El todo y la nada

Marilyn Monroe. AEP
El año próximo se cumplirán cien del nacimiento de Marilyn Monroe. Este 2025 se cumplen 63 de su muerte. Y pocas cosas parecen haber cambiado. Misma seducción. Misma truculencia. Una historia infinita. Y rentable.

Si los extremos se juntan, a veces las vidas no salen bien. Algo así parece haberle sucedido a Marilyn Monroe, que, en los inicios fue otra y luego pasaron muchas cosas, quizá demasiadas, o demasiado juntas, quién sabe.

El principio fue el que sigue: Gladys Pearl Baker se encontraba en el Hospital General de Los Ángeles el primer día de junio de 1926. Era una joven que editaba negativos en un laboratorio de cine y no es difícil suponer que durante sus jornadas de montaje su mente divagara hacia otras latitudes que más tenían que ver con el glamour que con la rutina profesional. Ese día estaba sola. Tenía un exmarido llamado Edward Mortenson al que, por alguna razón que se nos escapa, recordó en el momento de ponerle el apellido a su hija recién nacida. Porque por eso se encontraba en el hospital. Iba a dar a luz a una criatura que se convertiría en el icono de varias generaciones y que iba a vestirse —queriendo o sin querer— de resplandor y tiniebla. 

Si seguimos por lo oscuro diremos esto: no era la primera vez que Gladys ingresaba en el hospital, había estado por otro motivo. Se le había diagnosticado esquizofrenia paranoide y no se sentía capacitada para criar a su hija que, por cierto, vino al mundo con un nombre así de sonoro: Norma Jeane. A las pocas semanas de nacer, Gladys salió de su vida y fue entregada en adopción. Hasta doce familias de acogida le ofrecieron un entorno que no consiguió estabilizar —sino todo lo contrario— su etapa de crecimiento. Al cumplir siete años Gladys entró de nuevo en escena, pero el retorno no salió como se esperaba. Tuvo una recaída y fue ingresada.

Volvió a salir de la biografía de la niña, quien, seguidamente, pasaría a formar parte de esa rueda, viciada y triste, tremendamente negra, de los orfanatos. Dejó dichas cosas como esta: "Cuando era niña, nadie me decía que era bonita. Todas las niñas deben oír que son guapas, incluso si no lo son". El asunto de la belleza. 

Sufrió abusos sexuales

Gladys tenía una amiga llamada Grace Goddard y a la edad de once años el estado envió a la niña a su casa. A pesar de convertirse en su tutora legal, con todas las implicaciones que eso pudiera significar, Grace –—por cansancio, por hartura, porque sí— la mandaba en múltiples ocasiones a otras casas, temporalmente, para desprenderse un poco, quizás. Sucedió en uno de esos hogares. Hogar infierno. En uno de esos sufrió abusos sexuales. Y tiempo después se escribirían historias infinitas sobre el trauma infantil de Marilyn Monroe. Pero no nos adelantemos, aunque el tiempo corra deprisa. 

A los 16 —por huida, por grito, por liberación — decidió que el matrimonio podía ser una buena estrategia. Y se casó con James Dougherty, que tenía 21 y estaba enrolado en la Marina. Ella entonces, aún Norma Jeane, todavía niña, empezó a trabajar en Radioplane, una planta aeronáutica. La década de los 40 había comenzado y se avecinaban tiempo convulsos, no exactamente perjudiciales, al menos no para todos, pero sí revueltos. 

Si nos trasladamos ligeramente a la luz, ahora diremos esto. Un fotógrafo pasó por allí. Y le hizo unas cuantas fotos. Así comenzó su carrera como modelo y, poco a poco, tras firmar con la agencia Blue Book, iría adoptando y adaptando el canon femenino de la época a su cuerpo. Para ello, bueno, le hicieron variadas pruebas, vamos a llamar, de estilo. Y ella se sometió a las pruebas y a las intervenciones y a las violencias. 

En 1946 entró en escena Ben Lyon, actor, primero, y después ejecutivo de uno de los grandes estudios de la época dorada de Hollywood, la 20th Century Fox. Allí estuvo únicamente seis meses porque, en aquel momento, la Fox no vio cómo sacarle partido a aquella mujer, frágil o fatal. Frágil y fatal. Todo y nada. Fue consiguiendo contratos parecidos, cortos, inestables, decepcionantes. Tópicos. Superficiales.

1953:De Norma Jean a Marilyn Monroe

Durante esa temporada incierta aprovechó, sin embargo, sus horas para formarse: aprendió a bailar, a cantar, a actuar. Logró pequeños papeles en grandes películas como La jungla de asfalto de John Huston y Eva al desnudo, de Joseph L. Mankiewizc, compartiendo foco —segundos de oro— con una Bette Davis en todo su esplendor. Fue entonces cuando aquel Ben Lyon vio algo que había pasado por alto en la etapa anterior. Ella no era una aspirante a actriz de tantas. Y se iba a convertir en una estrella

1953 fue el año en que Norma Jeane definitivamente se transformó en Marilyn Monroe, aunque el nombre artístico con el que iba a ser conocida había sido ideado por Lyon años antes. Pero todo eso que todo el mundo ve cuando escucha ese nombre vendría aquel año mágico. 

El cambio llegó con tres películas rodadas seguidas que fueron éxitos apabullantes: Niágara, Los caballeros las prefieren rubias y Cómo casarse con un millonario, de los directores Henry Hataway, Howard Hawks y Jean Negulesco, respectivamente. Tenía 27 años y lo que había hasta ahora en su universo se vino abajo o se fue arriba, según se mire. Todo y nada. No obstante, a esas alturas, ya era un personaje tremendamente mediático debido a su trabajo como modelo. Su matrimonio con el jugador de béisbol, Joe DiMaggio, fue un jugoso entretenimiento para una multitud. Su aparición en portadas de revistas fue un valor seguro para generar el fenómeno fanático. Una admiración desmesurada que surge de la identificación y la confusión y qué sabemos de qué más. Ese resorte. 

Hasta 1955 todo parecía marchar mucho más que bien. Pero, ay. No. Era su imagen lo que no acababa de cuadrar dentro de ella. Una sex symbol con vacío existencial. Con ansiedad crónica. Con depresión. Alguien frágil. La femme fatale. Todo, de nuevo. Todo y nada. Se fue de la Fox y fundó su propio estudio, Marilyn Monroe Productions. Cambió el lugar para vivir y se mudó a Nueva York. Continuó estudiando. En el Actors Studio. Conoció al director Elia Kazan y al dramaturgo, Arthur Miller, con quien se casaría en 1956. Eso tampoco saldría bien. A pesar de que la crítica comenzaba a admitir que sus actuaciones eran algo más que replicar el papel en el que estaba encajada una película tras otra, el remolino oscuro ya la estaba llevando por otros cauces. Somníferos, tensiones, angustia. Dejó dicho: "No soy una víctima. Quiero ser artista, no una caricatura".

El giro de Con faldas y a lo loco

En 1959 se estrenó la película Con faldas a lo loco y ese resultó un giro que podía haber sido bueno pero que, en realidad, no lo fue. No sería un deslumbrante éxito derivado de un orden de acontecimientos, sino el resultado de una gran película que salió adelante porque a veces el caos se abre camino por inercia. Fueron famosos y trágicos sus —digámoslo así — lapsus en los rodajes, su falta de puntualidad, sus hundimientos emocionales ante la cámara. En 1961 rodaría su última película, Vidas rebeldes, escrita por Arthur Miller, de quien ya se había divorciado. Poco después tuvo que ser ingresada en un hospital psiquiátrico y entonces dejó dicho: "Dormir es lo único que me cura de la tristeza".

Era el año 1962. Y al salir de allí lo intentó. Comenzó una película, pero la despidieron poco tiempo después. Por ausencias. En todos los sentidos que se quiera interpretar. Después se le ocurrió aquello de cantarle al presidente el cumpleaños feliz para delicia de los conspiranoicos del mundo. Hasta que llegamos al 4 de agosto. Y la escena es tan conocida que resulta irreal. Los frascos de barbitúricos en la mesilla, el cuerpo, la cama. En fin, ya saben a lo que nos referimos. Después las teorías. Que si suicidio, que si asesinato. Que si la escena fue alterada. Que si tiempo antes se reía al teléfono, que si eso era indicio de… Tenía 36 años y, entre otras muchas cosas, dejó dicho: "Tengo la sensación de ser una persona que pertenece a todo el mundo, pero a nadie en particular".

Parecía que todo. Y finalmente, no. Finalmente, nada.