Cualquier día de estos
"Entones ya está muerto", dijo antes de colgar el teléfono. Lo cierto es que él no suele comportarse así. Dejar a una persona con la palabra en la boca, de esa manera… "Podría haberle dado las gracias, al menos", piensa. "O desearle un buen día, yo qué sé". Pero no hizo una cosa ni la otra. Simplemente dijo lo que dijo, colgó y salió cabizbajo hacia el gallinero. Necesitaba fumar.
-"¿Tú sabes dónde guardé el dichoso tabaco, Parrula?" —dice—. "Qué vas saber, si solo eres una gallina".
Pone tanto empeño en burlar la vigilancia de Lita que a menudo tiene que levantar los cimientos mismos del gallinero antes de encontrarlo. Unas veces lo esconde en medio del grano, algunas tras los comederos, otras bajo una pila de tejas que guarda por el simple motivo de que nadie le enseñó a tirar aquello que ya no sirve para nada. Al final lo encuentra dentro de un paquete de Ratibrom, ese veneno que anuncian en la tele y que, sospecha, engorda más ratones de los que mata.
-"Perdona, no te enfades con este viejo. Tú no tienes la culpa de nada", le dice a la gallina mientras se lleva un cigarro a la boca y lo prende con su habitual falta de pulso. "Me murió el pequeño, Parruliña. Cayó del barco".
De sus ojos negros empiezan a brotar las primeras lágrimas. Temerosas al principio, de las que se quedan bailando en la cuenca de ojo hasta nublarte la vista y despeñarse una vez cumplido su primer objetivo: joderte el campo de visión. Suele suceder lo mismo cuando el humo del tabaco le alcanza el lagrimal, pero estas son lágrimas de verdad, cuchillas líquidas, la savia de un cuerpo resquebrajado. "¿Qué persona llora delante de sus gallinas, Faustino?", trata de recomponerse casi de inmediato. "Sé un hombre, joder. Ponte firme".
Más tarde escucha la puerta de la cocina que se cierra y la voz de ella que lo llama sin necesidad de decir su nombre. "¿Cómo le voy a decir que se murió el pequeño? ¿Cómo se le dicen a una madre estas cosas?", barrunta mientras entierra la colilla bajo el estiércol y esconde el tabaco detrás del comedero. "¿Qué le digo, Parrula? ¿Qué lo están buscando, como dijo la secretaria de la armadora? Lo están buscando… Esta gente vive pensando que el mar son playas. Esta gente no sabe que no hay un hijo de puta tan grande sobre la tierra como el mar". Sale del gallinero, se quita los chanclos y atraviesa de nuevo la huerta, esta vez de regreso a casa, pensando en que ojalá don José tuviese razón y el tabaco lo matase allí mismo, de repente, como un tiro limpio y por la espalda.
-"No pienses que no sé lo que hacías en el gallinero", dice ella sin dejar de sacar bolsas del cesto de mimbre. "Cualquier día te encuentro tirado entre las gallinas y después a ver qué hacemos". Lleva un vestido de flores azul oscuro que se compró la semana pasada. La ve guapa y eso le parte doblemente el corazón, porque sabe que no tardará en abrazar el luto otra vez, como cuando se murió su hermano. "¿Te pasa algo?", pregunta Lita al verlo tan sombrío, mirándola de un modo extraño.
-"Llamaron de la compañía", responde al fin. Un kilo de manzanas ruedan por el piso de la cocina de aquella casa sin número, de aquel pueblo sin nombre.