Opinión

Caer en las redes

Un santo no debería ser únicamente un martillo de herejes.
máquina de escribir

Reconozco que estoy obsesionado con los móviles y sus efectos. Y creo que todavía no somos del todo conscientes de hasta qué punto van a cambiarlo todo, nos están cambiando ya a todos. El sentido común me dice que la herramienta no puede ser la razón última de una acción, que el medio no puede condicionar hasta tal punto nuestro comportamiento. Que la raíz debe ser otra, que el problema tiene que estar más abajo, y el instrumento que manejamos solo lo atenúa o lo amplifica. Y, sin embargo, cuando pienso en el discurso político, en el estado de opinión –a la vez hipersensible y superficial–, en la censura tácita a la que está sujeto hoy en día cualquiera que diga algo –hasta los futbolistas se tapan la boca cuando hacen comentarios durante el partido, para que nadie pueda ir a por ellos–, o en la polarización ideológica, en la inflexibilidad de las actitudes, en la radicalización de posiciones y en el feo, el desabrido enfrentamiento en que se ha convertido el debate público, no puedo dejar de pensar en internet y las redes sociales como factores determinantes.

Repito que a mí mismo me chirría asumir que el canal tenga tanta influencia sobre el mensaje, que él solo pueda definir de tal manera el contenido. Y estoy seguro de que el problema es anterior, y mayor. Pero, a la vez, cada día estoy más convencido de que este intercambio inmediato, precipitado, de opiniones, este opinar sin filtros –no ya externos, sino propios–, estas discusiones entre desconocidos que no se ven las caras –con lo importante que es verse las caras, con lo importante que es no deshumanizar al otro–, estas respuestas sin tiempo de reflexión, que compiten por llamar la atención durante la brevísima vigencia del tema, etc., etc.; que todo eso está contribuyendo de un modo decisivo a la degradación de ese debate y, por lo tanto, a la degradación de las ideas debatidas. 

Habla José Jiménez Lozano en su Segundo abecedario del ambiente de algunos pueblos, de algunas ciudades, hace cincuenta, sesenta años. Y recuerda el miedo, el odio y la falta de fe disfrazados de religiosidad. Es la definición de fanatismo: la respuesta exagerada a las propias dudas.

Cualquier Santo Oficio, dice, está ocupado por gente obtusa y ambiciosa, falta de sindéresis –qué bonita palabra, sindéresis: capacidad natural para juzgar rectamente–. Y no hay que olvidar que los Santos Oficios no siempre vienen arropados por la liturgia del poder institucional. Solo requieren poder real, y este puede tener otras caras. A veces puede ser la masa.

Creo que aquella falsa religiosidad, aquellas limitaciones disfrazadas de virtud, tienen –como cualquiera de nuestras limitaciones– su versión actual. Y que esa falsedad, esa carcasa hueca, se detecta cada vez que la pureza moral se orienta exclusivamente a la censura: del que discrepa, del que se desvía, del heterodoxo. Es muy elocuente la forma en que las supuestas buenas intenciones de algunas personas se concretan en conductas negativas, la frecuencia con la que esas intenciones, en lugar de contribuir a construir algo bueno, parecen canalizarse únicamente hacia la denuncia, la acusación irritada, el señalamiento del mal. La Inquisición, su orientación, su obsesión, el modo en que entendió la defensa de la fe, fue un ejemplo perfecto de cómo una posible buena intención –matizando mucho– queda anulada e invalidada por un planteamiento retorcido. Cuando una virtud se centra solo en el castigo, cuando no trata de poner en pie algo bueno, sino que se empeña en detectar a los menos cumplidores y perseguirlos, es lícito sospechar de ella. Se pone a sí misma en evidencia. Algo no encaja, cuando los bondadosos solo se preocupan de acabar con el mal y olvidan hacer el bien. Un hater nunca será un santo.

Pero es que resulta mucho más fácil tirar piedras que levantar una pared con ellas. Es más fácil atacar que defender, criticar que proponer. Destruir, sea cual sea la justificación, exige muy poco de nuestra parte. Y este debate nuestro –el de las redes, pero que poco a poco las va desbordando y lo contagia todo–, con sus prisas, con su superficialidad, con su tendencia a crear bandos y separarlos, lo hace más fácil aún.

Tenemos la posibilidad de expresarnos, la libertad de expresión ha dejado de ser un derecho teórico y es casi una realidad material –otra vez, matizándolo mucho–. Y, tristemente, la desperdiciamos. No construimos nada con ella. No caemos en la cuenta de que el derecho a hablar es útil si uno sabe qué decir, tiene fuerza si lo que se dice la tiene. Que esa libertad queda desvirtuada y convertida en un título vacío cuando no viene de la mano de la preocupación por formarse previamente –y la posibilidad de hacerlo, que es la tercera cosa que habría que matizar–. Y hay quien parece creer que el derecho a dar tu opinión, sea la que sea, significa que da igual la opinión que des. Ya que gozar de esas libertades no es mérito nuestro, que poco hemos luchado por ellas, lo mínimo que deberíamos hacer es cuidarlas. Utilizarlas con responsabilidad. Ser dignos de la herencia que nos han dejado los que sí se sacrificaron para conseguir estos derechos. Y eso no quiere decir que no nos atrevamos a abrir la boca, sino que seamos conscientes de la importancia de hablar. 

Vivimos tiempos revueltos, de dudas y temores. En lo lejano y, poco a poco, en el entorno próximo. Y, ante la incertidumbre, la reacción más habitual es aferrarse a lo que nos parece seguro, enrocarnos tras algún muro. La incertidumbre no invita a dialogar ni a cuestionar nuestras referencias, sino todo lo contrario. Y más, cuanto más frágiles son. Cuanto más frágiles somos. Como los fanáticos, que reaccionan exageradamente porque, si pusieran a prueba su marco de pensamiento, se les desmoronaría. Deberíamos salir a discutir a la calle, mirándonos a la cara, recordando que enfrente tenemos a otra persona, a la que normalmente nos unen muchas más cosas de las que nos separan. Deberíamos rehumanizar nuestras conversaciones. Y, de paso, pensarlas.

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