El equipo del Marlboro
No era la primera vez que el autobús del equipo se utilizaba para el transporte de tabaco, lo he contado otras veces, pero retirar la mitad de los asientos para acomodar más cajas… Eso tan solo lo hicimos una vez, en aquel viaje a Oviedo para jugarnos la permanencia en Primera División. La idea se le ocurrió al presidente viendo una película americana, no recuerdo cuál. Llegó por la mañana, muy temprano, y me dijo: "Camariñas, vamos a dejar este autobús que no lo va a reconocer ni la madre que lo parió, traiga la herramienta". Menudo era cuando se le metía una cosa en la cabeza, sobre todo si veía la oportunidad de ganar un poco más de dinero.
Yo era el conductor de aquel viejo Dodge que, si no recuerdo mal, había sido donado por el Centro Gallego de La Habana en el año 52. Dos años antes me obligaron a colgar las botas unos matasanos de tres al cuarto, incapaces de recomponer una tibia decente con cuatro operaciones. Me la había destrozado un defensa vasco a los cinco minutos de un amistoso en Redondela. Y menos mal, le digo: si llega a ser oficial, me arranca la cabeza. El caso es que el club se apiadó de mí. Me pagaron una autoescuela, me mandaron a un sastre y, gorra incluida, pasé a ser el chófer de los que fueran mis compañeros.
Héroe, sí. Porque el presidente fue de los que se jugó la vida contra el enano del Ferrol y ni una pensión le dieron cuando llegó la democracia, nada. Era piloto de la FARE, un republicano de los de verdad, y cuando terminó la guerra se fue con la avioneta para Portugal a buscarse la vida, como cualquier hijo de vecino. Si yo le contara a cuántas familias dio de comer con la cosa del tabaco… Un santo, hágame caso: un héroe y un santo. No había fi esta o boda en la ciudad para la que no pusiera él, de su bolsillo, todo lo necesario: gaiteiros, bombas de palenque, orquesta, barquillas, pulpeiras… Ni iglesia en la que no vistiera a un santo. Era un bendito.
El caso es que llegamos a Oviedo y descargamos la mercancía en un bar de las afueras, no recuerdo el nombre. Los chavales también, que a nadie se le caían los anillos por echar una mano y menos por ser futbolistas. Nos pagaron un buen dinero y el presidente hizo lo de siempre: un montón para Don Vicente, otro para él y el último para repartir entre los jugadores, el entrenador, el masajista… Hasta yo, que no era más que un humilde chófer, me llevaba lo mío. "Sin ti no llegábamos vivos, Camariñas", me decía. "Eres el único capaz de dominar a esta fiera". La fiera, claro, era el viejo autobús.
Lo peor llegó al día siguiente, con el partido. El árbitro, un canario con más cara que espalda, nos pidió 5.000 duros por pitarnos un penalti a favor. Y cumplió. El problema es que los asturianos debieron de pagarle el triple porque a ellos les pitó tres. Fallaron uno pero perdimos igualmente y bajamos a Segunda División. Al año siguiente empezaron los problemas de verdad. El gobernador militar se puso farruco con el asunto del contrabando y al presidente le echaron los perros en cuanto alguien lo señaló con el dedo. ¡Hasta tenía que usar la avioneta para poder ver los partidos de casa! Dicen que fue cosa del suegro, un teniente de la guardia civil que nunca vio con buenos ojos tanto nieto, tanto dinero y tanta caridad. ‘El equipo del Marlboro’, nos llamaban, puede preguntar… ¡Y a mucha honra! (Afouteza e corazón).