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Identidad esquiva

Se cumplen cien años del nacimiento de Maria Callas, la soprano más admirada, envidiada y, posiblemente, incomprendida, del siglo XX
Maria Callas. EP
photo_camera Maria Callas. EP

LLEGÓ MARIA Callas y abrió la vía a grandes óperas que habían desaparecido de los escenarios. Grandes óperas con grandes heroínas.


El asunto de la identidad

Maria Callas fue registrada al nacer con el nombre de Maria Anna Cecilia Sofia Kalogeropoulos. Sus padres eran griegos emigrados a Nueva York. Como tantos otros, adecuarían su apellido al sentir norteamericano. Corto, con más impacto. Kalogeropoulos derivó en Kallos y, finalmente, en Callas. Su padre abrió una farmacia y las cosas iban bien hasta que dejaron de ir bien. Giro abrumador de los acontecimientos en aquel año aciago: 1929. Un crack, una crisis, cierre de negocios, gran depresión. Corto, con más impacto. Maria tenía seis años y ya era considerada por su madre una niña prodigio, con una voz que se formaba en un mundo propio, pero, al mismo tiempo, paralelo y desconocido, al cual —lo tuvo claro desde el principio— había que dominar. 

Fue su madre quien decidió convertirla en cantante de ópera que, en aquel tiempo se denominaba mujer de teatro y no era, precisamente, una profesión deseada por la familia. Tenía que ensayar una y otra y otra vez, tenía que estudiar canto y piano para presentarse a todos los certámenes, a todos los concursos radiofónicos, a todas las becas. El tormento empezó ahí. "No recuerdo un juguete más querido que otro, pero sí las canciones que debía ensayar y volver a repetir hasta el aburrimiento para el ensayo final de cada fin de curso. Y, sobre todo, la penosa sensación de pánico que me embargaba cuando en medio de un pasaje difícil me parecía tener una falta de aire y pensaba, aterrorizada, que ningún sonido saldría de mi garganta, que se volvía seca y árida. Nadie se daba cuenta de esta repentina angustia porque, al parecer, estaba calmada y continuaba cantando". A partir de entonces, la construcción de un nombre sería lo mismo que decir la construcción de un muro, de una fachada, de un fingimiento.


El asunto del fingimiento

"Ya de pequeña no me gustaba el término medio, mi madre quería que me convirtiera en cantante, pero solo si algún día podía llegar a ser una gran artista y yo era feliz complaciéndola. O todo, o nada. En esto he cambiado poco con el paso de los años. El hecho de ganar becas, por tanto, representó para mí una garantía de mis capacidades y me daba la seguridad de que mis padres no me engañaban creyendo en mi voz. Consolada con esto, continué estudiando canto y piano con una especial perseverancia".

Sus padres no se llevaban bien y se separaron en 1937, año en que su madre decidió volver a Grecia con Maria y su hermana. El primer movimiento fue inscribirla en el Conservatorio de Atenas, pero tenía trece años y hasta los 16 no se admitía la entrada. El segundo movimiento fue fingir. Otro espacio, el Conservatorio Nacional, un salto ficcional en el tiempo —tres años— y una ayuda no forzada: "Parecía que tenía más años porque era como soy ahora, robusta y muy seria, en la cara y en las maneras, a pesar de mi jovencísima edad". Pudo entrar y seguir estudiando. Tan solo un año más tarde se presentó al examen del Conservatorio Nacional y lo superó brillantemente, con lo que le asignaron como maestra a la que sería su mentora, su amiga, su consejera, su ejemplo a seguir. Elvira de Hidalgo, prestigiosa cantante española cuyos éxitos se sucedieron a principios del siglo XX, experta en el bel canto, llevó a María por esos caminos ignotos, decidida, también, a hacer de ella una prima donna.


El asunto de la disociación y la identidad

Tuvo un primer éxito en su debut no profesional cuando aún no había cumplido los quince años y esto dio pie a su presentación oficial, a los pocos meses, cantando el primer papel. En aquel momento, a pesar de su prodigiosa voz, lidiaba con tres problemas: la gestualidad, "recuerdo que mi única preocupación, en aquella época, eran las manos. No sabía dónde meterlas, las sentía inútiles y voluminosas". El atuendo, "también mi maestra se quejaba —ahora entiendo que tenía mucha razón— por mis increíbles vestidos. Los vestidos los elegía mi madre, quien no me permitía estar delante del espejo más de cinco minutos. Debía estudiar, no podía "perder el tiempo en tonterías y ciertamente le debo a su severidad el que ahora, con solo 33 años, tenga yo una vasta y profunda experiencia artística. Pero, por otra parte, me han sido completamente arrebatadas las alegrías de la juventud y sus inocentes placeres". Y el peso. "Con la excusa de que para cantar bien hay que ser sólido y exuberante me atiborraba cada mañana y tarde de pasta, chocolate, pan con mantequilla y zabaiones —un postre italiano—. Era redonda y rubicunda, con tal cantidad de granos de acné que me hacían enloquecer". No demasiado tiempo después María Callas será conocida como la mejor soprano dramática de la época, la más elegante y la más esbelta figura.

Tras un periodo de penurias derivadas de la ocupación de Grecia por parte de los alemanes y el posterior estallido de la guerra civil, en 1945 embarca rumbo a Nueva York. Tenía 21 años y no tenía dinero, pero había dejado tras de sí una actuación ya memorable en el Teatro Real de Atenas. Durante dos años consigue algún contrato sin renovación hasta que, en 1947, debuta en la Arena de Verona y, posteriormente, es contratada en la Fenice de Venecia. Fue allí donde conoció a Renata Tebaldi, que, por aquel entonces, triunfaba en todas las plazas. Lo que, al principio, fue una relación de admiración mutua, fue derivando, a medida que Maria Callas ascendía vertiginosamente en su carrera, en malsana competitividad. También en Italia conocería a su futuro marido, Giovanni Battista Meneghini, casi treinta años mayor que ella, y quien, desde entonces, gestionaría sus contratos con mano férrea. Tanto, que cuando Maria Callas pidió el divorcio, descubrió que él había puesto todo a su nombre. Nunca recuperaría su dinero.

Y había otros problemas: las enfermedades, las rivalidades, la eterna elección entre su vida personal y su vida profesional. En 1949 ya había pisado todos los teatros italianos y en 1950 ya era Maria Callas, La Divina. En México, con un teatro abarrotado dio una nota fuera de este mundo. Un mi bemol agudo. Para entendernos, lo que hace la Castafiore de Tintín cada vez que canta. 

Así que, ella canta mejor, a ella la contratan más, el resto del elenco la envidia e intenta que su trabajo sea más difícil, ella reacciona cantando mejor, el público se rinde a sus pies, la contratan más, la envidian más, le fastidian más, canta mejor y el público más rendido y etcétera. Trabaja sin apenas descanso mientras se va perfilando la leyenda que, a la vez, pesa y atrae, absorbe y devasta. La Maria y la Callas. El asunto de la disociación. Reiteraba en las entrevistas que ella, Maria, era una mujer como las demás, una mujer que hubiera deseado abandonar su carrera por su gran amor, es decir, que hubiera deseado no ser la Callas. A punto estuvo de hacerlo cuando conoció al magnate naviero, Aristóteles Onassis, de quien se enamoró a raíz de un encuentro en el yate de este. Ella quería casarse con él, pero él no quiso. Parecía que todo iba bien, aunque nada iba bien. Tomaba antidepresivos, padecía diversos dolores, se sentía poderosamente sola. Fueron los años de las portadas en la prensa rosa. Divirtiéndose como Maria. Solo que sin divertirse.

La Callas dejó de cantar, perdió pie. Cuando quiso volver, ya fue tarde, ya fue triste, ya fue para olvidar. Alguien del público aplaudió por la nostalgia. Onassis se casó de pronto con Jacqueline Kennedy y Maria Callas comenzó un declive anunciado. Se había ido a vivir a París. Allí moriría, a los 53 años, de un fallo cardíaco. Al entierro fueron cinco personas. La urna fue robada y, aunque más tarde recuperada, no se sabe con total certeza si las cenizas arrojadas al mar Egeo eran las suyas. 

El asunto de la identidad.

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