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Madame Inmortal

Los 120 años transcurridos desde el nacimiento de la escritora Marguerite Yourcenar (Bruselas, 1903; Maine, 1987) son la excusa perfecta para volver a leer sus libros.
Marguerite Yourcenar. EP
photo_camera Marguerite Yourcenar. EP

CRA-YEN-COUR. El padre, que se diría demasiado mayor para la hija adolescente, se entregaba, sin embargo, con ahínco al juego. Pongamos la ‘y’ al principio, probemos con Your. Cambiemos ahora de sitio la c. La joven, de 17 años, contagiada por el entusiasmo, buscaba la sonoridad, buscaba la sensualidad, buscaba, con una intuición poderosa y obstinada, la eternidad. Ce. Yource. Y ahora esa n, si la leemos en sentido contrario… Eliminamos la primera c y lo tenemos. Yourcenar. Un apellido literario que más tarde haría suyo definitivamente. Con él conquistaría plazas rabiosamente defendidas por hombres ilustres que, no obstante, y pese a su certeza existencial, sentían nacer en su interior un molesto tic nervioso relacionado con la boca del estómago y el privilegio. Un ligerísimo pinzamiento de sabor ácido. Una amenaza. 

Antes de la creación del anagrama, Marguerite ya era una niña distinta. Su madre había muerto en el parto y su padre, que, por aquel entonces, tenía 50 años, no parecía estar dispuesto a renunciar a sus hábitos y tampoco se le ocurrió pensar que estaba, de algún modo, obligado a hacerlo, al contrario que al resto de su familia, que deploraba su vida disipada, su individualismo, su aversión a plegarse a cualquier tipo de norma social. Era el año 1903. Y Michel de Crayencour siguió siendo él mismo, pero con una hija recién nacida. Se la llevó de Bruselas, donde había tenido lugar el parto fatal, a Mont Noir, la propiedad familiar, situada al norte de Francia, en la que reinaba Noémi, la madre de Michel, quien deploraba el comportamiento de su hijo y quien nunca acogió a Marguerite como una verdadera nieta.

En realidad, ya tenía un nieto, y era ese al que quería. Se llamaba Michel Joseph y se posicionaba en el lado opuesto al de su padre. No se entendían en modo alguno, uno reprochaba al otro su manera del estar en el mundo. No encontraron nunca caminos en los que coexistir. Además, el padre dilapidaba la fortuna alegremente, siendo como era, aficionado al juego y a todo aquello que podían deparar las noches de cualquier ciudad. Marguerite no acusaba esas ausencias nocturnas. Tenía a su progenitor a otras horas, las cuales eran tremendamente bien aprovechadas, grandes paseos y enormes lecturas: «Él no renunciará ni a las mujeres ni al juego —no se le pedía tanto— , ni a disipar espléndidamente la poca fortuna que le quedaba. No hay duda de que el cariño es grande. Como el que se le tiene a un cachorrillo. O a un gatito huérfano de madre. Pero Michel no es de esos padres que coge mucho en brazos a sus hijos. Michel había vivido libre, sin hacerse siquiera una teoría de la libertad. Su hijo había tomado partido ruidosamente en favor del orden, de la familia numerosa, de una superficie social aparentemente sin fisuras, y a favor de ese catolicismo que se exhibe en la misa de once. Él me leía libros algunas veces, pasajes de Chateaubriand. Me leyó a Maeterlink las novelas históricas de Merejovsky o de Tolstoi. También leí a Shakespeare, a Racine, a La Bruyère y otros muchos más». Leen en latín a Virgilio y a Homero, en griego. La amplia cultura de Michel es, primero, una puerta abierta para Marguerite, pero, poco después, la rapidez con la que ella absorbe comprende e inicia su propia búsqueda, hará que la relación intelectual se convierta en un reto y en un intercambio. Una conservación tan elevada que nadie más fue capaz de alcanzar. 

Llegó un baúl con un libro en el que había trabajado: 'Memorias de Adriano'

En 1909, muere la abuela y pocos años más tarde Michel vende Mont Noir y se traslada con su hija a París. Tiene 9 años, una institutriz que le enseña lo que se enseña en el colegio a los 9 años, y el resto del tiempo visita museos, asiste a obras de teatro con su padre y lee con el ansia de quien sabe que ahí está el mundo. Michel compra una villa en Ostende y allí pasarán los veranos. Es entonces cuando estalla la Primera Guerra Mundial. El padre considera prudente trasladarse a Inglaterra y será en Londres donde permanezcan poco más de un año. Un tiempo para aprender inglés y seguir leyendo.

Regresan a París y Marguerite aprovecha para estudiar italiano por su cuenta. Tiene, según sus palabras, "preceptores intermitentes", pero, la mayoría de su educación viene dada por las lecturas, los viajes y la observación de la realidad. Vuelven a mudarse, esta vez a la zona del Mediodía francés, y pasan temporadas en Mónaco, ciudad testigo de la quiebra, cada vez más evidente, del patrimonio de los Crayencour. A los 16 años, ya decidido su destino, escribe un drama en verso que publicará al año siguiente por cuenta propia. Y repetirá la acción otro año más tarde. Estos dos primeros libros, a pesar de ser producto de un estilo aún no definido como propio, contienen una base temática que anuncia lo que vendrá: "Me sorprende ver hasta qué punto los temas que más tarde me preocuparían y me preocupan aún hoy, estaban ya allí. Uno evoluciona, o al menos hay que esperarlo así, pero el fondo no cambia".

En 1926, Michel se casa de nuevo a los 63 años. Marguerite se dedica, sobre todo, a viajar, a leer y a planificar su futuro como escritora. Comienza a publicar artículos en revistas y también algún cuento. En 1928 termina el que considera su primer libro: Alexis o el tratado del inútil combate. Tenía 26 años. Inicia entonces una vida errante, intensa, tremendamente fructífera. Suiza, Francia, Inglaterra, Grecia, Italia. Traduce a Cavafis, a Virginia Woolf, publica dos libros más y se va a Estados Unidos con Grace Frick, una traductora y profesora universitaria, con la que compartirá el resto de su vida.

Con la Segunda Guerra Mundial, Marguerite entra en una época oscura, en la que todos los logros parecen esfumarse a un ritmo imposible. No le gusta Nueva York, no conecta con sus gentes, no encuentra aquella suerte de espíritu europeo que constituía su cimiento cultural. Sabe inglés, pero no se esfuerza lo más mínimo en replicar el acento. Continúa con su tonalidad francesa, su sonoridad pausada y firme, sus inflexiones especialísimas. El resultado es que la mayoría de las veces, no la entienden.

Se instalan en Hartford, donde Grace da clase y será ella quien consiga a Marguerite un puesto de profesora de francés e italiano en el Sarah Lawrence, un college femenino donde cumplirá con su tarea, pero no será feliz. Su carrera como escritora ha sufrido un parón brusco debido a la guerra. No tiene, esta vez, planes de escritura, no encuentra el impulso necesario. Se siente vacía. Transcurren años así. Demasiados. Hasta que un día, llega por correo un baúl que contenía apuntes de un libro en el que había empezado a trabajar la década anterior. Lo había dejado en un hotel de Lausana durante la guerra a la espera de que un amigo pudiera recuperarlo. Es el año 1948 y es el año del renacer. El libro se publicará en 1951 y se titula Memorias de Adriano, con el que Marguerite Yourcenar, con fuerza inusitada, regresa al lugar que, desde siempre, creyó que le correspondía.

Instaladas en una modesta casita a la que bautizarían como Petit Plaisance, en un pueblo del estado norteamericano de Maine, Marguerite, no sólo recuperará la alegría, sino también la razón de su existencia. Quiere viajar de nuevo, sentir la autonomía y el nomadismo de su primera juventud. Publica obras teatrales, ensayos, traducciones, inicia una trilogía familiar, edita Opus nigrum, obra que no hizo sino aumentar su fama de inmensa escritora, cuya erudición hacía brillar todo lo que tocaba.

Llegó, sin embargo, otro periodo negro en el cual perdió a Grace y también esa vida que había recuperado. Los años de la enfermedad de Grace, hasta su muerte, fueron de un dolor ataviado de una sutil y compleja doble cara, no exenta de reproche, no exenta de arrepentimiento. Todo lo que se lleva una vida de otra, mientras se está yendo. En 1980, una mujer ingresa por primera vez en la Academia Francesa, pese a importantes reticencias y escandalosos rechazos. Será Marguerite Yourcenar que vivirá, a partir de ahí, un segundo renacimiento, corto, pero inmortal.

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