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La llama viva

Orillada de manera permanente por la inmensa figura del que fue su marido, Juan Ramón Jiménez, la biografía de Zenobia Camprubí firmada por Emilia Cortés nos muestra su relevancia no sólo como impulsora de la obra del Premio Nobel, sino que confirma el potencial de una mujer culta, con una amplia perspectiva internacional y con numerosos escritos que a través de diarios, correspondencia y reflexiones, explican décadas fundamentales de nuestra literatura

ES YA UN HECHO poco sorprendente. Un caso repetido a lo largo de la historia. Mujeres con una trayectoria vital más que interesante que quedan absolutamente desplazadas del foco de la historia por el papel que han desarrollado sus parejas. Hombres que, con independencia de su fulgor creativo, han dejado en los márgenes de la vida el trabajo ejercido por sus parejas, en no pocas ocasiones, mujeres con una gran preparación, cultas, inquietas, con ganas de enfrentarse a la vida más allá de la condición de parejas.

Vivimos un tiempo en el que por fortuna se está volviendo la mirada hacia ellas, hacia su condición de mujeres desterradas del aplauso de la sociedad y en busca de la valoración de su trabajo. Una de las últimas en superar el destierro de ese reino de las sombras del olvido es Zenobia Camprubí, cuarenta años casada con Juan Ramón Jiménez, luminosa figura admirada por la mejor generación literaria de España, la Generación del 27 y cuyo fulgor se oscurecía en la intimidad del hogar debido a sus depresiones y escasa sociabilidad.

Ese carácter del creador de Platero y yo marcó toda su vida, también la de Zenobia Camprubí. Una mujer nacida en Barcelona en 1887 y cuyos primeros años en el seno de una familia con estancias en diferentes ciudades y con gran interés por la cultura. Ella dominaba el inglés y el francés, amaba la lectura y la escritura desde la infancia y una juventud que vivió en Nueva York por los vínculos familiares con una ciudad y un país que sería decisivo para el futuro de ella y de Juan Ramón.

A él lo conoce en 1913 en la Residencia de Estudiantes madrileña. El primer impacto fue, para ella, el de un señor aburrido con "cara de alma en pena"; para él, un flechazo. Encuentros, visitas a su casa, lecturas de poemas de un poeta que a Zenobia no le gustaban. El tiempo y el contacto continuo fueron limando esas fricciones, junto con la impensable complicidad de quien también fue Nobel de Literatura justo en aquel año del encuentro, 1913, Rabindranath Tagore. Ella comienza a realizar traducciones en castellano de su obra y se convirtió en la excusa perfecta para Juan Ramón Jiménez a la hora de ganar tiempo junto a ella mientras le ayudaba a esa labor que la haría pasar a la historia como la gran traductora del autor indio.

"Yo lo voy a curar a usted, de raíz; pero de raíz", le escribe Zenobia a Juan Ramón

"Yo lo voy a curar a usted, de raíz; pero de raíz", le escribe Zenobia a Juan Ramón para afear ese carácter suyo tan retraído, ajeno a encuentros sociales, a mantener una cómplice visión optimista en aquellos años de entreguerras donde todo era ilusión y esperanza. Ese desequilibrio será permanente hasta el último día que pasen juntos y una tarea a la que se dedicaría ella como una de sus grandes empresas. Ser capaz de generar o propiciar el ambiente necesario en cada uno de sus hogares para que él se convirtiese en el gran poeta que fue, manteniéndolo ajeno de las constantes preocupaciones económicas, y atendiendo siempre a que no se encerrase demasiado en un universo casi siempre agonizante.

Esa atención permanente desde su boda en 1916 no la hizo renunciar a las numerosas ocupaciones que mantuvo durante su vida, una existencia afrontada con optimismo y un goce por las pequeñas cosas. Una visión moderna y cosmopolita de la realidad que le hizo emprender diferentes negocios relacionados con la venta de artesanía española en Estados Unidos, ser profesora universitaria, acoger y mantener a numerosos niños desamparados por la Guerra Civil, activar diferentes iniciativas de carácter feminista, ser editora y, sobre todo, la persona que veló de manera admirable por el legado de su marido, haciendo las gestiones necesarias para su candidatura al Nobel y dedicándose a que toda su producción literaria se pudiese ordenar, mantener y ser centro de atención de investigadores en la Universidad de Puerto Rico a donde llegaron ambos en la parte final de sus vidas.

Zenobia Camprubí también gustaba de la escritura. Sus diarios fueron una constante a lo largo de una vida que quedó registrada de manera cotidiana en esas páginas que son las que le sirven a la estudiosa de su obra, Emilia Cortés, para ordenar toda esa vitalidad en la biografía ‘Zenobia Camprubí. La llama viva’, editada por Alianza Editorial. En la obra, además de ese itinerario, nos encontramos una rica colección de fotografías; así como de textos de la propia Zenobia Camprubí en los que los ecos de sus palabras nos llevan a aquel tiempo, a aquella relación. Ese amplio apéndice con sus palabras es el complemento a las páginas anteriores, las que se fueron desprendiendo de sus propias páginas autografiadas, de sus anotaciones alrededor de una vida con un pie en cada orilla de un océano que la Guerra Civil y sus consecuencias puso por medio desde que Azaña facilitase su salida de España y su llegada a Estados Unidos.

Desde allí a través de diferentes iniciativas no cejaron en conseguir fondos para ayuda de la República que Juan Ramón Jiménez había apoyado en un escrito junto a otros intelectuales. Pero era el momento de iniciar una nueva vida, para ella dedicada a todo su universo de amistades y ocupaciones en aquel país tan próximo y en el que se integró perfectamente, pero al tiempo con toda su atención puesta en aquel enorme poeta cada vez más empequeñecido por sus trastornos emocionales y con tendencia a la reclusión. Siempre necesitado de tener un médico cerca, Zenobia Camprubí hace todo lo posible para alejarlo de las cuatro paredes, saca el carnet de conducir, compra un coche y hace frecuentes salidas para que el poeta se integre en la naturaleza. Pero esto no siempre es sencillo y el paso de los años acentuará esos procesos de reclusión.

Llegan los recuerdos de España al tiempo que recuperan parte del mobiliario y sus manuscritos originales que habían quedado en un piso de Madrid en 1936

El Washington en el que se instalan se convierte en una liberación para ella por la intensa vida social mientras para Juan Ramón Jiménez es todo lo contrario, una condena que constantemente interrumpe su trabajo. Zenobia Camprubí traduce Nada la novela de Carmen Laforet al inglés, imparte cursos de español en el Senado de Washington y da constantes charlas en la Universidad de Maryland, donde se le ofrece una plaza de profesora, al igual que al propio Juan Ramón Jiménez, por lo que para estar más cerca compran una casa en Riverdale en la que vivirán cuatro años entre 1947 y 1951.

Se alejan del bullicio de la capital, un respiro para el autor. Pero de nuevo las sombras lo acechan y sólo la llamada desde Buenos Aires para participar en unas conferencias renueva la fe en la vida de Juan Ramón Jiménez. Allí se le recibe como una estrella, coincide con Rafael Alberti, Laín Entralgo, Pemán, Victoria Ocampo. Llegan los recuerdos de España al tiempo que recuperan parte del mobiliario y sus manuscritos originales que habían quedado en un piso de Madrid en 1936.

En 1951 se abre la parte final de sus vidas. Será su estancia en Puerto Rico. Zenobia escribe en una carta: «Lo peor que se puede hacer en la vida es ceder a la tristeza». Comienza a trabajar como traductora para la Universidad de Puerto Rico. La salud de su marido mejora en la isla, al tiempo que a ella se le detecta un cáncer de útero. Su vida se consumirá mes tras mes entre horribles dolores, tratamientos equivocados y estancias en diferentes hospitales.

Fue un declive en el que nunca renunció a atender a su pareja, colaborando de manera intensa en los trámites para la concesión del Nobel, la confección de su Tercera antolojía poética (1898-1953) y en la clasificación de su legado. Gracias al buen trato de la Universidad de Puerto Rico, allí se depositó, para el estudio de generaciones futuras.

Dotado de una gran sala dedicada a él, ese parece ser el único remanso de sosiego en unas vidas que se agotan. En 1956, sólo unas semanas después de conocer la decisión de la Academia Sueca de la concesión del Nobel a Juan Ramón Jiménez, se apaga aquella «llama viva», que había definido el poeta por lo que supuso en su vida. Juan Ramón Jiménez tampoco resistiría mucho más y en 1958 fallece. Sus restos vendrán a España acompañados de los de su mujer para descansar juntos en Moguer donde desde 1999 una calle lleva el nombre de Zenobia Camprubí y una estatua a tamaño real la representa abrazada a un libro de Rabindranath Tagore.