La vida en un pañuelo
En el año 2009, todas las casas de apuestas y expertos en los premios Nobel habían pronosticado casi con totalidad la victoria de Philip Roth en la categoría de Literatura. Pocas voces señalaban una alternativa y, de hacerlo, eran esos clásicos de la lista de espera. Sin embargo, la Academia sueca sorprendió en su elección y el resultado agradó pese a lo inesperado. Era un nombre que había sobrevolado en el pasado al galardón. El sobre no dejaba duda, Herta Müller se convertía en la duodécima mujer en ganar el Nobel de Literatura. Reconocían así su escritura comprometida y autobiográfica.
Alemania celebraba la noticia; Rumanía, no tanto. Solo aquellos dispuestos a mirar a su pasado sin vergüenza ni complejos, con voluntad de entender y avanzar, sentían el reconocimiento a Müller como un signo positivo para su país. La explicación es la propia vida, más sufrida que gozada, que la escritora plasma en su obra y en la cual su nación no sale bien parada.
Herta Müller es rumana de nacimiento, aunque aprendió el idioma nativo a los 15 años, cuando se mudó para estudiar el bachillerato en Timisoara. Hasta ese momento, toda su habla era alemana, la misma que en su hogar y entre sus vecinos. La familia y todos sus conocidos pertenecían a los suabos del Banato, es decir, a la minoría alemana que vive en un agreste territorio de Rumanía que se localiza entre Hungría y Serbia. Esta población trabajó intensamente por construir su propio país, pero los conflictos bélicos del siglo XX torcieron toda posibilidad y los condenaron a una vida difícil de soportar.
La escritora desciende de un comerciante alemán, que fue su abuelo, y de una ama de casa. Juntos tuvieron varios hijos, pero la manera de ser germano entre unos y otros se vería muy distorsionada por el tiempo. La familia debía parte de su cómoda vida a la inversión de crédito de empresarios judíos. Gracias a ese dinero, el tío de Müller pudo estudiar Finanzas en Timisoara. Pero cuando terminó su formación, había sido intoxicado por el nazismo rampante del momento. Y esa intoxicación se transmitió también a su hermano, el padre de la escritora. Así comenzó la división entre generaciones.
Los abuelos de Müller desaprobaban totalmente el comportamiento de sus hijos. El más ferviente de ellos moriría posteriormente en el frente, días después de casarse, y de él quedaron poco más que unos restos grises cubiertos por un pañuelo blanco. La escritora heredó la obligación de aprender a tocar el acordeón como hacía su tío. El instrumento, de fuerte color rojo, no era de su tamaño y recuerda el aprendizaje como un trauma. El profesor la ataba contra el acordeón también con un pañuelo.
La infancia de Müller se resume en esas obligaciones y normas poco lógicas, en cuidar de vacas en los valles, en no entender el constante enfado a su alrededor y en climas extremos. Durante el verano, los padres enviaban a sus hijos a limpiar las tumbas y cambiar las flores para perderlos de vista. Entre todo ello, en la joven surgió el deseo de convertirse en costurera, una salida humilde a todo ese extraño y apagado mundo.
Auge del nazismo
No siempre había sido así. Durante el auge del nazismo, su territorio vivía con energía y esperanza de un futuro propio. El padre de Müller era un hombre cantarín y alegre, con ganas de bailar y de vivir, muy cariñoso. Su hija lo adoraba, pero detestaba de él su oficio. Josef Müller fue tanquista en la Panzer Division Frundsberg en la SS y un ferviente defensor de Hitler. Sin embargo, con el final de la Segunda Guerra Mundial, llegaron las sanciones. A la familia se le embargaron casi todos sus bienes y riqueza por su colaboración con el Reich. Por su parte, la madre de Müller fue enviada a un campo de trabajo soviético.
Aquel golpe de la vida transformó a la familia para siempre. Su padre se convirtió en un alcohólico agresivo y desalmado; su madre, en una maltratadora muda y con ninguna intención de hablar del pasado. Los abuelos, muertos en vida. En medio de todo, Herta Müller llegaba al mundo y se convertía en una niña que sufría bofetadas, miseria, maltrato psicológico, formas cotidianas de pánico y un silencio asfixiante. No se hablaba de nada de antes ni de nada rumano. Un enorme paréntesis. Sobre ella y los niños de su mundo se había colocado una nube de agonía que agravó la dictadura de Nicolae Ceausescu.
La dureza de la discriminación que sufrieron los suabos del Banato hizo de sus vidas un calvario. Afrontaban cada día con la obligación de expiar su culpa por haber apoyado a Hitler y mostrar un arrepentimiento constante, lo cual no solo era humillante, también cansado. Para poder comer carne, el padre de la escritora mutilaba a ciertos carneros en cada camada, ya que el régimen se quedaba solo con los animales sanos. La fruta se pudría y aún así se consumía. En general, todo se acercaba a la muerte, pero nada moría; permanecía en un estado de sufrimiento compatible con la vida.
Cada día, el único gesto de afecto evidente que Herta Müller recibía era la pregunta de su madre al salir a la escuela. "¿Tienes un pañuelo?". La escritora explica que nunca llevaba el pañuelo para poder recibir la pregunta a diario, para sentir esa preocupación por el bienestar, una forma profunda de amor. Solo en esos minutos alguien velaba por ella, no estaba sola ante el territorio. Como bien explica Müller, entre los campesinos de Banato no existía la ternura directa, solo la indirecta a través de preguntas.
Tertulia de escritores idealistas
Con 15 años, Müller se muda a Timisoara para continuar con sus estudios y se produce entonces una fractura con su hogar. La ciudad guardaba cosas muy diferentes a lo previo, como una sociedad en paralelo. Sin embargo, todo aquello no iba a impresionarla. Aprendió rumano y avanzó hasta entrar en la universidad, donde cursó a la vez Filología Alemana y Rumana. Hizo amigos, más que nunca, y entró en contacto con la literatura. En cierto modo, fueron sus tiempos de rock, bohemia y locura. Aunque faltaba poco para el primer revés.
En aquellos años se involucró en el Aktionsgruppe Banat, una tertulia de escritores idealistas rumano-alemanes, entre los que se encontraba Richard Wagner, su futuro marido. Su manifiesto fue el poema Engagement, que todos los miembros firmaron por su compromiso político con Banato. La Securitate, la policía secreta del régimen de Ceausescu, atacó sin piedad a los jóvenes y disolvieron por la fuerza esa asociación.
Tras graduarse, el mundo laboral para la escritora se abrió desde la traducción. Como ella misma ha expresado en múltiples ocasiones, la literatura no era una idea en su carrera. Su labor diaria en Tehnometal consistía en traducir técnicamente del alemán al rumano las instrucciones de turbinas importadas desde la Alemania aliada. Lo sencillo se convirtió en pesadilla.
Entre 1977 y 1979, se levantó a las 5 de la mañana, para poder incorporarse a su puesto a las 6.30 horas. En el patio de la fábrica se alternaban los cantos obreros con el himno por megafonía. El sonido solo se detenía a la hora de comer. La escritora salía de su despacho y en el comedor se encontraba con los ojos vacíos de los trabajadores. Muchos de ellos retiraban con el cuchillo los restos de tinta del papel de periódico que cubrían los bocadillos.
El desasosiego de los tulipanes
Así transcurrieron los meses, un par de años, hasta que un día a primera hora de la mañana entró en su despacho un hombre gigantesco, de huesos sólidos, con ojos azules penetrantes. Se limitó a insultarla y marcharse. Volvió y en ese segundo encuentro se quitó la chaqueta y se sentó. La observó arreglar unos tulipanes y alabó su conocimiento del mundo. Müller sintió desasosiego y replicó que no sabía mucho de todo, solo un poco de tulipanes. El hombre zanjó diciéndole que él sabía más sobre ella que ella de los tulipanes.
Por tercera y última vez, aquel gigante apareció en el despacho. Se sentó y obligó a Müller a permanecer de pie. "Necia redomada, holgazana, putilla; tan corrompida como una perra vagabunda". Los insultos pararon cuando él extendió una hoja de papel sobre la mesa y ordenó que escribiese. Nombre, fecha de nacimiento, dirección. Pero cuando llegaba a la parte en la que se comprometía a colaborar con el régimen como informadora, posó el lápiz y se negó. Aquel agente de la Securitate enloqueció con esa osadía. Rompió el papel y habló claro: "Esto lo pagarás muy caro, te ahogaremos en el río". Con serenidad, Müller replicó: "Si firmo eso ya no podré vivir conmigo y tendría que hacerlo yo. Mejor háganlo ustedes".
Lo que durante mucho tiempo fue monotonía, no duró más. Al día siguiente, por primera vez, empezó su jornada en el despacho de dirección y durante todo lo restante contestaría a la misma pregunta cada día: "¿Has encontrado otro trabajo?". Poco a poco, la despojaron de su despacho, hicieron correr el rumor en la fábrica de que era un topo de la Securitate que se chivaba de sus compañeros, la aislaron. Conservó una sola amiga, que la acompañaba a comer en la escalera de entrada, su nuevo lugar de trabajo. Si faltaba un solo día, tendrían motivos para despedirla.
Resistió contra todas las presiones y casi como un mecanismo de supervivencia, en esas jornadas de silencio comenzó a fraguarse la escritora que sería. Como habían dejado de darle encargos, gozaba de tiempo libre. Al principio decidió ordenar sus recuerdos, darles una forma. Su matrimonio se encontraba en un punto muerto y de fracaso, su padre acababa de morir y nada en el presente parecía lógico.
Müller recibió la noticia de su despido una mañana. Ante una nueva desesperación, decidió seguir escribiendo y creando un tapiz que combinaba sus recuerdos, sus pensamientos y su contexto. Captura la lucha de los individuos por mantener su dignidad en medio de circunstancias adversas, capaces de destrozar su identidad. Su trabajo libra una batalla clara: el lenguaje contra la opresión.
La peligrosidad de una escritora en ciernes
Tras el despido, el horror se multiplicó. La Securitate había detectado en ella la peligrosidad. Las amenazas y los interrogatorios aleatorios comenzaron de la nada. Logró un puesto de trabajo como profesora de clases particulares de alemán para niños rumanos. Tras cuatro años de espera, Müller se animó a pasear el borrador de su primer libro y tras su paso por la censura, fue publicado. En tierras bajas se había escrito en alemán, pero se distribuía en Rumanía. Estos relatos concentran lo constante en la obra de la autora: recuerdos angustiosos, escenas rurales y brutales y, de vez en cuando, algún destello de amor.
Su debut supera las fronteras y llega a Alemania, donde se convierte en uno de los libros más vendidos del año. Herta Müller se pone en el punto de mira de la crítica literaria y el régimen rumano endurece la presión. Las amenazas y coacciones aumentan hasta el punto de que pierde todo derecho a publicar en el país, mientras que su fama no mengua. Su presencia se vuelve incómoda y tras lanzar su segunda obra, toma la decisión de emigrar a Alemania.
La última etapa de Müller en Rumanía fue la más dura. Ella, su marido y su madre se encontraban en trámites de solicitar un permiso de desplazamiento. En ese tiempo, la escritora afrontó más de cincuenta interrogatorios en calabozos, acoso y humillaciones de la Securitate. En invierno de 1987, la escritora y su madre llegaron a la estación de tren de Berlín en medio de un frío agresivo.
En aquel momento, Müller se encontraba con la reciente publicación de su tercera novela y una de las más relevantes de su catálogo, El hombre es un gran faisán en el mundo. Esta historia arroja luz sobre la vida en Rumania bajo el régimen comunista de Nicolae Ceausescu, así como sobre los mecanismos de control, la persecución y los atropellos de los derechos humanos.
Así echó el vuelo una escritora muy tímida y de aspecto débil y frágil, que detesta las entrevistas y la exposición, que se pinta de rojo los labios y escapa a las cámaras. Siempre ha mantenido que la Securitate no cesó en sus ataques. Pero todo ello no le impidió llegar a dar clases en la universidad y seguir publicando novelas, ensayos, poesía y algún relato; como La piel del zorro o La bestia del corazón.
El cuidado del detalle
Su producción se mantiene fija y fiel a sus principios, además de a una depurada técnica de escritura que favorece el detalle. Para Müller, llega con que se cometa una injusticia contra una sola persona para que toda la humanidad se vea afectada. "En mis escritos he tomado en cuenta cosas que me han ocurrido en Rumania, cosas que están ahí en mi cabeza. Tenemos que continuar preguntándonos ¿Cómo fue posible? No puedo fingir que esa pregunta no existe".
Poco antes de emigrar a Alemania, la policía fue a buscar a la madre de Müller a su casa. La mujer se encontraba en la puerta cuando preguntó: "¿Tienen un pañuelo?" Ante la negativa, entró en casa a buscar uno. En comisaría, la madre recibió todo tipo de amenazas e insultos en rumano, idioma que apenas hablaba. Fue abandonada en la sala durante horas y, desesperada por hacer algo, comenzó a limpiar con el pañuelo que había llevado.
Cuando los guardias la liberaron, la mujer había retirado el polvo y fregado el suelo con ayuda de un cubo y una toalla. Herta Müller, furiosa, reprendió a su madre, que solo argumentó: "Quería hacer algo para matar el tiempo. Hice bien en llevarme uno de los pañuelos de hombre, más grandes". Cuando Müller recibió el premio Nobel, en su discurso lo dejó claro: "Ningún otro objeto en la casa, ni siquiera nosotros mismos, nos resultaba tan importante como el pañuelo".