Opinión

Oliver y Benji dicen 'bro'

Quizá revelo un secreto si cuento que en las mañanas soleadas en las playas solo se encuentran jubilados, desempleados y vigoréxicos. Esta fauna se respeta entre sí, en equilibrio. El ambiente cambia cuando termina el instituto y llegan los grupos adolescentes. Todo su ruido resulta muy agradable. Todo salvo uno, un toc-toc incesante. El balón de fútbol
Foto: PIXABAY
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En una apacible tarde bajo un cielo azul, sobre la arena cálida y frente al mar, me vi rodeado por cuatro grupos de jóvenes chicos jugando al balón. En concreto, jugando a dar toques, es decir, a pasarse la pelota sin que toque el suelo y esperando a que el más alterado por la testosterona de todos ellos rompa el ritmo con una fuerte patada. Podría el compás del balón contra sus piernas dar en una melodía que incitase al sueño, pero el riesgo de verse alcanzado por un proyectil de fuerza incalculable mantiene el sistema en alerta. Aunque más que todo eso, me quitó el sueño cómo se hablaban unos a otros.

Hace tiempo que el bro ha sustituido al meu para querer decir lo mismo que el colega o tío de otras generaciones. Entiendo y respeto, aunque no comparto, la pérdida del meu como un signo identitario y de reconocimiento mutuo frente al bro, un claro ejemplo de la invasión globalista y el cambio en el sentir no-patriótico de los adolescentes, igualados ahora por las no-fronteras de internet. Me preocupa más la proliferación de nuevo de la palabra maricón en su jerga, así como todos sus sinónimos y formas reutilizables.

Tendido bajo el Sol escuché cómo parte de los jóvenes se referían al uso de crema solar como "algo bien homosexual", que el exceso de contacto jugando al fútbol "es una cosa de maricones" y advertían sobre tumbarse mucho con uno de ellos, "que le van las mariconadas". Es como si hubiesen comenzado a dar toques de nuevo, pero esta vez con mi cerebro. Resultaba más ofensivo escuchar la ignorancia que el odio pueril y, a todas luces, sin un ápice de malicia.

Viajé entonces una semana atrás para recordar las palabras de Ayme Román, divulgadora y activista feminista, en un panel sobre contenido político en el mundo digital. Defendía ella en sus intervenciones la urgencia por exigir unas nuevas masculinidades para que los chavales jóvenes puedan crecer libres de corsés. Durante una hora, negué con la cabeza entre el público. La estampa en la playa vino a darme parte de razón días después.

Las nuevas masculinidades son un discurso fallido y una excusa, un paliativo. El fin último ha de ser la desaparición tanto de masculinidad como de feminidad. Las nuevas masculinidades son el deseo de parte de la población de que otra parte, podría decirse masculina y normativa, sea de otra manera. Pero basta una mirada a la calle para entender que esa otra parte está encantada de ser así. Principalmente, porque el sistema los avala y fuera de él solo existen ataques y exigencias a cambiar su plácida identidad.

En estos últimos días se ha anunciado el estreno de ¡Qué hombres! en la plataforma de RTVE orientada a público joven. Este formato quiere poner el foco sobre famosos y sus nuevas masculinidades, sean las que sean. Hombres amables, hombres con uñas pintadas, anillos, collares, estéticas que definirían en revistas del corazón como "más atrevidas y rompedoras", quizás con una sexualidad no normativa o una relación amorosa no clásica. Todos ellos se juntan en una sala muy rosa para hablar de por qué los hombres no lloran o por qué existe la ropa de chico o chica. Esta última frase es absolutamente literal.

Las nuevas masculinidades que se solicitan con urgencia son, en realidad, excusas para adaptar y expandir la identidad masculina hegemónica a nuevos mercados para capitalizar ese nuevo sentir. Pero no solo se trata de sacar rédito económico con cosméticos o estéticas, en el territorio que ocupan las nuevas masculinidades ya habitaban otras identidades que ahora pasan a ser invisibilizadas y expoliadas. En el proceso de diversificar la masculinidad de los antiguos (y presentes) opresores, el yugo no se levanta sobre los oprimidos. Se aplaudirán sus avances y con el ruido no se oirán las quejas del resto, que ya vivía así. Qué gusto que ahora discriminen con las uñas pintadas.

Merendando unas fresas al tiempo que los observaba jugar, reflexioné en cómo se insiste en la necesidad de que el mundo del fútbol avance en materia social. Sin embargo, tras tantos años y pocos centímetros de progreso recorridos, no pude evitar pensar: "Dejádselo, que se lo queden, ya es suyo". 

En cierto modo, el fútbol vertebra la vida social desde la infancia. Da forma al patio de recreo y ahí comienza una separación entre quien juega y quien no, perdiendo así un espacio físico y simbólico para crecer. Esto deriva en cómo se emplea luego el espacio público como adolescentes y adultos, como demuestra el mapa del estudio elaborado por las arquitectas polacas Honorata Grzesikowska y Ewelina Jaskulska sobre el uso infantil del patio. De nuevo, la prueba viva fue la invasión de balones y grupos en aquella playa.

En otra vida jugué al fútbol, con todo lo que ello supone. Ojalá mis padres se hubiesen ahorrado los madrugones del fin de semana para ir a los partidos que ni siquiera jugaba. Disfrutaba más del fútbol de Oliver y Benji que veía con mi hermano en los VHS grabados, aunque más por estar junto a él que por los eternos partidos japoneses. Me he descargado un videojuego de fútbol para ver si logro entender todo después de tantos años.

Cuando me fui de la playa quedaban ahí todavía los grupos de nuevos Oliver y Benji que dicen bro, con sus viejas masculinidades. Mientras continúen dando toques, guardemos la esperanza de ganar este partido, aunque sea en la prórroga.

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