Opinión

Marilyn viajaba sola

Hace más de diez años que los viernes cenamos pizza y vemos una película en familia. Marilyn Monroe, probablemente, nunca tuvo eso

EL PRINCIPIO lo hacía yo solo con mis hijos, y ahora lo hacemos los cinco. Y esa forma de pasar la velada, todos comiendo alrededor de la pantalla, me parece estupenda, y esas noches, entrañables, pese a las discusiones sobre qué vemos y las peleas por los sitios en el sofá. Pero últimamente no acertamos con la elección. Paula siempre quiere comedia romántica y dice que nunca le hacemos caso, Cibrán y Carlos quieren acción y dicen que Paula ya eligió la última vez, Marta busca temas con contenido social pero acaba asumiendo que las verá cuando esté sola, y yo básicamente me opongo a todo. Sobre todo me resisto a probar suerte con títulos desconocidos de Netflix, los telefilmes de hoy en día. Así que nos tiramos media hora buscando, y la pizza se le enfría a Carlos, que no empieza a comer mientras en la película no digan la primera frase, nos ponemos de mal humor y Cibrán se duerme, hasta que al final decidimos por agotamiento y sale mal, o hemos tardado tanto que ya todos tenemos sueño y ninguno llega despierto al final. Y aun así me encanta el plan. Imagínense si llega a salir bien.

Y este fin de semana salió bien. Probamos con Filmin -para mí la mejor plataforma, en conjunto-, y me atreví a proponer Con faldas y a lo loco. Que, tras el automático rechazo al blanco y negro por parte de los dos pequeños, resultó un verdadero éxito. Les encantó, nadie se durmió y se rieron todos mucho con Jack Lemmon.

Y yo, además, volví a quedarme obnubilado con Marilyn. Con ella, con sus ojos, con sus labios, sus curvas -recuerdo que, cuando vi por primera vez la película, con nueve o diez años, con mis padres, en la escena en la que canta I wanna be loved by you con el vestido semitransparente no pude aguantarme y dije en voz alta: “¡Pero vaya tetas!”- o su sonrisa. Y volví a preguntarme qué tenía Marilyn Monroe, que no sé identificar, que para mí la hace diferente y la convierte en mi sex symbol indudable, por encima de supermodelos que, si este fuera un asunto objetivo, estarían objetivamente mejor. Por qué es tan atractiva, tan sexi, aunque yo mismo reconozca que sus medidas, sus proporciones, la punta de su nariz, su color de pelo imposible, la longitud de sus piernas o su barriga la alejan del ideal del canon. Por qué, cuando en la escena del tren se asoma por la cortina de su litera, y el flequillo se le cae sobre los ojos y se ríe, el corazón da un salto en el pecho y suspiro.
Y no lo sé. Y me alegro. Me alegro de no poder explicarlo. El impulso sexual, en ese aspecto, es como el amor: o se explica o se vive.

Toda su alegría no hace más que subrayar la paradójica, dramática y frecuente coincidencia de fama y soledad, admiración y desamor, éxito público y fracaso íntimo

Pero, claro, mientras la estás viendo llena de vitalidad, tan adorable y exultante, tienes en mente lo que sabes o crees que sabes de Norma Jean, de su vida, de cómo se sintió y lo que llegó a sufrir, hasta que un bote de barbitúricos acabó, en extrañas circunstancias, con ella. Y toda su alegría no hace más que subrayar la paradójica, dramática y frecuente coincidencia de fama y soledad, admiración y desamor, éxito público y fracaso íntimo. Y te preguntas cómo pudo sentir Marilyn Monroe falta de cariño, y una vez más te asombras de hasta qué punto la vida es más que la capa superficial que la cubre; a veces, justo lo contrario de la capa superficial que la cubre.

Y, al margen de la innegociable herencia genética, de las citoquinas pro-inflamatorias y la recaptación de la serotonina, que abonarán el terreno, yo supongo que hay algo tristemente lógico, pero lógico, en que, con tanta frecuencia, ciertas vidas que desde fuera parecen un sueño sean, por dentro, una pesadilla. Me imagino subido a un coche que va demasiado rápido, un coche que al principio te hace disfrutar con la velocidad, pero que al cabo de un tiempo no puedes controlar, que no eres capaz de conducir ni frenar; un coche al que muchos se quieren subir, no por ti sino por la velocidad, y del que tú no te puedes bajar. Salvo tirándote en marcha. Como ella. O dejando que se estrelle contigo dentro, como tantas y tantos.

Mi hija Paula se indigna cuando le cuento un caso más de famoso, de cantantes o actores, que cayeron en el alcoholismo, en las drogas, que se quitaron de en medio; que se tiraron en marcha o acabaron estrellando su bólido. No lo comprende. Pero sin duda es comprensible: demasiada velocidad, en un coche en el que vas solo.

Uno nunca sabe qué les va a deparar la vida a las personas que más quiere, por mucho que se esfuerce en allanarles el terreno y llevarlos de la mano mientras puede. Qué conjunción de circunstancias acabará haciéndoles tomar un desvío u otro, qué piedras se van a encontrar en el camino, o si les va a llover sin parar o los acompañará el buen tiempo. Yo a veces me preocupo un poco. Otras, mucho. Pero quiero creer que cenar pizza juntos viendo Con faldas a lo loco, o incluso refunfuñando por la película, e ir quedándonos dormidos unos sobre los otros, va ayudando a construir esos coches a los que se subirán. Que va haciéndolos acogedores, amplios y fiables, aunque no corran mucho. Para que estén a gusto y no tengan que viajar solos.

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