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La bicha

CUANDO TENÍA 16 años recibí una llamada de teléfono de una chica que se hacía llamar la Bicha para amenazarme por haber intercambiado unos besos con un chico que supuestamente era su novio durante una fatídica noche de verano en Portonovo. Yo no tenía ni idea de quien era aquella chica, ni el chico con el que me había dado los besos, ni mucho menos sabía nada de la relación que los unía. Aquel affaire adolescente de un día de duración me costó reiteradas amenazas de la Bicha y de su lacaya, la amiga malota que enviaba –o iba ella por propia voluntad- a amargarme noches y días durante más de un año. Yo que jamás me había metido con nadie en mi vida ni tenía intención de empezar hacerlo como choni buena y cobarde que era, empecé a tener pánico de salir a la calle por si la Bicha o su amiga se me aparecían en el Bershka y me partían la cara a hostias.

Supongo que un día se olvidaron de mí, o se buscaron a otra, o se dieron cuenta de que a quien hay que pedir explicaciones en caso de cuernos es a la pareja que engaña, o de que un tío así es un cretino y no merece que se peleen por él. El caso es que me dejaron en paz y yo volví a vivir tranquila hasta que llegó la otra bicha.

El grito. MUNCHFue en un coche de vuelta de Vigo otra noche de verano en mi primer año de carrera. Mi madre me había mandado ir con mi hermano a llevar un paquete a un cliente mientras yo intentaba resistirme porque notaba que algo no iba bien en mi interior. Sabía lo que era la ansiedad porque la había visto en ella, aquella mujer que me rogaba que no dejase ir a mi hermano solo de noche por si le daba el sueño al volante. Así fue como me subí en aquel coche rumbo a mi primer ataque de ansiedad.

El trayecto de ida fue mal. Notaba las manos sudorosas y frías, adormecidas, hiperventilación y taquicardias. Sólo quería que mi hermano entregase el paquete y llegar a casa de nuevo, pero la vuelta, esa vuelta por los 23 kilómetros de la AP-9, fue el trayecto más largo de mi vida. Los hormigueos dieron paso al adormecimiento total de las extremidades y de ahí, la parálisis. De la hiperventilación, a ser incapaz de respirar. El estómago amenazaba con reventarme. Antes de llegar a la gasolinera de Campañó le dije a mi hermano que me moría. Sé que varios empleados de la gasolinera ayudaron a mi hermano a sacarme del coche como un bloque de hormigón, incapaces siquiera de separarme los dedos de las manos, y que el dolor y el pánico eran tan grandes, que una somanta de la Bicha y de su amiga me habría parecido una bendición. Después, ambulancia, hospital, un buen ansiolítico en vena, y de vuelta a casa. A seguir tu vida normal. Como si pudiese. Como si alguien pudiese.

Han pasado más de 15 años desde entonces, muchos tratamientos, y la bicha nunca se ha ido. Los primeros años fueron angustiosos y llegaron a limitarme hasta el punto de plantearme dejar la universidad. Dejé de salir la calle. Ni siquiera era capaz de bajar al supermercado. La autopista se convirtió en mi gran trauma y a día de hoy sigo siendo incapaz de conducir por una si no voy acompañada y me encuentro lo suficientemente bien.

El tercer año de universidad, cuando había tocado fondo y estaba absolutamente hundida, dejé de ir a clase varias semanas. Perdí prácticas y exámenes porque era incapaz de concentrarme y me daba pánico estar encerrada en clase. Un terapeuta me dijo que debía dejar la facultad y volver a casa de mis padres, que no estaba preparada para afrontar una vida sola y que mi curación dependía de que otros me cuidasen. Hice todo lo contrario. Volví a la universidad, empecé prácticas y terminé mi carrera. Inmediatamente empecé a trabajar y poco después me fui a vivir a Madrid. Las primeras semanas creía que me caería en cualquier momento en medio de la calle, y los trayectos en metro los pasaba conteniendo el aire y pegada a alguien sobre el que poder desmayarme. Empecé a volar yo sola y empecé, en definitiva a vivir.

La bicha siguió ahí y de vez en cuando vuelve. A veces avisa y la ves venir, puedes tomar ciertas precauciones: no coger el coche, tomarte una pastilla, no quedarte sola. Pero a veces viene de repente, como un escalofrío, y con ella el recuerdo de la autopista, el coche y la ambulancia. De todos los días grises respirando con una bolsa en el cuarto de baño. Y entonces me doy cuenta de que está dentro de mí. De que también soy yo. De que debo quererla y escucharla hasta que deje de llorar. No es más que otra chica asustada porque su novio no le hace caso. 

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