Sospecha sobre Hollywood
No fue hasta 2018, año en que se publicaría en España su libro El otro Hollywood, que comenzó a resonar su nombre. Una suerte de radiografía vivaz, desvergonzada, de una treintañera muy muy observadora. Lo que miraba era el Hollywood en el que vivía y en el que, digámoslo así, experimentaba. Con un estilo directo y rápido, seduce fácilmente a lectores y lectoras ya con esa predisposición, tan reconocible, a entrar en el mundo de las vidas ajenas. Entonces llegó 2024 y con él, un nuevo libro titulado Días lentos, malas compañías. El mundo, la carne y L.A. Pero vayamos al principio.
Eve Babitz, desde que nació, lo tuvo fácil, si hablamos en términos de lucha por la supervivencia o dramas que discurran en la misma línea. Esto significa que su posición en la sociedad estaba más que asegurada. Asegurada con brillantez. Su madre era artista y su padre primer violinista de la Filarmónica de Los Ángeles y de la Twentieth Century Fox. Vino al mundo en 1943 y, por aquel entonces, su casa ya estaba atestada de personas famosas. El compositor Stravinsky era su padrino —vayan ustedes a saber si la Suite del 45 de El pájaro de fuego la arregló el bueno de Igor con su ahijada en brazos—. Los músicos de moda tocaban melodías en su salón. Lo visualizan ¿no? Champán y joie de vivre.
El también compositor, Arnold Schönberg, hacía cosas con el dodecafonismo en esas estancias, mientras la hermana de Eve, Mirandi, y ella, revoloteaban divertidas, como niñas que eran, en esa edad en la cual el término "estrella" significa conjunto vacío y lo único que interesa es que no te manden a la cama cuando, de verdad, empieza lo bueno. Fuera de casa también se producían divertimentos nada desdeñables, picnics junto al río con gente como Charles Chaplin y Paulette Goddard, Greta Garbo a la que, dejando volar la imaginación, podemos pensar dándole —debido al sol— un vahído a lo Dama de las Camelias, movimiento sutil que, de tan repetido, probablemente le saliera a la pobre sin querer. También acudían a las comidas campestres, Bertrand Russell o Aldous Huxley y, bueno, por allí estaban todos, quien más quien menos.
Fue a la Hollywood High School y, ya saben, aquello no era como esto. "Era Hollywood High, mi escuela, y oíamos rumores de que una chica se había escapado con un artista de 40 años, que lo había separado de su esposa y que se mudarían a Roma. Eso era Hollywood Hig".
"Era como ser Rita Hayworth en Gilda. Eso era Hollywood High". Tenía una amiga actriz llamada Sally, contratada por la Twentieth Century Fox y compañera de clase. Sally estaba más preocupada, hay que comprenderlo, por el brillo del celuloide que por los estudios. Y tomaba Dexamyl, una anfetamina muy común, que ayudaba, un poco más, a coincidir con las medidas de la cajita de cristal en la que te metían los creadores de sueños. Aquel asunto no salió bien del todo. También había fiestas y más fiestas. Esos encuentros dorados en los que, por ejemplo, Frank Sinatra, cantaba My way, antes o después de haber hecho otras cosas, pero no tan a la vista.
Una revolución de los sentidos y los cuerpos
Y de esta manera fue creciendo Eve Babitz. Y, por sorprendente que pueda parecer, fue logrando combinar esa revolución de los sentidos y de los cuerpos, en un Hollywood desenfrenado, con una graduación notable y un bagaje lector que superaba, con claridad, a la media. Después, su familia se trasladaría a Europa. Estaba en Nimes cuando se enteró de la muerte de Marilyn Monroe. "Marilyn Monroe era mi modelo a seguir". Lo tomó como una señal de regreso a casa. Ya había comenzado a escribir y pensó que con ese manuscrito podía hacer algo en Los Ángeles, tipo publicar.
El asunto quizá choque, pero no tenía contactos sólidos en el mundo editorial. Como era imaginativa, lo que se le ocurrió fue escribirle al novelista Joseph Heller, a quien admiraba, con estas palabras: "Estimado Joseph Heller, Soy una rubia de 18 años que vive en Sunset Boulevard. También soy escritora. Eve Babitz". No parece loco decir que ya ahí había adquirido su estilo literario. Heller le contestó, envió el manuscrito de Eve a su editor, pero el asunto no fraguó.
Sin embargo, no hubo demasiado tiempo para regodearse con el primer fracaso, recordemos que esto es Hollywood y siempre, en alguna esquina, hay otra fiesta a la que acudir. Pues tenía un novio llamado Walter Hopps, comisario de arte contemporáneo, que en aquellos años 60, preparaba una retrospectiva de Marcel Duchamp en el Museo de Arte de Pasadena. Todo bien hasta aquí. Se iba a hacer una fiesta privada de inauguración de la exposición, y allí, ya saben, iban a estar todos: Andy Warhol y compañía, en fin. Todos. Y ella dio por supuesto que también estaría. Pero, de pronto, la esposa de Hopps apareció en escena. Y Eve Babitz se quedó en casa. No sería nada reseñable, una anécdota más, si no fuera porque ella prometió vengarse. Se celebró posteriormente la fiesta pública. Y a esa sí que asistió, junto a sus padres, definitivamente, no como hubiera querido.
Conoció casualmente a Julian Wasser, fotógrafo en aquel momento, de la revista Time, quien estaba buscando a una joven para posar junto a Marcel Duchamp. Él matizó que tenía que posar desnuda. Ella dijo que sí. Por la venganza aquella. "Quiero decir, ella regresó [la esposa de Hopps], de repente regresó en un instante, en el momento en que sucedió lo de Duchamp y no me permitieron entrar. Entonces, él no me invitó, y no me devolvió la llamada, y tampoco llamó a mi madre. Así que decidí que si alguna vez podía, ya sabes, crear algún tipo de venganza o estragos en su vida, lo haría, aunque era bastante impotente porque solo tenía 20 años y no había forma de llegar hasta él. Pero este Julian se me acercó en la inauguración, la inauguración pública, a la que fui con mis padres y...". Posó desnuda jugando al ajedrez con Duchamp, referencia artística de principios del siglo XX, con su ready-made y su famosísimo urinario reconvertido en fuente. Él ya mayor, moriría a los pocos años, y ella no, ella tan solo acababa de empezar.
Cuna de estrellas del rock
Se le ocurrió pasarse por el Troubadour, el legendario local de Los Ángeles, cuna de estrellas del rock, y allí, con esa mirada suya, ese instinto, supo conectar con, bueno, el talento. Se hizo artista visual y se dedicó un tiempo a crear portadas de discos que ahora son clásicas. También tuvo muchos novios del ramo. "La vida era un largo rock and roll", afirmó en una ocasión. Después, toda esa música fue pasando. Y es cuando retoma la escritura. Escribió un artículo con el objetivo de publicarlo en alguna revista. Se lo enseñó a una amiga, que resultó ser Joan Didion. "[Joan] estaba de moda en aquel momento. Grover [Lewis, editor de Rolling Stone] le pidió que escribiera para él. Ella no podía, debido a su contrato con Life. Me recomendó a mí". Y así fue cómo Eve Babitz entró por la puerta grande en el mundo literario. Escribía crónicas, relatos confesionales sobre todo eso que conocía. Todo ese glamour, toda esa máscara, todo ese deslumbramiento, toda esa degradación. Con un telón de fondo que es Los Ángeles, que detiene la atmósfera en un tiempo concreto, para que ella se ponga a mirar y cuente.
Ahora bien. Estaba el alcohol y estaba la droga. Y el curso de los acontecimientos giró, de manera brusca, hacia rincones oscuros. En los años 90 sufrió un accidente con un cigarro, ardió su ropa y se quemó gravemente. Estuvo a punto de morir, pero sobrevivió, aunque nada volvió a tener el resplandor del pasado. Y justo en el momento en el que ella dejó de buscar y observar, el resto se puso a hacerlo. Y la encontraron y empezaron a escribir sobre ella, y volvieron a editarse sus libros y consiguieron, de algún modo, reivindicarla. A ella y a su obra, que no ha perdido la frescura de alguien que, irónicamente, lanzó una sospecha literaria sobre el mundo real —o no— que la rodeaba.