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Nombrar para existir

Este otoño se celebra el centenario del nacimiento de Georges Brassens. El libertario que acabó siendo adorado por todos. Por el poder también.

SETTE, RUE de L’Hospice. Primeros años de la década de los 20 del siglo pasado. Allí vivía un niño al que llamaban Jo. Claro que nada de eso se denomina ya así. Las cosas van modificando sus nombres a un ritmo parecido al de las personas que cambian, que se mueven. Nombramos, al fin y al cabo, para no perdernos durante el viaje, mientras tratamos de entender quiénes somos. Ahora la ciudad se llama Sète y la calle, Georges Brassens. Allí está enterrado el hombre que fue cantautor, poeta, anarquista, resistente, un poco periodista y, por siempre referente de un París, de una Francia de otra época, de un tiempo que también se fue. Tras l’école Saint-Vincent, a los doce años entra en el Collège de Sète, rebautizado más tarde como Lycée Paul Valéry, en homenaje al poeta, nacido también en la villa.

Los estudios reglados no suelen ser compatibles con un carácter rebelde que pretende la libertad sin haberla aún definido. Hubo un profesor, Alphonse Bonnafé, que enseñaba Lengua y Literatura, y que modeló al mal estudiante con lecturas eternas: Rimbaud, Valéry, Mallarmé, Baudelaire. Aprendió, con ellos, a rimar, y aprendió a escuchar cómo suenan los versos. Brassens dirá, en un futuro: "On était des brutes, on s’est mis à aimer les poètes" ("Éramos unos matones, empezamos a amar a los poetas"). Podría decirse que era un pandillero. Allí, en la banda, forjó el concepto de amistad que, ese sí, perduraría. Codo con codo, pillería tras pillería, y más pronto que tarde, delitos cuyo grado se acrecentaba. En ese punto, la autoridad —objeto esencial de sus futuras melodías dardos— pasaría a tener un papel protagonista.

Diciembre de 1938. Uno tras otro, los vecinos de Sète reportan robos en sus casas: joyas, algunas piezas de arte, pequeñas sumas de dinero. Se inicia una investigación que se prolonga sin ningún resultado hasta que uno de los miembros de la banda es atrapado y no tarda en confesarlo todo. Cae la banda entera y uno tras otro declaran como razón: aburrimiento. Iban a la ciudad, Montpellier, a vender los objetos robados y, seguidamente, gastar el dinero en las variopintas y deseables atracciones que toda capital ofrece. El tribunal los sentencia a un año de prisión y la vergüenza se instala en Sète. Ante semejante escándalo, los padres envían a sus hijos fuera de allí. Por aquello de que la distancia es el olvido.

Sin terminar el bachillerato, Jo se va a París a casa de la tía Antoinette, que, además, tiene un piano. Comienza a componer canciones y poemas, y sigue leyendo entre trabajo y trabajo. Encuentra un puesto menos volátil en la fábrica Renault, en el municipio de Boulogne-Billancourt, al oeste de París, hasta que, en marzo de 1942, aviones aliados bombardean las instalaciones, en las que se fabricaba material para la Alemania nazi. Él no estaba allí en aquel momento. Inicia una novela y publica por cuenta propia —o más bien de la tía Antoinette— su primer libro de poemas titulado À la venvole, que es algo así como a la ligera o sobre la marcha

 Se forma un grupo liderado por Brassens que se dio en llamar PAF (Paz A los Franceses), cuya misión consistía en "una resistencia pasiva en el trabajo"

Entonces recibe una notificación. El Gobierno de Vichy decreta el Servicio de Trabajo Obligatorio y Jo es convocado para cumplirlo en Alemania, en una localidad llamada Basdorf, cerca de Berlín. Allí hay otra fábrica: la BMW, que cumple, a su vez, fines militares, reparando motores de aviones de la Luftwaffe. Se forma un grupo liderado por Brassens que se dio en llamar PAF (Paz A los Franceses), cuya misión, según André Larue, compañero de aquellos días y, posteriormente, biógrafo del cantautor, consistía en "una resistencia pasiva en el trabajo" que viene a significar que se pasaban la jornada en los lavabos de la fábrica escuchando la radio, fumando y soñando con París. Una vez desarticulado el comando resistente, Brassens consiguió un permiso y nunca más volvió. Tuvo que esconderse, y lo hizo en el apartamento de Jeanne Planchet y su marido en L’Impasse Florimont, famoso callejón hoy visitado por numerosos admiradores. La historia de Jeanne, transitando siempre entre la realidad y la leyenda, muchas veces protagonista de sus canciones y muchas más interrogante sin respuesta clara. ¿Quién era Jeanne? Musa, amiga, madre, mecenas, amante. Dependiendo del momento. Ante tales experiencias, Jo comienza a devenir en Georges.

La guerra llega a su fin. Brassens se une a las filas de la Federación Anarquista y comienza a trabajar en Le Libertaire, su órgano de información. En agosto de 1946 le describe en una carta a un amigo la secuencia de acontecimientos que pueden resumirse en: me afilio, me aceptan algún artículo, me proponen una colaboración fija, me hacen corrector, me hacen encargado del periódico, escribo para ellos. En enero de 1947 vuelve a dirigirse a su amigo: "He tenido que dejar de escribir mis artículos semanales. Esto me permite consagrarme a mis poemas y a mi pipa". La versión de los editores fue distinta, pero no importa demasiado porque la vida sigue. Bajo la protección de Jeanne sigue escribiendo sin resultado aparente, se mezcla en una historia más bien oscura y del todo triste con una joven llamada Josette, y en otra más luminosa con Joha Heyman, que parece sacarlo de una decadencia anticipada.

Año 1952. Una mujer. De nombre real Henriette Ragon y de nombre artístico, Patachou. Esa mujer lo cambia todo. Si paseamos por Monmartre podemos acercarnos hasta allí. Y ver la placa. Primero fue salón de té, después restaurante y, finalmente, cabaret Chez Patachou, en el número 13 de la rue du Mont Cenis. Allí Brassens va a cantar tres canciones: La mauvaise reputation, Margot y Les amoreux des bancs publics. Y ya nunca más dejará de cantar. Edith Piaf, Charles Aznavour, Jacques Brel, también pasaron por allí. El diario France Soir, días más tarde, se hace eco de la noticia: Patachou à découvert un poète (Patachou ha descubierto un poeta). Con ella inicia los conciertos, alguna gira, graba algún single. Dos años más tarde pisa el Olympia y se conforma ya esa imagen que, pese a todos los cambios, resulta imperecedera. Un hombre con su bigote, su pipa y su guitarra.

Las giras se suceden, los éxitos también. Su salud, sin embargo, comienza a resquebrajarse. Sufre problemas de riñón y tiene que ser operado varias veces.

Durante las décadas de los 50 y 60 su fama crece. Se embarca en giras internacionales y, en París, hace suya otra sala, que primero fue Les Folies Bobino, después Studio Bobino, después Gaieté Bobino, después Bobin’o y después —hoy— Théâtre Bobino, en Rue de la Gaité, Montparnasse. Podemos ir, y respirar historia.

En 1967 recibe el Gran Premio de la Poesía de la Academia Francesa. Las giras se suceden, los éxitos también. Su salud, sin embargo, comienza a resquebrajarse. Sufre problemas de riñón y tiene que ser operado varias veces. Hay, también, un cambio de domicilio. Otro impasse —callejón sin salida—, esta vez en el distrito 15 de París, en la orilla izquierda. La rue Santos-Dumont será su penúltimo domicilio, antes del definitivo. Los 70 son los años del reconocimiento, se acabó la lucha. Es el tiempo de elegir. Qué conciertos, qué giras, qué descansos. Se reserva momentos de escribir y momentos de cantar. Melodías dardo, irreverentes, escandalosas, líricas, filosóficas. Ellas sí, inmortales.

21 DE OCTUBRE DE 1981. En una casa de campo, cerca de Sète, moría Georges Brassens, a los sesenta años. Un anarquista que devino héroe. Maticemos. Un anarquista "en la medida en que se puede ser", como declaró en una ocasión: "Soy anarquista en la medida en que no voto, que no me adhiero a ningún sistema existente, y que no acepto el parlamentarismo. En eso soy anarquista, pero claro, después no puedo serlo en la vida. Es, sobre todo, una moral. Es una moral…en fin…sobre todo".

Hay una canción, Súplica para ser enterrado en la playa de Sète. Casi en esa playa, en el cementerio Le Py, frente al mar, está enterrado Brassens. Si alguien se acerca a Sète podrá seguir sus pasos en la memoria de aquí y de allí. Porque todo lo que en su día fue nombrado, aunque desaparezca, deja su huella, de un modo u otro. Solo hay que acordarse de las letras.

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