Lo que tiene la curiosidad
ACABO DE VER ‘Succession’, una serie recién estrenada por la HBO, y enseguida me ha venido a la cabeza ‘Nudo de víboras’, un libro de François Mauriac, publicado en 1932, que leí hace mucho mucho tiempo —no tanto, claro, como la lejana fecha de su edición— y que estos capítulos televisivos han disparado mis ganas de su relectura. Estas asociaciones más o menos extravagantes son la chispa que lleva en sí misma la curiosidad. Un ser curioso puede convertirse en un ser muy molesto que lo mismo encuentra su ruina que su salvación, en cada aventura que emprende. Es un estar constantemente en la cuerda floja vital, con éxtasis y desengaños recorriendo a toda velocidad las conexiones neuronales.
‘Succession’ lleva a ‘Nudo de víboras’, ‘Nudo de víboras’ lleva a Bernanos, Malraux y Gide, este último lleva al género autobiográfico que conecta con reflexiones sobre el ser social y el ser privado y, de pronto, entran unos impulsos tremendos de intentar entender bien a Nietszche y a Wittgenstein, como si de ese entendimiento dependiera algo, que no la vida, pero sí algo de la vida, algo raro, algo dentro de otra cosa, difícil, extraordinariamente atractivo.
De ahí, como por arte de magia, la pulsión te traslada al cine. Y te dan palpitaciones con el asunto de las películas clásicas. Encuentras una que buscabas hacía demasiado tiempo, sin encontrar, debido a un goteo constante de la memoria en esta fuga a la que nos somete el tiempo, y es casi una fiesta. O es, completamente, una fiesta. Y resulta ser, también, oh casualidad brillante, de 1932, y quieres verla cuanto antes para descubrir de nuevo lo que en su día descubriste. Eso y más, porque ya pasaron años y muy probablemente poseas más nudos, no de víboras, esperemos, sino de conocimientos. La película es de Lubitsch, una joya poco reivindicada en favor de otras joyas, es verdad, pero que también merece su lugar. Se tituló en España ‘Remordimiento’ y en América ‘Broken Lullaby’. Está basada en la novela ‘The man I killed’ y es un poético alegato pacifista, repleto de imágenes simbólicas y estremecedoras y llenas de fuerza. El arranque del filme merece ser estudiado, recordado y analizado por todos aquellos que crean que el arte cambia cosas, infunde valores, empuja a pensar, a dudar y, como no, a curiosear.
El protagonista toca, en un momento dado, un violín. Esa música lleva a otros terrenos atestados de puntos de conexión con otros y otros y otros puntos que crean una figura nueva. Resulta prácticamente imposible no precipitarse a averiguar lo que esa figura es. Lo que esa figura significa. Y una vez que se tenga claro, desaparecerá, se esfumará para inmediatamente formar otra, que querrás alcanzar y perderás después, como la primera, como la segunda, como todas.
La curiosidad conduce a los conceptos de infinitud y de riqueza, y al tiempo que se cierra un círculo se están abriendo multitud, cerca y lejos de ti. Esa idea de no acabarse nunca es sumamente sobrecogedora e inspiradora. Y tan reconfortante que te lleva a pensar que jamás, a pesar de los pesares, estaremos absolutamente solos.