Opinión

Blasón de tortura y glucosa

Durante más de una década, el centro psiquiátrico de Mondragón tuvo que repetir más de tres veces el nombre de uno de sus pacientes internos para que se presentase en recepción. Le otorgaban un permiso de 9 horas para pasear en compañía con alguien, con cualquiera. Fuera, todo le parecía una mierda. Leopoldo Panero (1948-2014) hizo leyenda en cada escapada durante una vida en huida.
Leopoldo María Panero. AEP
photo_camera Leopoldo María Panero. AEP
Nacer en la estirpe Panero es una marca de gloria esfumada y huella de deshonra. El máximo exponente de esta aparente tragedia familiar se encarna en la vida y obra de Leopoldo Panero, el último y probablemente único poeta de tradición maldita en las letras españolas. Su historia de repudia se entrelaza con la violenta herencia de un grupo de poetas beneficiados por su tiempo, castigado por el futuro. En su hipotético escudo de armas, cada cabeza está en una pica y solo Leopoldo María Panero, segundo hijo, sobrevuela la imagen rodeado de brillo nocturno, drogas, heridas, chocolate y paredes acolchadas.

Madrid en 1948 fue un escenario de contraste maximizado. La miseria se colaba en todos los estratos e incluso en los más beneficiados se respiraba el peligro de caer en desgracia con el mínimo gesto. El hogar de la familia Panero era de este tipo. El matrimonio entre Leopoldo y Felicidad Blanc vivía en el equilibrio de lo extraordinario y lo mundano. Él, poeta defensor del régimen dictatorial de Franco y la voz lírica más beneficiada por ello; ella, intelectual burguesa y defensora de la II República. Entre ambos se avivó un amor tenue basado en las apariencias, el silencio absoluto de la esposa y la necesidad de procrear, que saldaron con tres hijos varones.

Leopoldo Panero fue el segundo en llegar al mundo, adoptó el nombre del padre y también el oficio de él y de su tío, hermano de este. Sus primeros versos datan de los cinco años, lo que deja entrever un carácter precoz motivado en gran parte por la presión de su hogar en conservar el oficio de la familia, incluyendo sus valores. Esto, en su conjunto, conformó la materia prima con la que no muchos años después alimentaría una combustión revolucionaria contra todo ello.

En la escuela comenzó su interés por una izquierda prohibida y sancionada. Resultaba de encantadora extravagancia para todos aquellos que lo observaban sin entender el deseo de conflicto que ardía en él. Mientras tanto, la intimidad de su hogar, con muchísima frecuencia expuesto por el régimen como el ideal de familia católica y conservadora a implantar en toda España, se sucedía de imágenes de maltrato, alcoholismo bélico por parte del poeta paterno y abusos de indeterminada naturaleza que se tornaron fatales a largo plazo para los tres hijos.

Con la entrada en la adolescencia, las agitadas hormonas de Leopoldo Panero pudieron confundirse y malinterpretarse, pero son muchos los testigos que afirman picos y crisis de lo que poco tiempo después se diagnosticó como esquizofrenia. Su madre, atenta y correctiva, comenzó a urdir un plan para contener a su hijo más díscolo. En realidad, era un rebelde inconformista de actitud y un ser herido para la eternidad. Durante la adolescencia, el tonteo con la izquierda radical supuso un quebradero de cabeza y se apuró su ingreso en la enseñanza superior para intentar disuadir sus posiciones. Esto supuso lo contrario, entró en contacto con asociaciones estudiantiles en donde lo miraban como al hijo privilegiado que muerde de vuelta a la mano dictatorial que lo cuida. 

Por todo ello y un descontrolado consumo de alcohol, Leopoldo sufre con 18 años la primera crisis grave de su vida. Su madre toma las riendas y lo ingresa por primera vez en un primer centro psiquiátrico, de los 30 que conoció en su vida.

Este paso por un sanatorio mental llegaba tras su primera etapa en Carabanchel por motivos ideológicos. Había manchado su historial de manera irreversible en un tiempo de nula comprensión y empatía, quizás lo más necesario para sanar a alguien a punto de resquebrajarse. Pasó de ver pasar por su casa a autores como Luis Rosales o Dámaso Alonso a codearse con una nueva generación de voces que daba la razón a sus revoluciones nutridas de delirio y venganza. 

En 1968, tras finalizar su etapa en el Liceo Italiano de Madrid, emprendió su viaje a Barcelona, en donde quiso perderse con la excusa de estudiar Filología Francesa. Él, que durante toda su vida pudo recitar de memoria a Rimbaud y Baudelaire, buscó la mentira necesaria para darle rienda suelta a un espíritu viajero que lo llevó a Francia, India o Marruecos. Se le encontraría allí donde las drogas fuesen más puras, más fuertes, más auténticas. En Barcelona, comenzó la relación más larga que mantendría Leopoldo Panero: la autodestrucción a través de todas las sustancias a su alcance, nuevas y prehistóricas.

El poeta Pere Gimferrer fue su enlace con la cara B de la capital catalana y así entró en contacto con una nueva masa de poesía que reconocía la valía de su voz lírica. A sus periodos de depresión se sumó el amor desenfrenado y acusadamente malentendido que profesó hacia Ana María Foix. Incapaz de discernir sus propios sentimientos, la negativa de la joven a enamorarse de Panero provocó el primer intento de suicido de su vida. Su madre, de nuevo, recogió el desastre y lo puso a disposición psiquiátrica. Aquel acto que él mismo definió de "suprema libertad" fue clave en la tutela que le impusieron y su consecuente reacción de huida.

En el mismo año de su casi suicidio, ve la luz Por el camino de Swan, su primer poemario y el inicio de una fecunda carrera. Mary Poppins y el Mago de Oz se combinaban con el Che Guevara o T. S. Eliot entre sus versos. Su voz empleaba a figuras como Tarzán o los anarquistas Sacco y Vanzetti para articular una galería de imágenes propia que, en el profundo de su silueta, encerraba tortura. Leopoldo Panero mostró una vía poética de la autodestrucción desde su primer verso, dio espacio al sexo como exploración sádico, de filias y bisexualidad; al humor sádico o la propia locura como una forma de normalidad que rompe, de hecho, con la propia normalidad.

Sus incesantes salidas y entradas de cárceles y psiquiátricos, siempre por motivos ideológicos o por incumplir la Ley de Vagos y Maleantes (que lo castigaba por drogadicto, alcohólico o «depravado sexual») fueron creando una leyenda que contrastaba con la presión común en la carrera poética de su generación. Lo nombraron miembro del grupo de Novísimos y fue llamado a renovar las letras españolas desde los márgenes.

Tras publicar Teoría, la carrera de Panero se había transformado. En 1976, desmontó junto a sus hermanos a toda su familia en el documental El desencanto, de Jaime Chávarri. Dejó plasmado el desastre de padre y sacó a la luz al monstruo que era su madre, quien lo drogaba a escondidas en cada comida. En paralelo, su enfermedad psiquiátrica se agravó y pasó a vivir descalzo entre calles, a pelearse con camareros por alcohol y ahondar en las drogas para purgarse. Se le prohibía la entrada en muchos locales al tiempo que su poesía se elevaba con obras como Narciso en el acorde último de las flautas.

En los años 80 publicó la parte más gruesa de su obra, sumido en una frenética actividad consecuencia de una mente alterada de manera natural y química. Su robada niñez y el desvanecimiento de la libertad por las constantes estancias en prisiones y manicomios se volvieron su obsesión. Dedicó versos a la heroína y el apocalipsis del alma humana.

En 1990, falleció su madre. En el depósito de cadáveres intentó resucitarla mediante la técnica del boca a boca, como había leído en El señor de Ballantrae, de Robert Louis Stevenson. En aquel entonces ya vivía en el psiquiátrico de Mondragón, en donde pasó una década cuidándose.

En aquel centro sanatorio escribió durante años, interrumpido por pocas visitas familiares y muchas visitas curiosas. Ingresó con diagnóstico de trastorno múltiple de la personalidad y disfrutó durante todo ese tiempo de permisos de 9 horas. Recorrió todos los bares de la zona tomando Coca-Cola, pues la bomba médica en el bajo vientre le impedía consumir alcohol sin sufrir dolores, comiendo chocolatinas y dulces sin cesar, fumando sin cesar cigarrillos Camel. Su destrucción había cesado, pero quedaba el cascarón de todo. Eso quisieron captar los periodistas que lo mostraron en tertulias, en reportajes, en fotografías.

En una lúcida toma de decisiones, se marchó a las Islas Canarias y comenzó a estudiar de nuevo, ingresado en un centro psiquiátrico de Las Palmas, sin dejar nunca de escribir y narrar la oscuridad que lo habitaba. La maldición lo acompañó hasta el último de sus días, en 2014, como el último miembro de los Panero, estéril estirpe. Lo incineraron sin que nadie reclamase sus restos y cinco años después una prima de León se hizo por vía judicial con la urna. La ceniza llegó con libros, versos inéditos y la máquina de escribir con la que legó lucidez inesperada: "Me he prohibido todas las emociones, porque sufriría mucho. Nadie quiere a un loco. Qué solos se quedan los locos".

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