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Glacial y necesaria

La periodista de The New Yorker, Janet Malcolm, una de las máximas exponentes de la no ficción, continúa siendo objeto de debate por sus sentencias devastadoras y, al mismo tiempo, propiciadoras siempre de algo esencial.

EN CASO DE que exista la posibilidad de que una frase continúe persiguiendo a alguien aun después de muerto, esta frase: "Todo periodista que no sea lo bastante estúpido o engreído como para no ver lo que tiene delante de las narices sabe que lo que hace es moralmente insostenible" permanece sin remedio agazapada detrás de un nombre. Al acecho. Dispuesta a saltar y crear conflicto. Y eso es lo que hace. Salta, se abalanza, a cada oportunidad, encima de la persona que la escribió.

Podría parecer que tras 58 años de profesión ligada a la revista The New Yorker, tras recibir prestigiosos premios, escribir libros de no ficción y unos cuantos ensayos, después de todo eso, podría parecer que la frase, precipitándose una y otra vez sobre su autora, cuya excelencia periodística ha sido poderosamente demostrada, lo que encuentra, desde hace casi dos años, es el vacío. Por la sencilla razón de que la periodista Janet Malcolm dejó este mundo en aquel tiempo aciago. Sin embargo, nada de lo que parece ser cierto simplemente porque responde a la lógica de la realidad, se corresponde con la realidad. 

Janet Malcolm murió un mes de junio de 2021 y su frase, al desplomarse impetuosamente sobre su vida inerte, no sólo no cayó en el vacío, sino que adquirió una nueva condición. Pasó a ser memoria o sombra o conciencia. O pregunta interminable. O animal herido.

La frase pertenece a un texto armado en forma de crónica en dos entregas publicadas en The New Yorker, de la que, más tarde, se editaría un libro titulado, El periodista y el asesino —considerado por The Modern Library, célebre editorial estadounidense, uno de las cien mejores libros de no ficción del siglo XX—. Antes de eso había escrito otras cosas, antes de eso ya se había visto envuelta en una polémica intrincada y perturbadora. Pero todo, a partir de ese libro, adquirió un sentido digno de un enfado irresoluble con alguna divinidad griega. El castigo subyacente quedaría inscrito en los anales del periodismo. Janet Malcolm había puesto en duda la profesión. Se había atrevido, por decirlo así, a relatar todo aquello que se movía debajo de la alfombra. Y lo que allí habitaba era el sueño de la objetividad junto con el orgullo de la palabra; la pasión por la historia junto con la necesidad de la fuente; la genuina búsqueda junto con el recurso más fácil, más cómodo, de más impacto. Allí vivía la verdad escurridiza en pugna con las versiones, los recuerdos, las creencias, pensamientos, ambiciones y deseos de los otros. Y también, cómo no, la verdad escurridiza en pugna con las versiones, los recuerdos, las creencias, pensamientos y deseos propios. 

La historia que Malcolm despliega en el libro, y que sirve de contexto para el desarrollo de su polémica tesis sobre la profesión, es la del juicio llevado a cabo contra el periodista Joe McGinniss, que es demandado —incumplimiento de contrato y fraude— por Jeffrey MacDonald, un médico acusado de asesinar a su mujer y a sus hijos, y posteriormente condenado. MacDonald convence a McGinniss de que escriba un libro sobre él, dando por sentado que va a ser de gran ayuda para probar su inocencia. McGinniss tiene acceso a toda la información del equipo de la defensa, entabla una relación con el acusado que bien se podría calificar de camaradería e, incluso, leyendo las cartas que el periodista le escribe a MacDonald, se podría aventurar que había surgido entre los dos un lazo afectivo que llevaba a la natural preocupación por el destino de cada cual. Pero ¿era eso verdad o únicamente una máscara adoptada para conseguir un fin? Uno quería tener entre manos el recurso ideal, el elemento de presión para salir libre. El otro quería que su libro se convirtiera en un best seller. Una relación de tensiones imposibles.

En una de las pocas entrevistas que Malcolm concedió, reacia como era a revelarse delante de otra persona, dejó dicho esto: "La fragilidad humana sigue siendo la moneda con la que se negocia", y, claro, esa afirmación no deja en buen lugar a los y las periodistas que creen que eso, en algún momento, y siempre en favor de la historia, es moralmente válido. 

Las críticas desatadas contra Janet Malcolm procedentes del gremio a raíz de la publicación del libro fueron furibundas, extraordinariamente belicosas y eternas. Como todo aquello que nace cuando alguien sacude la alfombra y saca algo de lo que había debajo a relucir. Una especie de dolor insoportable por la verdad evidenciada, una suerte de inevitable venganza. Aunque ella misma rechazó cualquier intento de zafarse de su demoledor análisis sobre el oficio, reconociéndose, ante todo, periodista, una gran parte de sus colegas no supo ver o no quiso ver o no se tomó el tiempo suficiente para ver que, cuando menos, el debate estaba servido. Quizá hubiera sido mejor reflexionar sobre ello.

Sus detractores tuvieron todavía otra oportunidad para afianzar su posición. En 1983, The New Yorker publicó una crónica en dos partes que, siguiendo el proceder habitual de Malcolm, se convertiría en un libro editado por Alfred A. Knopf, titulado En los archivos de Freud. Los tres, periodista, revista y editorial fueron demandados por Jeffrey Masson, psicoanalista y director por aquel entonces, de la mayor colección de documentos del padre del psicoanálisis, conocida como los Archivos de Sigmund Freud. Masson alegó difamación y aseguró que determinadas citas que se le atribuyen en el libro habían sido falseadas deliberadamente. Hubo un primer juicio, celebrado un año después de la publicación de El periodista y el asesino, en que se falló en contra de Malcolm, pero el jurado no consiguió acordar los términos de la compensación, por lo que el juicio fue declarado nulo. Entonces, ante la oportunidad de otro proceso, decidió corregir el que consideró el error más importante que había cometido: no había caído bien al jurado por su actitud un tanto arrogante, demasiado fría, bastante alejada de la humildad precisa en un caso como este. Acudió a un terapeuta, Sam Chwat, famoso por transformar las maneras del habla de los grandes artistas hollywoodienses. Cambió su imagen pública, y ganó.

Después escribió un artículo sobre esa transformación que se publicó en su último libro, Nadie te está mirando, una colección de ensayos recopilados y preparados durante su enfermedad y su último intento de romper el hielo propio, adentrarse en su infancia, analizar los recuerdos, hacer un repaso de su historia, terreno inexplorado, no solo por los demás, sino por ella misma. Para Vivian Gornick, intento fallido: "La voz que nos habla en Still Pictures (Nadie te está mirando) no ha encontrado ese lugar perfecto desde el que dirigirse a nosotros. Viene de demasiado lejos. A menudo puede parecer desvinculado, incluso hasta el punto de no tener agencia en absoluto, y sin agencia, por supuesto, uno no puede poner la vida sentida en la página".

Una voz que viene de lejos y que teme acercarse demasiado. Porque es probable que la proximidad duela. Con esa distancia abordó todos sus trabajos periodísticos que son un modelo de escritura intelectual, certera, demoledora. Sabe lo que pregunta, sabe lo que escribe, sabe lo que va a hacer estallar. Su mirada se traduce en frases capaces de derrumbar el aparentemente bien asentado edificio del periodismo. Como esa frase del principio que le granjeó rencor, pero también admiración, y que suscitó —y sigue haciéndolo— el mayor y más profundo debate profesional. Esa frase que la persigue y respira con ella esté donde esté.

Robert S. Boynton, escritor y editor, dijo de Janet Malcolm una vez: "No coma nunca enfrente de Janet Malcolm; o le enseñe su apartamento, o corte tomates mientras ella le mira. Cualquier gesto desfavorecedor o tic nervioso quedará registrado con devastadora precisión".

Líbranos, oh cielos, de su mirada escrutadora, pero no nos castigues con la ausencia de su mirada escrutadora, glacial, fascinante.

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