El nuevo Quijote
Los minutos —que en la tele parecen horas— van cayendo como agua fría sobre una sartén en llamas. Nadie sale a recoger el paquete aunque toda España sabe que hay gente en casa. La única duda parece residir en cuánta, exactamente. Así las cosas, el insospechado protagonista se marcha sin entregar la pata divina y con la extraña sensación de haber asistido a un pequeño circo callejero para el que no le prepararon en aquel, ya lejano, cursillo de prevención y riesgos laborales. "¿Los conoces? ¿sabes a quién has traído el jamón?", lo acribillan a voces mientras trata de alcanzar el alivio de la confortable furgoneta. Por su gesto de incredulidad, todas las vertidas parecen preguntas más adecuadas para la infravalorada Siri que para el pobre currito, incluida una que muchos españoles ajenos al escándalo de moda se vienen haciendo desde hace días: ¿qué carajo es eso del Merlos Place?
"Todo esto ha sido una maniobra del Gobierno para minar nuestra credibilidad y hacernos caer: le estamos infringiendo mucho daño", se defiende el creador del paciente cero: un programa con formato de orgía patriótica que se emite a través de YouTube. Durante la grabación del mismo, una muchacha semidesnuda atraviesa el plano mientras uno de los colaboradores habituales sienta cátedra sobre gestión de pandemias, libertad de expresión, el milagro de los panes y los peces o el 4-4-2 con doble pivote. Que dicho programa se edite antes de su emisión, o que la famosa escena forme parte del vídeo promocional subido a las redes sociales para la promoción del mismo, no parecen pruebas suficientes para que el estoico semidios reconozca algún tipo de intencionalidad. A fin de cuentas, tampoco hay pruebas de que Franco fuera un dictador y del nacionalsocialismo, como aseguraba Walter Sobchak en El gran Lebowski, "dirán lo que quieran pero al menos era una ideología". Así se las gasta este gobierno chavista que tiene España entera sembrada de cadáveres, parados, camellos, inmigrantes, feminazis y catalanes sediciosos bailando sardanas con nuestros impuestos. "Que baje Dios y lo vea", pensará para sus adentros el hacedor de montañas.
"Lo primero es saber quién es la chica del vídeo", propone uno de los responsables de un conocido programa del corazón en plena reunión de contenidos. "Nena, tú que conoces al muchacho este... A ver si te puedes enterar de quién es ella". La reportera asiente y sale de la sala con esos andares de quien no está dispuesta a dejar pasar la oportunidad de comerse el mundo. "La fama cuesta y las futuras cirugías tampoco salen baratas", suele advertir a sus huestes la implacable directora de la academia. Nuestra chica se sacude los fantasmas, respira, saca su teléfono, se pone en contacto con el director del programa y, en un tiempo récord para una investigación de semejante calado, logra desvelar el misterio: "Oiga, mire... Que la chica del vídeo soy yo". Woodward y Bernstein pidiendo papas, el público coreando Mi novio es un zombie y Terror en el supermercado, David Simon reescribiendo The Newsroom, ¿a qué quieres que te gane, Washington Post? Españita, nuestra Españita, nunca defrauda.
Al affaire no le falta de nada: cuernos, ex concursantes de realities, empresarios y futbolistas, anillos de pedida, un colegio de abogados, amenazas, miedos, más exconcursantes de realities, la derecha mediática en ristre y la izquierda capitaneada por un presentador con fama de frívolo pero varios dedos de frente. Con semejantes cartas sobre la mesa, la pregunta que convendría hacerse es la siguiente: ¿cómo se atreven todavía algunos intelectuales a sugerir, cuando no a afirmar rotundamente, que la gran novela sobre la pandemia todavía está por escribirse? No reconocerían el nuevo Quijote aunque Sancho se pasease desnudo frente al valeroso hidalgo en la Ínsula Barataria, camino de tomarse