". Para no sucumbir.