Alicia
TENÍA grandes esperanzas puestas en mi último viaje pero no tantas. Había aprendido la lección: camiseta de manga larga y jersey en la mochila. Sucede que Renfe tiene cierta tendencia a confundirnos con mercancías frescas y los vagones de sus trenes tienen algo de cámaras frigoríficas. Algún día, en lugar de pedirnos el correspondiente billete, los revisores se limitarán a comprobar el brillo de nuestras entrañas, como hace mi abuela con las merluzas. El caso es que iba bien abrigado, como digo, y feliz por ocupar una plaza junto al pasillo, lejos de las ventanas chupa sueños y de esa zona en la que cuatro pasajeros luchan a muerte por estirar un poco las piernas, una experiencia tan macabra como recomendable, el perfecto recordatorio de que no todo el mundo se puede permitir las comodidades habituales del primer ídem. Coloqué mi equipaje en la zona indicada, me até el jersey a la cintura, y salí al andén con idea de fumarme un último cigarrillo con el que mantener a raya al mono salvaje que llevo dentro.
Comenzamos con un Ave María y luego seguimos con un Padrenuestro, tan acompasados como si lo hubiésemos ensayado previamente hasta alcanzar algo semejante a la perfección. Luego nos persignamos, mantuvimos fija la mirada en el reposacabezas del asiento delantero durante unos segundos y, finalmente, nos sonreímos. "Me llamo Alicia, por cierto", dijo ella ofreciéndome su otra mano. Aquello me hizo pensar en que no conviene mezclar lo sagrado con lo profano, el negocio con el placer: para algo tenemos un par de ellas, carajo. "Yo me llamo Rafael, encantado de conocerla", contesté. Y es que algo me decía que ante una dama de semejante belleza y dignidad no puede uno presentarse con un vulgar diminutivo de torero o futbolista. Me contó que iba camino de Zamora para pasar unos días con su hija, sus cuatro nietos y algo parecido a un yerno del que no me creé la mejor de las impresiones por razones obvias. Su marido había muerto muy joven -"se cayó por el hueco de un ascensor mientras revisaba una obra, era muy despistado"- y ella decidió no volver a casarse, primero por una cuestión casi religiosa pero finalmente por pura comodidad: "Se vive muy bien sola si se puede elegir el tipo de soledad, ¿sabes lo que quiero decir?". Contesté que sí pero solo por intentar estar, una vez más, a su altura... ¡Qué voy a saber!
Una voz despersonalizada anunció la próxima parada: Zamora. Alicia me volvió a coger de la mano y me dijo que había sido un viaje muy agradable, que debería contarlo en alguno de mis artículos -sí, no pude resistir la tentación de hablar sobre mí- y en esas estoy: intentando hacerle justicia a uno de esos momentos que solo sirven para confirmar que no tienes el talento suficiente para escribir según qué historias. Tras despedirnos, decidí entretenerme viendo un capítulo de una serie que me había descargado en el móvil. "¿A dónde van los aviones que no cogemos?", se pregunta Jude Law vestido de Papa. “Creo que van a lugares que desconozco, en los que nunca he estado”, se responde a si mismo mirando al cielo. Y entonces caí en la cuenta que aquel tren con destino a Pontevedra me había trasladado, en realidad, a un destino diferente: Alicia. Quizás sí haya un dios, después de todo. Ella así lo cree -y también Jude Law en The Young Pope- así que no seré yo quien los contradiga, no al menos hasta llegar a Ourense.