Yo no soy Rafael Cabaliere
Comencemos por lo evidente: yo no soy Rafael Cabaliere y lo puedo demostrar. Agradezco los centenares de mensajes recibidos en la última semana a través de las redes sociales pero ni soy poeta, ni ciudadano venezolano, ni mucho menos un robot, aunque esto último vendría a completar una de mis grandes aspiraciones en la vida: a la tecnología, si se me permite la ocasión, solo le pido que acelere para que, antes de morir, pueda transferir mi consciencia a un cuerpo metálico de cuatro metros de altura que escupa fuego por la boca y se alimente de anticongelante. Pero sigamos con el desmentido, que tiempo habrá para seguir soñando con la inmortalidad. Tampoco tengo 900.000 seguidores en las redes sociales, ni me han concedido un importante premio de poesía en lengua castellana. Es más, a día de hoy acumulo menos de 1.500 euros ahorrados en seis cuentas bancarias diferentes —me gusta diversificar— y eso, se mire por donde se mire, no es saldo suficiente para ir de triunfador por la vida o prestarse a ciertos equívocos.
Yo admiro profundamente a la gente que consagra su vida a la poesía, incluso en sus formatos más elásticos
Por otro lado, conviene recordar -o admitir- que yo admiro profundamente a la gente que consagra su vida a la poesía, incluso en sus formatos más elásticos. Es más: reconozco que siento una envidia casi filipina hacia cualquier persona capaz de entregar su vida a cualquier otra causa, ya sea el ecologismo, el socialismo, el hip-hop, las carreras de caballos o el vino. Me parece un tipo de tozudez muy meritoria, incluso inspiradora. En mi pueblo, por ejemplo, vive un chaval que desde niño desarrolló el instinto de robar como una llamada del más allá. No lo hacía por necesidad, pues en su casa siempre hubo un plato de comida, un pantalón nuevo de Zara o un vídeo VHS con los que quitarse de apuros. Lo suyo era puramente vocacional, una búsqueda de los límites y la perfección que lo empujaban a superarse en cada hurto, siempre dispuesto a ir un paso más allá, a merendarse la gloria. Así fue cómo, cierto día, cuando ambos lindábamos los diez años, se le metió entre ceja y ceja desvalijar el colegio.
Aquel fue un golpe muy sonado, como el de Cabaliere y su Espasa de poesía. Yo, cómplice necesario, el buen chico del que nadie sospecharía, me escondí en un armario del laboratorio al terminar las clases, esperando a que los profesores y la señora de la limpieza abandonasen el edificio, y luego me dirigí a la parte trasera de la planta baja para abrir una ventana. "Ahora ya te puedes ir", me dijo él con una pierna y otra fuera, a medio camino del éxito. Y tan bien ejecutó todos los pasos del asalto que al día siguiente —motivo por el cual sigue sin dirigirme la palabra treinta años después— no me quedó más remedio que delatarlo. Fiel a su condición de ladrón despiadado, mi por entonces amigo decidió violar la santidad de mi pupitre, uno de los más golosos en cuanto a material escolar y sucedáneos: compás, rotuladores, portaminas, cromos, trompo, canicas, un mechero de plata, calderilla, una sudadera Adidas...
Estaba tan orgulloso de su hazaña que, ni corto ni perezoso, a la reunión con la dirección del colegio se presentó vistiendo la joya de la corona en tan cuantioso botín: la camiseta de fútbol del equipo del colegio, con el diez a la espalda y las mangas cortadas. ¿Cómo no admirar a un tipo así? Pues algo similar me ocurre con el tal Cabaliere, quien a estas horas debería estar más preocupado porque alguien pueda llegar a confundirlo con un personajillo como yo que con su nueva condición de «poeta mojabragas», como han dado en calificarlo algunos críticos de postín. Y esa es la prueba definitiva de que yo no soy él, de que yo no soy Rafael Cabaliere: a mí me faltaría tiempo para estampar ese dudoso título en una camiseta y colgar una foto en Instagram, entiendo que para espanto de Espasa, aunque este extremo no estaría del todo confirmado: dependería, sospecho, del número acumulado de likes.