Opinión

El tío Salvadou

A veces uno es capaz de recoger la vida en el hueco de las manos. Otras, gotea, se le escurre entre los dedos.

ES COMO si la tela que vamos tejiendo con mayor o menor fortuna, una tela hecha a lo largo de los años con muchos hilos diferentes, a veces se nos deshilachara, se deshiciesen los puntos y nos colgasen varios extremos. Y tenemos que recogerlos, sujetarlos con una mano mientras con la otra aguantamos el paño entero, para después volver a unirlos, para intentar tejerlo todo de nuevo, para cubrir los huecos.

Escribo por primera vez en esta habitación de casa. Y, sin embargo, es la segunda ocasión que tengo covid, casi dos años después de la primera. Nos lo dijeron ayer: uno de los niños y yo. La verdad es que estaba seguro de ser prácticamente inmune, ya, pero aquí estoy de nuevo. Aunque esta vez es más suave, como un resfriado leve, solamente.

No me importa demasiado el confinamiento: en casa estoy de maravilla y, aunque sí va a suponer un trastorno en mi trabajo -qué suerte, que eso me importe, qué privilegio, tener un trabajo que me interesa-, imagino que serán pocos días. Pero ha sucedido, como para tantos otros, en un mal momento; porque por culpa de esto no estoy acompañando a mis primas, a mis primos, hoy.

Mi tío Salvador, cuando era pequeño, además de en otros sitios vivió en San Fernando. A veces iban a nadar a la playa y, como su madre no les dejaba bañarse, antes de volver a casa se metían en un caño de agua dulce y se limpiaban el salitre. Así ella, que les lamía el brazo al llegar, no los descubría. Era andaluz; bueno, su familia era andaluza y él, de Ceuta. Y era el marido de mi tía Lita, y siempre estuvo en mi vida, ya desde antes de nacer yo: también con mi madre adivinó, haciéndole escoger entre dos sillas bajo cuyos cojines había un cuchillo y unas tijeras, que yo sería un niño. De pequeño yo lo llamaba Salvadou. Su casa fue como la mía, y con él, aunque no llegase nunca a haber una gran intimidad, me llevé siempre bien. De joven, con dieciocho años, había dado clases de español a los niños de Larache, y debió de guardar siempre una querencia por enseñar, porque lo recuerdo ayudándome a aprender a nadar, poniéndome la mano bajo la barriga, a andar en bici y a conducir, y lo recuerdo estudiando con Isa y con Javi en la mesa camilla de su sala. Era guardia civil, y todavía me parece verlo venir por la acera de Santa Marina al mediodía, con aquel uniforme con un chaquetón tan duro, andando despacio.

La vida casi siempre nos da un motivo para seguir. Afortunadamente. Pero qué menos que pararse un momento y dedicarles un tiempo a los que se van

Salvador, como tantos otros, como mi familia, como mis amigos, como compañeros que pasaron cerca, es uno de esos hilos que forman la tela que he ido tejiendo todos estos años. Es verdad que hay otros hilos más largos y de colores más llamativos, hilos con más protagonismo, que no han dejado de seguirme a lo largo de toda mi vida o que ahora tienen una presencia continua; pero el suyo ya estaba al principio, cuando ese paño empezaba a coger forma y fuerza, y por suerte siguió apareciendo, en algunos puntos sueltos aquí y allá, hasta que se agotó.

La vida casi siempre nos da un motivo para seguir. Afortunadamente. Pero qué menos que pararse un momento y dedicarles un tiempo a los que se van. Un amigo, hace un par de días, me decía que sí, que vale, que a todo el mundo se le muere el padre, pero el suyo, a él, solo se le había muerto una vez. Y lo había sido todo para él, y no tenía más. Qué absurda insistencia en pasar rápido página y mirar enseguida adelante. Qué menos que echar de menos a quienes quisimos y nos quisieron. Qué menos que tener pena.

Por eso siento tanto no poder estar hoy, ni mañana en el entierro, con mi tía, con mis primas, con mi primo. Ni con mi madre y mi padre, compañeros de tantas partidas y tantas comidas. Ni con los demás. Para, entre todos, dejar claro que lo recordamos, que también para nosotros fue importante. Somos una familia, y nuestros hilos se mezclan, se llevan mezclando muchos años. Y, cuando uno se acaba, es como si esa tela que es nuestra vida se deshilachara. Y queda un agujero. Y por eso nos juntamos y nos acompañamos, para ayudarnos a cerrarlo.

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