Las prisas
La ternura de la escena contrasta con la virulencia de un claxon que apremia el primer coche
La ternura de la escena contrasta con la virulencia de un claxon que apremia al primer coche de una larga cola, todos alineados frente a un semáforo que acaba de ponerse en verde. Enseguida se le suman dos o tres más, cada cual con su propia voz pero igual de enrabietados, tenaces y probablemente convencidos de que su tiempo vale mucho más que el de los demás. La conductora del primer vehículo saca una mano por la ventanilla, hace gestos de que algo no va bien pero lo único que consigue es redoblar el volumen de la pitada. Al final se decide a salir y dejando la puerta abierta se dirige a la ventanilla del coche que la precede. "No arranca, lo siento", le dice a su ocupante. El ruido se vuelve, entonces, ensordecedor. "¡Que no arranca, joder!", grita ella girándose hacia el pelotón de acosadores y acosadoras. El más cretino, un tipo con bigote que conduce una furgoneta de reparto, saca medio cuerpo por la ventanilla y la urge a apartar el coche antes de que vaya él a apartarlo. Pero no va, claro: como ya he dicho, es un cretino.
El ruido ha asustado al niño que ahora llora en brazos de su abuela. "Ya, ya, Julito, ya", trata de tranquilizarlo la pobre mujer. Se le ha caído el pan del bolso, tiene las gafas torcidas sobre la nariz y con un escorzo imposible trata de sacarse algo del bolsillo de su pesado chaquetón: un pañuelo. Una de las dependientas de la zapatería sale de su madriguera negando con la cabeza, fulminando con la mirada al cretino de la furgoneta y recogiendo la barra de pan del suelo. Luego intenta un par de carantoñas con el pequeño pero sin éxito, así que regresa a la tienda con un plan alternativo en mente. Unos segundos más tarde, aparece de nuevo en escena con un muñeco de trapo que Julito desprecia con un chillido agudo, terrible, mientras su abuela mira a un lado y a otro, como si buscase un lugar en el que refugiarse. La dependienta parece entender su inquietud así que la rodea con el brazo, le dice algo al oído y las dos emprenden camino hacia la zapatería.
El cretino ha salido a fumar y ahora habla por teléfono dando vueltas alrededor de la furgoneta, como si no pudiera o no supiera estarse quieto. Tampoco callado. Dos buenos samaritanos, mientras tanto, empujan el coche de la chica fuera de la vía y en cuanto el semáforo recupera el verde los demás vehículos salen disparados descomponiendo la hilera. También el cretino, que no puede evitar ponerse en evidencia una vez más al pasar junto al coche averiado: "¡Mujer tenías que ser, estúpida!", grita antes de maniobrar para entrar en la curva y perderse calle abajo, ojalá que para siempre. Poco después, la abuela abandona sonriente la zapatería con el niño cogido de la mano, otra vez dispuesto a comerse las aceras y con el muñeco de trapo estrujado contra el pecho. La dependienta se agacha para darle un beso, pero él solo parece tener ojos para la aventura. "A despacito, Julio. A despacito", insiste mientras la criatura acelera el paso con idéntica mala fortuna que en su primer intento. Entonces, recuperando la verticalidad, sonríe feliz como si desde algún rincón de su obstinada cabecita surgiera una voz que le dijera: "Tranquilo, Julito: si algo te sobra es tiempo". A despacito, futuro cretino.
(PD: el autor de este relato no aprendió a caminar hasta los cuatro años).