Reconstruir la silueta

Arundhati Roy. EFE
Se acaban de publicar las memorias de Arundhati Roy tituladas 'Mi refugio y mi tormenta', en las que desmenuza —lenta, dolorosamente— la relación con su madre y su construcción como persona e hija de una figura casi omnipotente

"Mi madre descargaba en mi hermano y en mí la rabia de sus peleas y la dosis de humillación diaria que se veía obligada a soportar. Éramos su único refugio". Entonces quizá haya que empezar por aquí. Por el refugio. Su madre se llamaba Mary Roy, pertenecía a una minoría cristiana sirio-ortodoxa, muy patriarcal y muy próspera, en una India aplastada por conflictos políticos y religiosos continuos. Se casó con un hinduista bengalí y ahí comenzó su primera disidencia. Fue desheredada y marginada de la comunidad. Se quedó sin casa, se quedó sin dinero y su dignidad se tambaleó, pero resistió. Su marido era alcohólico. Y ella se divorció. Regresó a la casa familiar o mejor decir, de su padre, un entomólogo imperial, cuyos abusos marcaron a todos sus habitantes.

Tras su muerte, quedaron su madre y su hermano, que ocupaba una edificación anexa a la casa principal. Había sitio de sobra. Sin embargo, la hija díscola, con un niño y una niña pequeños, no fue acogida, precisamente, con los brazos abiertos. Acabaron yéndose. La situación era la siguiente: del cosmopolitismo de una vida de privilegio, estudios universitarios, entorno burgués, se pasa a la más absoluta precariedad y al más absoluto abandono y desprecio. El lugar, Aymanan, un pueblo perteneciente al estado de Kerala en el que, a duras penas, conseguían salir adelante. No obstante, en 1967, se presentó una oportunidad. Mary Roy había estudiado pedagogía y, junto con una amiga, fundó una escuela. En un inicio eran dos salas que alquilaban unas horas determinadas en la ciudad de Kottayam, cerca de donde vivían. En pocas décadas, bajo el rígido liderazgo de la Señora Roy, como la llamaban incluso sus hijos, se convirtió en una escuela progresista de referencia que hoy continúa su exitosa andadura. Por un lado, pues, esa lucha.

Arundhati Roy tenía siete años cuando el propósito existencial de su madre echó a andar. A medida que su hermano, año y medio mayor, y ella crecían, también lo hacían las expectativas maternas con respecto a su institución. Vivieron en las dependencias escolares durante años, se confundieron con sus enseñanzas, sus paredes, su alumnado. Mary Roy admitía a todo aquel destinado a la oscuridad y a la pobreza. Sobre todo, a niñas, a las que desvió de un futuro cruel, dándoles cobijo —refugio— y una educación de excelencia. Pero había otra cara. Otra herida abierta. Que nunca se cerró. 

"Su carácter, que ya era malo antes, se volvió irracional e incontrolable. Me resultaba imposible predecir o calcular qué podía enfadarle y qué gustarle. Tenía que abrirme camino sin mapa a través de ese campo de minas. A veces la explosión me volaba los pies y los dedos, incluso la cabeza, pero después de flotar un rato por ahí sueltos volvían a su sitio por arte de magia". Insultos, gritos, humillaciones, golpes. De una madre que estaba convirtiéndose en una referencia nacional.

Se marchó de casa a los 16 años

A sus 16 años abandonó el hogar y se fue a Delhi. Estudió Arquitectura en la School of Planning and Architecture, mientras aprendía a vivir sola en un lugar inhóspito, repleto de amenazas muy reales, sobre todo de hombres acostumbrados a abusar de las mujeres, en una sociedad y un estado que legitimaba esos comportamientos. Se libró por poco y muchas veces de violaciones y agresiones de todo tipo. Consiguió salir, seguir, con una determinación muy Señora Roy. Vivió en una cabaña, en habitaciones lúgubres, en barrios tremendos. Hizo amigos, tuvo trabajos variopintos, se integró en un ambiente artístico, crítico y bohemio. Allí se reencontró con un estudiante mayor que ella, Gerard da Cunha, que había sido el aprendiz del arquitecto responsable de construir la escuela de su madre, una vez ganado lo suficiente como para comprar unos terrenos y desvincularse de las salas alquiladas. Vivieron juntos, de manera precaria, en chabolas, mientras ella terminaba la carrera y el doctorado. Después se instalaron en Goa, lugar de donde procedía la familia de él. Sin embargo, la herida abierta de la Señora Roy, transmitida a través de las venas y los órganos y la piel a la hija, Arundhati, sangraba lo suficiente como para impedir la felicidad. Algo no cuadraba en el interior de una joven de poco más de veinte años. Volvió a Delhi. Sola. Fue trabajando, aquí y allá. Conoció al cineasta Pradip Krishen, con quien colaboró en proyectos audiovisuales. Inició con él una nueva etapa como guionista y actriz. Escribió para el cine las películas In which Annie gives it those ones, una sátira sobre la vida universitaria, y Electric moon, además de participar en la serie televisiva The Banyan Tree

Se casaron y las cosas para ella empezaron a ir mejor. Su voz literaria la fue adquiriendo con los guiones y su voz política también. Veía el mundo, veía a la India, y estaba descontenta. También veía a su madre, desde la distancia, la cual emprendió una lucha judicial que ganó y que supuso una conquista feminista en el país: en 1986 se celebró un juicio emblemático ante el Tribunal Supremo. Gracias a su batalla legal que tenía su origen en la disputa familiar por la casa paterna, se abolió la llamada Ley de Sucesiones de Travancore, que restringía los derechos hereditarios de las mujeres cristianas sirias. Aquella victoria, conocida como el caso Mary Roy, garantizó por primera vez la igualdad jurídica para miles de mujeres en Kerala y marcó un hito en el activismo legal indio. 

Arundhati, poco tiempo después del triunfo de su madre, ya con la distancia justa o, al menos, necesaria, empezó a escribir. Tardó unos años, pero terminó. Y lo que vino después fue una especie de revolución, una revolución sorpresa. "Sentí, literalmente, cómo se me limpiaba la piel, cómo la sangre circulaba sin trabas por mi organismo. Tenía 36 años. No era ni mucho menos joven".

El éxito mundial de su primera novela

La novela El dios de las pequeñas cosas fue un éxito mundial espectacular. Fue traducido a más de veinte idiomas, ganó el Premio Booker y vendió más de seis millones de ejemplares.  Esta vez, sí. Ganó dinero. Se dedicó a compartirlo mientras se adentraba cada vez más en su papel activista y así es como fue construyendo su voz política. Escribía artículos y ensayos críticos con la India del momento. El final de la imaginación, El álgebra de la justicia infinita o Caminar con los camaradas atacan con fervor el neoliberalismo global, el nacionalismo hindú y el militarismo del estado.

En 1998 el gobierno indio la acusó de antipatriótica por criticar las pruebas nucleares. En 2002 recibió el Premio José Luis López de Lacalle, por su valentía al defender las causas de los marginados en un contexto hostil. En 2004 recibió el Premio Sídney de la Paz por su activismo. Se vio envuelta en tres procesos judiciales, uno de los cuales acabó con un día y una noche de cárcel. La acusaron de sedición, los políticos pedían su detención. En los actos públicos en los que intervenía se reventaban. Se fue a Cachemira: "Para un ciudadano indio con un mínimo de resquicio de conciencia, visitar Cachemira es quedarse sin hogar. Porque después de conocer Cachemira uno no puede volver a las conversaciones, las bromas y la diversión inofensiva de antes. La ignorancia amoral, deliberada y cultivada que manifiestan la mayor parte de los indios sobre lo que allí está ocurriendo, lo que se está haciendo en su nombre, resulta difícil de soportar. Casi sin que me diera cuenta, mi círculo de amigos más cercanos cambió. Yo cambié. Mi humor cambió. Me volví un poco cachemira: más pesimista, más oscura". Veinte años después de su primera y única novela, volvió a la ficción. En 2017 se publicó El ministerio de la felicidad suprema y ahí habló de la India, de sus conflictos.

Se reencontró con su madre, siguió padeciendo su crueldad y su dependencia mutua. "Me sentía como si ella me recortara: como si recortara mi silueta del dibujo de un libro con unas tijeras afiladas para romperme a continuación". Cuánto de refugio y cuánto de tormenta.