Opinión

Pan de oro y mafia

Suele llamarse destino a lo que no puede asumirse como una simple casualidad, incluso se exagera esta situación buscando una explicación hasta colgarle el título de milagro. Intervenciones divinas aparte, la vida puede considerarse una cadena de accidentes y sus consecuencias. Esto perseguía a Paolo Sorrentino (Nápoles, 1970) desde hace décadas.
Sorrentino. EP
photo_camera Sorrentino. EP

EL RECONOCIDO director de cine italiano estrenará el próximo 3 de diciembre Fue la mano de Dios en Netflix, una película autobiográfica a la que añade elementos de ficción para no sincerarse plenamente y así mantener un cierto secreto de sumario, ese aura de incertidumbre que el cineasta gusta de poseer. Sorrentino se desposa de una deuda consigo mismo, de las preguntas sobre su pasado y el por qué de hacer películas barrocas y surrealistas.

Hace años que comenzó a contar cosas de sí mismo en las muy pocas entrevistas que concede o a las que acude, porque el italiano es conocido entre la prensa cultural por citar a periodistas en restaurantes, dejarlos plantados e invitar a lo que vayan a consumir. Pero tras asumir que se encontraba en un punto de estancamiento en su creatividad, que ya había sido suficiente ornamento fílmico, pensó que quizá en su pasado estaría la respuesta.

Sorrentino ha imaginado y narrado las vidas íntimas de Andreotti, Berlusconi, hombres de la mafia, artistas en el ocaso de su vida y, en general, de hombres de mediana edad con un problema de existencialismo, pero defiende que ninguno de ellos son reflejos de él mismo. Sin embargo, admite que podría tratarse de representaciones de su padre, que permaneció en silencio gran parte de su vida.

Precisamente, la muerte de sus padres de manera repentina fue una de las pocas noticias e historias de dominio público sobre el hombre tras el artista. Ha relatado detalles, evitando por momentos ahondar, y por ello ahora lo afronta en su nueva película, escogiendo él mismo el cómo y el quien, por primera vez a un adolescente y no a alguien al final de su vida. Tras el estancamiento, el cineasta habla de un "renacer en su carrera y estilo".

Su casa podría considerarse de clase alta, más en su contexto, con una madre ama de casa y un padre director de banco. Una familia tradicional de tres hijos sin relación alguna con las artes


Sorrentino propiamente como Sorrentino, con lo que invoca su nombre al pronunciarlo, no habría existido sin la orfandad precipitada a los 17 años, la figura de Maradona, el abandono de la fe, la mafia, la corrupta Iglesia o el descubrimiento de Roma en un plano físico pero también fílmico. Son pocos los elementos sabidos, pero sin ellos no existiría hoy el cineasta italiano más importante del siglo.

Paolo no es romano de nacimiento, ni siquiera lo desea. Nació en Nápoles, como Francesco Rosi y Sophia Loren, y presume del caos de la ciudad como una inspiración, así como de la inseguridad, lo absurdo y lo sórdido que recogían sus calles. Su casa podría considerarse de clase alta, más en su contexto, con una madre ama de casa y un padre director de banco. Una familia tradicional de tres hijos sin relación alguna con las artes.

De la infancia y adolescencia del cineasta no se sabe prácticamente nada. Su devoción por las mujeres parece haberse iniciado con una fijación obsesiva por una de sus tías, una mujer de físico voluptuoso y cándido carácter que encarnaba la figura de una madre con la sensualidad de una musa. Mujeres y fútbol, su otra pasión, parecían entonces un caldo de cultivo simplista.

Había aunado fe y fervor, provocando en un joven Sorrentino la sensación de estar viendo a Dios jugando sobre el césped, siempre en local


El ambiente napolitano se había cargado de desesperación y una sensación de no-futuro, de que todo permanecería en ese bucle de caos y corrupción sin lugar a cambios ni mejoras, sin posibilidad de que sus habitantes pudieran progresar. La ciudad entera estaba sumida en fatigas y depresiones y Sorrentino, imbuido en el desánimo, no era menos. Pero entonces llegó la salvación: Maradona.

En cierto modo, la vida del cineasta italiano no sería, no existiría de hecho, sin la aparición del futbolista argentino. El Pelusa había levantado el espíritu napolitano a través del balón, uno de los tres pilares de la ciudad junto a la mafia y la Iglesia. Había aunado fe y fervor, provocando en un joven Sorrentino la sensación de estar viendo a Dios jugando sobre el césped, siempre en local.

Cuando el cineasta sumaba solo 16 años sentía como imprescindible poder admirar las filigranas de Maradona en directo. Un fin de semana del septiembre de 1986 sus padres le avisaron de un viaje a la casa familiar de Roccaraso, una ciudad turística en la montaña. Paolo se resistió rogando que le dejasen ir a Empoli y ver a su equipo por primera vez en visitante, triunfando fuera de su casa. El patriarca, que hasta entonces se había negado, aceptó inesperadamente y se marchó con su esposa.

Pasó la noche y a la mañana siguiente debía ir a ver el partido. Sonó el timbre muy temprano y esperando al otro lado la voz del amigo con el que iría al campo, se encontró, en realidad, con la del portero del edificio pidiendo que bajase un momento. Lo encontró con los ojos llorosos y le dijo que sus padres habían muerto aquella noche por una fuga de monóxido de carbono en su casa. Murieron durmiendo y a él Maradona le había salvado la vida, o así quiere creerlo.

Esta escena, presente en Fue la mano de Dios, representó para Sorrentino el fin de la juventud y el inicio atropellado de una adultez no solicitada. Junto a sus hermanos, solos pero acompañados, decide quedarse en Nápoles y el resto de la familia los arropa, pero no logran consolar ni orientar a los jóvenes.

Un año después, Sorrentino comenzó a estudiar Economía y Comercio, sin una vocación específica pero con un abismo dentro que llenaba sin cesar con películas. De aquel intento estéril de formarse no quedó nada, a los 25 años abandonó los estudios en los que fracasaba para mudarse a Roma y empezar a hacer cine. Sus inicios fueron extremadamente tímidos, nada de talentos ni estrellas ascendentes.

Comprendió entonces que debía buscar el conflicto, el contraste, la colisión dentro del relato


Su primer contaco profesional con el cine fue como asistente de dirección en Los ladrones del futuro y en 1991 debutó con el corto Un paradiso junto a Stefano Russo. Ese mismo año fue supervisor de producción, algo que define como "una experiencia decididamente negativa". Continúa en labores secundarias, en el mejor de los casos ayudando a confeccionar guiones pero sin grandes éxitos, trabajando también en series de televisión.

En 1998 el director Antonio Capuano, con quien estaba trabajando, le cambió su perspectiva vital al espetarle tras escucharlo quejarse sobre su carrera: "Experimentar un dolor parece a veces el carnet para realizar un trabajo creativo, pero no es suficiente". Comprendió entonces que debía buscar el conflicto, el contraste, la colisión dentro del relato.

Ese mismo año ve la luz la primera obra real, íntegramente hecha por Sorrentino, El amor no tiene fronteras, un corto lleno de referencias a las películas que ama acerca de una historia de amor plenamente surrealista, marcando el inicio de su colaboración con su todavía hoy productora.

Entonces nació el cineasta, cuando él ya sumaba 29 años y bajo el brazo paseaba un guión. En la primera hoja se podía leer en letras grandes mecanografias: L’uomo in più (El hombre de más). Su ópera prima junto a un actor ampliamente reconocido en teatro, el mejor de su tiempo, Toni Servillo, que había mostrado hasta entonces nulo interés por el cine. En 2001 ve la luz e logra tres nominaciones al David di Donatello, los Goya italianos.

Durante tres años casi no hace trabajo visible, pequeñas colaboraciones, y empieza a perfilar su estilo y personajes


Durante tres años casi no hace trabajo visible, pequeñas colaboraciones, y empieza a perfilar su estilo y personajes. Se obsesiona con la fotografía, los planos de la cinta, hasta querer convertirse en un orfebre de la imagen. La soledad toma el centro de sus temáticas y comienza a prescindir de lo narrativo para hacerse esclavo de la estética. Sin embargo, sus guiones son ríos de papel llenos de detalles e ideas para rozar la perfección pero que, en muchos casos, fracasan técnicamente.

Se describe como alguien miedo en su día a día pero valiente en sus películas, su espacio para heroísmo. Perfeccionando su estilo, logra encontrarse a sí mismo mezclando lo sublime y lo terrenal, ancianas comiendo mozzarella mientras recitan a Dante en un funeral, imaginando vidas secretas en provincias a políticos importantísimos para Italia o mostrando una mafia romántica y más sensiblera que sensible.

En 2004 estrenó Las consecuencias del amor, un desconcertante thriller romántico y contemplativo que lo llevó hasta Cannes y a innumerables premios. A esta película siguieron El amigo de la familia, Il Divo, película favorita de Sorrentino de las que ha hecho y suerte de biopic de Andreotti, y su estreno en inglés con Un lugar donde quedarse, experiencia que encontró frustrante porque como él dijo "un italiano cuando calla sigue hablando; un inglés, no".

Para cuando llegó el éxito mundial La gran belleza en 2013 Sorrentino ya era un nombre, una marca de barroquismo y exuberancia católica, una epifanía italiana en pan de oro y mafia. Con este film, el cineasta se consagró recibiendo una ovación generalizada en todas partes, salvo en su país. Cuando recogió el premio Oscar a Mejor película extranjera, agradeció todo a su equipo y familia, a Roma y Nápoles y a "mi inspiración: Fellini, Scorsese los Talking Heads y Diego Armando Maradona".

Tras una conversación con un amigo, que lo acusaba de ocultarse tras grandes figuras para no sincerarse ni mojarse en sus películas, decidió asumir el reto de destilarse


Un par de años antes se había estrenado como novelista con Todos tienen razón, finalista al premio Strega, el mayor galardón de las letras italianas. Prosiguió su obra literaria con Tony Pagoda y sus amigos, en una constante continuación de sus personajes al ocaso de su vida y al colapso de las ciudades. A su vez, llegaba a las salas La juventud, una película de senectud sobre el estado final de los artistas y el perdón como cura a la memoria.

Tras un exitoso paso a la televisión con The Young Pope, una realidad paralela en la que un joven papa estadounidense da un vuelco a la Iglesia católica, y su secuela The New Pope, ambas grabadas en el Vaticano, así como el díptico fílmico Loro sobre el declive moral de Italia a través de Berlusconi, fueron las últimas muestras de un Sorrentino ahogado por su propio estilo, cansado de excesos y que agotaba también al público.

Tras una conversación con un amigo, que lo acusaba de ocultarse tras grandes figuras para no sincerarse ni mojarse en sus películas, decidió asumir el reto de destilarse, purgar sus impurezas y restar lo exagerado. Escribió su historia, la repasó, la reeditó, pensó en su deidad Maradona, en cómo sería que olía aquel gas asesino. Ahora Sorrentino, menos Sorrentino que nunca, habla plenamente sobre otro Sorrentino, el que ya fue.

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