Blogue | Barra libre

El sueldo de los temporeros

El salario de los políticos puede ser ridículo o un insulto, todo depende del color de la nómina que se mire

Rubén Arroxo y Lara Méndez. AEP
photo_camera Rubén Arroxo y Lara Méndez. AEP

TODOS COBRAMOS menos de lo que merecemos. Sin excepciones, independientemente de nuestro salario o del trabajo que realizamos. Incluso independientemente de si lo hacemos bien o mal. Todos consideramos que merecemos más, una verdad irrefutable que suele ir acompañada de la opinión de que la mayor parte de los otros cobran demasiado para lo que hacen.

No es algo terrible, no pasa nada por sentirlo así, es la condición humana, ninguno somos especialmente despreciables. Bueno, algunos sí, pero no por esto en particular. Nos va en el sueldo, como la tendencia a creer no solo que la labor que realizamos es imprescindible para el funcionamiento correcto de la humanidad, sino que ninguna otra persona podría desempeñarla con nuestra misma eficiencia. Otra verdad irrefutable que suele ir acompañada de la opinión de que el trabajo de los demás tampoco es tan complicado ni imprescindible, y que nosotros podríamos realizarlo con mayor eficacia a poco que nos lo hubiéramos propuesto.

Esto es ley de vida en casi todos los ámbitos, pero se exacerba de una manera casi irracional en el caso de los funcionarios y, sobre todo, de los políticos, que no dejan de ser temporeros de la función pública. Lo hemos podido confirmar esta misma semana, a cuenta del anuncio de que los trece temporeros que formarán el gobierno bipartito del Concello de Lugo cobrarán dedicaciones exclusivas para dedicarse a tiempo completo a la gestión de la ciudad.

Habrá a quienes un salario de 3.172 euros brutos al mes para un concejal con dedicación plena les parecerá un insulto al ciudadano, y habrá quienes lo consideren una cantidad ridícula, todo se ve según el color de la nómina desde la que se mire. A mí me parece una cosa y la otra, depende.

Lugo, por seguir en lo que nos roza, es una empresa que da servicios a alrededor de 100.000 clientes fijos, más los circunstanciales, y que maneja un presupuesto anual de cerca de 100 millones de euros. No tengo ni idea de lo que pueden cobrar los miembros del equipo de alta dirección o del consejo de una empresa privada que maneje semejantes números, pero me da que no me desvío gran cosa si digo que ninguno de ellos se levanta de la cama por 3.172 euros brutos al mes. Ni siquiera creo que haya un propietario, individual o colectivo, de una empresa de tales características tan inconsciente como para atreverse a dejar sus beneficios en manos de profesionales que no tengan bien premiado su esfuerzo. Lo que sí hará, como es lógico, es asegurarse de que le compensen de largo los resultados que está obteniendo por esos salarios que paga.

Lo que no acabo de entender es por qué ese concepto que tan fácil nos es de asimilar para el mercado privado nos es tan esquivo cuando hablamos de nuestra propia empresa, de aquella de la que todos somos socios y accionistas, el sector público. No parece muy inteligente valorar lo que pagamos solo en función de la cantidad, en lugar de hacerlo según la rentabilidad que obtenemos por ese precio.

Supongo que todo viene de lo de antes, de que pensamos que la gestión pública es muy sencilla y que nosotros podríamos hacer ese trabajo mucho mejor que cualquiera de esos concejales. Pues va a ser que no. O que sí, no lo sabemos. Porque, de entrada, hay algo fundamental que nos diferencia de ellos: no nos hemos arriesgado a dar el paso de dejar nuestras vidas y presentarnos como aspirantes a trabajar por la ciudad, sea cobrando mucho o poco. Hay que tener algo que, por desgracia, es mucho más complicado de encontrar que una situación de necesidad: las ganas. Yo, que llevo los suficientes años de profesión rozándome con la gestión municipal como para hacerme una idea bastante aproximada, no las tengo.

En esos años he conocido y sabido de alcaldes, concejales y asesores de todos los colores, formas, ambiciones y aptitudes. Desde algunos con una eficacia corruptora estremecedora hasta otros con una ineptitud que incapacitaba su voluntad de entrega al bien común, tan romos que no hubieran conseguido ser buenos ni para sí mismos. Los he conocido que con su simple presencia en una comisión, aunque no cobraran una dedicación, nos hacían perder dinero, y otros que hubieran merecido el oro y el moro si lo hubieran pedido.

No creo que nuestros políticos, en general, cobren demasiado dinero para las responsabilidades encomendadas, la dificultad de su trabajo y los beneficios que pueden proporcionarnos a poco que atinen. Deberían cobrar al menos como para protegerlos y protegernos de algunas tentaciones. Pagar lo justo a quien trabaja para nuestro beneficio es respetar nuestras instituciones e invertir en nosotros mismos.

A lo mejor al final resulta que sí, que nuestros concejales de gobierno cobran demasiado y que cualquiera de nosotros lo hubiera hecho mucho mejor. Lo veremos en los balances de dentro de cuatro años. Y entonces cualquiera podrá probar, si encuentra las ganas.

Comentarios