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Todo importa

Se cumplen 90 años del nacimiento de Susan Sontag. Una mujer que, de muy joven, conformó un plan de vida cuyo objetivo era abarcarlo todo. No lo consiguió. Pero casi.
Susan Sontag. EFE
photo_camera Susan Sontag. EFE

En el año 1971, Susan Sontag publicó, en la prestigiosa revista The New York Review of Books, el primero de una serie de textos que pasarían a formar parte del ensayo que lleva por título Sobre la fotografía, editado en 1977. Un libro icono, un libro faro, un libro Sontag. Con su fantástica erudición y su irrefrenable impulso para contravenir la norma, la escritora hace con la investigación fotográfica lo que la mayoría de nosotros hacemos con la vida. Engullirla. Hay una única diferencia entre ella y el resto. Sólo una, pero es crucial. Ella devora a plena conciencia, los demás solemos conformarnos con ir tragando lo que nos viene.

A los 16 años escribe la siguiente entrada en su diario: "Me importa un comino la acumulación de datos de cualquiera, salvo en la medida en que sea un reflejo de la sensibilidad fundamental que sí exijo… Tengo la intención de hacer todo… de tener una manera de evaluar la experiencia —me causa placer o dolor, y seré muy prudente al rechazar el dolor— me anticiparé al placer en todas partes y lo encontraré, también, porque ¡está en todas partes! Me implicaré enteramente… ¡Todo importa! A lo único que renuncio es a la facultad de renuncia, a retirarme: la aceptación de la igualdad y el intelecto. Estoy viva… Soy hermosa… ¿hay algo más?".

Por supuesto, las cosas no serían tan fáciles, aunque sí es cierto que esas primeras consignas, construidas desde el interior herido de una infancia y adolescencia en permanente ebullición, no dejaron nunca de pertenecer a su edificio identitario. La imposibilidad de abarcarlo todo no era freno, sino acicate. Como si el mundo le hubiera susurrado, ya en aquel entonces, que, por ella, por su estar viva, por su ser hermoso, estaba dispuesto a hacer una excepción y a revelarse de otra forma. Tras esa confesión se disparó el resorte y no pudo elegir otra cosa distinta a intentar entenderlo.

Susan Sontag era tan altiva, tajante y segura que supone siempre una amenaza

"No quiero ir nada más que hasta el fondo" fueron las palabras que la poeta argentina Alejandra Pizarnik escribió antes de suicidarse. No sabemos cuánto antes, lo que sabemos es que fueron las últimas. Ese mismo año, 1972, Susan Sontag estaba en el fondo, pero en el otro lado del fondo. En el lugar desde el que todavía se podía pensar que eso no era el final sino todo lo contrario. Ya había escrito una novela (El benefactor) publicada en 1963, y un ensayo con el que, en 1966, entraría, triunfal y escandalosa, en la burbuja intelectual estadounidense: Contra la interpretación y otros ensayos contiene, a la vez, los goznes y el martillo para hacerlos saltar. A partir de ese libro, nadie que estuviera en su sano juicio podía permitirse el lujo de dejar de escucharla. Era altiva, era tajante, era tan segura en sus declaraciones, tan consciente de la infalibilidad de sus argumentos, que suponía siempre una amenaza. Tanto brillo, tanta sombra proyectada.

Vendrían una novela, un libro de cuentos y otro ensayo antes de Sobre la fotografía. En sus diarios corría pareja, sin embargo, otra historia. Y es, precisamente, en la lectura combinada de lo íntimo y de lo público, en donde se encuentra la hendidura por la que se llega a Susan Sontag. El verbo llegar quizá sea pretencioso. Pongamos mejor, aproximarse. La proximidad nos la da esto: "Escribo para definirme —un acto de creación propia— parte del proceso de llegar a ser en diálogo conmigo misma, con los escritores vivos y muertos que admiro, con los lectores ideales…". La distancia nos la da esto: "La fotografía implica que sabemos algo del mundo si lo aceptamos tal como la cámara lo registra. Pero esto es lo opuesto a la comprensión, que empieza cuando no se acepta el mundo por su apariencia. Toda posibilidad de comprensión está arraigada en la capacidad de decir no". Es aquí donde su fondo suele alejarse del nuestro, simplemente porque nos viene dado y porque resulta que es ella la que nos lo da. 

La capacidad de decir no a la que alude en este ensayo es la llave de su obra entera. Su lectura nos brinda la confianza de una lucidez un poco fuera de este mundo. Por supuesto. Para ella, no sólo la realidad conocida tiene bisagras que romper. El ansia puede ser codicia y puede ser destrucción y puede ser crueldad y puede ser culminación de un programa de vida. Y además todas ellas o sólo alguna, en expansión o en repliegue, en movimiento o en reposo, enroscadas y tensas, como un animal perpetuamente al acecho.

Sobre la fotografía es un libro de larga estancia porque, por la espesura y profundidad de su visión, necesitamos ir haciéndonos con todos los elementos que la componen. Que es lo mismo que decir que hay que ir de tiendas. Requerimos una buena dosis de conocimientos sobre literatura, filosofía, historia, arte, sociología, pensamiento contemporáneo y, evidentemente, fotografía. Y eso, hay que decirlo, lleva su tiempo. Una vez que tenemos la cesta de la compra, intentamos que lo monumental del proceso no se convierta en un callejón sin salida y se vuelva empresa inútil. Si seguimos la estela de Sontag, la imposibilidad es la fuerza. Lo que nos propone, a su manera críptica y apabullante, es una mirada. A lo que nos invita es a mirar. Y si no fuera porque, tal y como demuestra contundentemente en el ensayo, mirar es una acción en desuso, la propuesta sería considerada normal. A nadie sorprendería y nadie la calificaría de valiente. Pero el caso es que lo es. Heroica, sin dejar de ser, faltaría más, arrogante. 

Comprender la mirada de otros ofrece significados que nos acercan o nos alejan de la realidad. Construir una mirada propia supone empezar a adentrarse en la verdad. La imagen como mediación de la realidad, la cámara como mediación de la imagen, la verdad como representación. ¿De quién? ¿De qué? De todos. De todo. El siglo XX, dice Sontag en el libro, es atravesar esos conceptos y procurar salir indemne. Obviamente, no lo dice así. "Qué fino es el instrumento del lenguaje", eso sí lo dice así.

 Y, sin embargo: "No sé cuáles son mis verdaderos sentimientos. Por eso tengo tanto interés en la filosofía moral, lo cual me indica —o al menos me dirige hacia— cuáles deberían ser mis sentimientos. ¿Por qué preocuparse en analizar el mineral en bruto, si ya se sabe cómo producir directamente el metal refinado? ¿Por qué no sé lo que siento? ¿No escucho? ¿O me repugna? ¿No todos reaccionan, naturalmente, a todo?  P solía enfurecerme porque había muchas cosas a las que no reaccionaba —sentarse en esa silla o en aquella, ir a esta película o a esa, pedir tal o cual cosa en el menú—". Pera Philip Rieff, su primer y único marido, con quien se casó a los 17 años y con el que, durante casi los ocho siguientes que duró el matrimonio, estuvo enfurecida.

Engullir la vida no es tarea sencilla y, mucho menos, un plan existencial agradable. No es acomodarse a lo que hay y dejarse ir. No es ahorrar suficiente para un retiro dorado. No es esperar a que el resto nos diga qué tenemos que hacer y por dónde tenemos que ir. Engullir la vida es no salir indemne de la vida porque todo importa demasiado. Engullir la vida es llegar a creer que, de algún modo, no te vas a morir nunca. “Lo que queda es el dolor y la ambición”, escribe su hijo David Rieff, en el prólogo de sus diarios. 

Queda una mirada visionaria sobre el mundo de hoy. Una de las intelectuales imprescindibles del siglo XX anticipando las pantallas y nuestra relación con ellas en un ensayo escrito en los años setenta. Queda esto: "La fotografía, que tiene tantos usos narcisistas, también es un instrumento poderoso para despersonalizar nuestra relación con el mundo; y ambos usos son complementarios". Y esto: "Poseer el mundo en forma de imágenes es, precisamente, volver a vivir la irrealidad y lejanía de lo real". Y, en medio del dolor y la ambición, queda la enseñanza que nos ha dejado. Pensar tiene mucho que ver con reaccionar a todo porque todo importa.

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