Opinión

Las edades del rabino

En una ocasión, un niño canadiense de 13 años encontró un libro de hipnosis y lo memorizó como si fuese la lección más importante. Era 1947 y en su casa imperaba la religión judía, por lo que sus prácticas eran casi un delito. Del ensayo en exceso obtuvo un resultado: hipnotizar a la criada para que le mostrase sus pechos. Así nutrió de pasión su infancia el cantautor y poeta Leonard Cohen (Montreal, 1934-2016). La mística y el deseo, a medio camino entre el amor y la sensualidad, son las dos fuerzas contra las que se movía Leonard Cohen y, a su vez, de las que se alimentaba.
Leonard Cohen. AEP
photo_camera Leonard Cohen. AEP

Si cada artista debe transitar su tiempo con unas marcas concretas, las de Leonard Cohen fueron las amantes, los dioses y el vacío existencial que genera el absurdo hecho de estar vivo. Por eso continúa en vigencia pese al paso de las décadas, incluso a él le resultaba llamativa esta condición de falsa eternidad y eso que había sido educado para prevalecer.

Cohen nació en una familia burguesa de alta consideración social dentro de la comunidad judía de Montreal, por lo que mucha parte del camino estaba dado en su nacimiento. Su padre era un importante comerciante textil en la ciudad, pero su temprana muerte cuando el niño no contaba con más de 9 años marcó el devenir de su juventud. Aunque esa marca era ya profunda. El abuelo de Cohen fue uno de los rabinos más importantes de Canadá, fundador de una comunidad clave para el judaísmo en el país.

Debido a esto, Cohen fue encaminado desde el principio a una vida mística, leyendo desde temprana edad las sagradas escrituras y reflexionando sobre profetas y misterios. Su propio apellido significa sacerdote en hebreo. Este tipo de marca de fe es hereditario y era el destino de Cohen. El poeta vivió una infancia "mesiánica", creyendo que estaba marcado como miembro de un selecto linaje. Sin embargo, fuera de su cuidado barrio nadie lo respetaba tanto. Judaísmo aparte, la familia de Cohen pertenecía a ese grupo de angloparlantes en Québec, un territorio francoparlante donde el idioma divide e indica. Estaban señalados. Significaba no pertenecer a un lugar siendo inevitablemente de él.

Su paso por la escuela y el instituto resultó discreto y satisfactorio. Era un miembro frecuente en clubs de fotografía y artes, incluso como animador, pero ninguna de estas disciplinas conseguía atraparlo como la literatura. Salvo por el problema de que incluso eso le resultaba poco propio. Conocía a los clásicos, como Whitman y Miller, e incluso se fascinaba con Yeats, pero nada consiguió como conmoverlo hasta que encontró a Federico García Lorca.

Cohen entró en una librería de segunda mano. Tenía 15 años. Rebuscando entre los tomos encontró al poeta español, del que no sabía nada. Comenzó a remover entre las hojas leyendo versos sueltos cayendo en un ligero embrujo creciente. Se sentía comprendido y parecía haber encontrado una voz. Cuando llegó a las líneas "Por el arco de Elvira/ voy a verte pasar/ para sentir tus muslos / y ponerme a llorar" supo que este era su destino, ser poeta y pertenecer al mundo como Lorca lo había hecho.

El descendiente de los rabinos abandonó su camino e ingresó en la universidad para estudiar Letras. Allí encontró al escritor Irving Layton, candidato al Nobel. Ambos se hicieron amigos y, con el tiempo, Layton trascendió a su vida como mentor. Veía en Cohen toda la fuerza que confiere la juventud, con el pulso y vigor de quien no teme a exponerse. Se graduó con honores y varios poemas publicados, pero definió esa época como "un amor sin clímax".

Logró una beca para estudiar en Nueva York y se trasladó en 1955 para formarse en Derecho. En aquel tiempo, ve la luz su primer poemario, Comparando mitologías, que recoge textos escritos entre los 15 y los 20 años, y el cual dedicó a su padre. El libro atrae la atención de la crítica especializada y supuso lo suficiente como para que el Canada Council lo mirase con atención. A los 24 años, recibió una beca para escribir .

Así fue cómo llegó a Europa para cambiarse a sí mismo. Primero aterrizó en Londres, donde encontró un clima y una sociedad que lo desconectaban de la idea que había guardado de cómo debería ser su vida. Compró nada más instalarse una máquina de escribir Olivetti y una trenca de abrigo azul marina de Burberry. Durante un viaje a Grecia, decidió quedarse en la isla de Hidra y comprar una casa sin luz ni electricidad por 1.500 dólares.

En aquel escenario idílico su existencia se parecía más a lo que había soñado. El barato refugio fue el hogar en el que reposó con tantas amantes como ideas tuvo, como tardes pasó consumiendo LSD y mirando el atardecer intentando intuir cómo es Dios. En Grecia encontró un modo poético de vivir, con sensaciones reales y no réplicas ajustadas a la vida de barrio.

No había olvidado su cometido en la isla y continuó trabajando en sus versos, de los cuales se volvió obsesivo. Aquí comenzó su adicción al trabajo lento y preciso, como cincelado en mármol, para obtener lo más próximo a la verdad en cada palabra. Así surgió su segundo poemario,‘La caja de especias de la tierra, un éxito de público y crítica en Canadá.

Debido al lanzamiento, retomó el contacto con su país y con frecuencia viajaba para pasar temporadas en Montreal. El círculo patrio de jóvenes talentos e intelectuales no lo aceptaba como tal, especialmente tras ver cómo se desenvolvía en los medios de comunicación con una naturalidad sobrecogedora.

Durante una visita a su madre, se acercó a las pistas de tenis cerca de su casa para fumar y beber con unos amigos. En secreto, Cohen intentaba tocar la guitarra para musicar unos versos. Había un grupo alrededor de una figura enigmática, un gitano español casi vagabundo. Cohen le ofreció dinero para convertirse en su profesor al conocer de cerca el sonido que puede realizar una guitarra. Durante varios días, las tardes se llenaron de ensayo y perfeccionamiento. Aprendió una progresión de seis acordes en la que se basan muchas canciones flamencas. Pese a saberse incapaz de hacer lo que su profesor, lo intentó con intensidad. Un día, ante la ausencia del maestro, se extrañó. Esto se repitió durante dos más. Finalmente, llamó a la pensión en la que descansaba. La voz al otro lado aclaró que el joven español se había suicidado la noche anterior. Cohen se sumió en una tristeza peculiar y, desde entonces, comenzó a sentir gratitud hacia el profesor y hacia España. Acaban de darle la respuesta, como Lorca una década atrás.

En sus temporadas en la isla de Hidra dedicó muchas horas a intimar con una pareja australiana que se dedicaba a la poesía y, en cierto modo, a la música. Con ellos perfeccionó la lírica para la voz. Aquella historia terminó del peor modo, un triángulo amoroso que, años después como pareja de nuevo, se saldó con suicidios, enfermedades y traiciones, aunque con Cohen ajeno a todo.

Gracias a su segundo poemario, recibió una subvención para pasarse a la novela y ahondar en otra de sus voces. En el proceso se trasladó por varios países, como Cuba y Francia, pero siempre centrando su vida en Grecia. El amor, el alcohol, una cantidad indeterminada de drogas, un nuevo cinismo cómico y la necesidad de encontrar a algún dios propio lo llevaron a publicar Flores para Hitler, su tercer poemario, y las novelas de corte autobiográfico y experimental, El juego favorito y Los hermosos vencidos, considerada una de las novelas canadienses más importantes del siglo pasado. Sin embargo, la sensación de derrota se apoderó de él, del público que lo leía y las editoriales que debían publicarle. Con la carretera literaria cortada, decidió mudarse a Nueva York y empezar de cero.

Cohen se infiltró con casi 34 años en una institución de la cultura popular que, en aquel momento, no era más que un punto de encuentro de suicidas accidentales. El Chelsea Hotel veía pasear a veinteañeros que aspiraban al rock y gozaban de éxito contra el deseo de la sociedad adulta. Un hombre, un poeta serio ya añejo se paseaba entre ellos con estupor y ansia de revivir. Animado por su necesidad, comenzó a subirse a escenarios de pequeños locales en Greenwich Village y cantar sus versos con un ritmo folk.

Algunas de sus canciones ahora legendarias, como Suzanne, habían sido versionadas con éxito por cantantes como Judy Collins antes incluso de que él las interpretase. Estas amistades lo animaron para que diese el paso y pusiese su voz al servicio de la poesía, algo que no hacía desde la adolescencia. En uno de estos recitales, John Hammond, que venía de producir a Billie Holiday o Count Basie, se fijo en él y lo condujo a su primer contrato discográfico con Columbia Records, un sello de prestigio.

Las letras oscuras y descarnadas de Cohen contrastaban con su aspecto de hombrecillo menudo, sencillo y lejos del brillo efímero que emitían otros artistas de su época. Con mucha frecuencia, la gente que lo escuchaba no cesaba en sus comparaciones con Bob Dylan, algo que siempre se tomó con humor.

Lo cierto es que no tardó en aparecer el carácter depresivo e hiperintelectual del poeta, que comenzó a vivir en soledad y a acompañarse de sexo, seducción y nuevas drogas. Infundía respeto al no tratarse de un jovencito. Quiso prescindir de percusión y dejar que los graves en las canciones fuesen solo los de su voz, que debía rodearse de otras agudas y femeninas que formasen los coros.

Finalmente, antes de la Navidad de 1967, llega al mercado Songs of Leonard Cohen, un debut musical de título sencillo y una poética innovadora. Su ascenso a la fama fue tan veloz como la música folk lo permitía entonces. El verano anterior había debutado en el Festival de Newport, un escenario donde los grandes del género se han medido históricamente y del que salió victorioso. El público estaba listo para embarcarse en una revolución hacia lo íntimo, de espaldas a Dios y con la mirada clavada en la espalda del amante.

En cierto modo, Cohen se había convertido primero en el músico de los músicos y luego había dado el paso. Judy Collins y Joan Baez lo versionaban, Andy Warhol lo invitaba a sus fiestas, trasnochaba con Nico y en el Chelsea Hotel su nombre se susurraba, como cantaba él en el escenario.

En 1969, ahondó en su obra con Songs from a room, que se ha consolidado como lo mejor entre toda su obra. En la contraportada del álbum aparece una joven frente a su escritorio en la casa de Hidra. Durante años se especuló con la posibilidad de que fuese Marianne Ihler, el gran amor de su vida y musa del himno So long, Marianne. Sin embargo, esta es otra joven a la que devoró la añoranza que Cohen sentía de Marianne, con quien mantuvo una relación de idas y venidas dentro y fuera del matrimonio de ella durante siete años, con un hijo de por medio. Debido al tímido éxito que supuso su segundo disco, sin llegar a ser un fracaso, debió embarcarse en una gira intensa y demandante.

En aquel momento, sus vicios lo devoraban con el gusto que suponía consumirlos. Los amoríos de nombres famosos, como Joni Mitchell, se multiplicaban y todos ellos formaban parte de su lírica. Por ejemplo, Chelsea Hotel N. 2 habla sobre la noche de pasión que vivió con Janis Joplin. Él se encontraba en el hotel porque había quedado con Brigitte Bardot allí y Joplin, por su parte, tenía una habitación reservada en la cual iba a citar a Kris Kristofferson, icono de belleza. Sin embargo, ambos cantantes se encontraron en el ascensor y no pudieron resistirse.

Dos años después, el disco Songs of Love and Hate ponía a Cohen de nuevo en boca de todos con una remesa fresca de reflexiones y aproximaciones al amor. Su éxito no lograba empatar con el del debut, aunque su nombre competía en relevancia con los más exitosos del folk. Su sonido, sin embargo, parecía anclado a algo tan propio como repetitivo. Algunos himnos como Bird on the wire trascendían a la sociedad pero su nombre desaparecía como si la obra fuese de origen anónimo.

La tendencia destructiva que Leonard Cohen no podía frenar encontró una fuerza opuesta cuando conoció al maestro roshi Joshu Sasaki, un monje zen que se había instalado en Los Ángeles para acercar la meditación a las turbulentas estrellas, como Richard Gere y Oliver Stone. Al conocer esta doctrina, pareció saciar su hambre de fe.

El disparado consumo de LSD y las apariciones públicas del cantautor iban de la mano en un remolino difícil de sostener. La situación bélica, con especial influencia de la Guerra de Yom Kipur, marcó el retorno musical de Cohen con New Skin For The Old Ceremony, su disco de postura más política y humanista. Sin embargo, sus giras ya necesitaban de otro artista acompañando para resultar de interés y solamente en Europa su éxito parecía intacto. Solo entre abril y julio de 1976, Cohen dio 55 conciertos de varias horas de duración, incluido el Festival de Jazz de Montreux (Suiza).

En un desesperado giro a su figura, poética y estilo, el poeta se juntó con Phil Spector para darle forma a un nuevo proyecto, Death Of A Lady’s Man. El resultado fue un fiasco en calidad y popularidad, aunque su escritura permanecía inmaculada.

Ante una derrota de este calibre, Cohen se entregó a la práctica zen para depurarse y encontrar el equilibrio con el que había comenzado su carrera. Le llevó casi una década y dos roturas de piernas. Parecía algo desmedido para un hombre que se acercaba a los 50 años, pero la disciplina y abstinencia extrema dotaron de nuevo a su persona de la sobriedad y la nobleza que le permitían analizar la vida cotidiana para plasmarla como lo más digno de experimentar.

En 1984, al cumplir medio siglo, su disco ‘Various Positions’ supuso un cambio completo en su música y aportó a la cultura popular un himno que ha transgredido su propio y sexual significado, Hallelujah. Todo el sonido renovado y adaptado a una nueva edad de Cohen no fue suficiente y la discográfica decidió no distribuirlo con efusividad en Estados Unidos. Además, en el plano personal, Suzanne, su pareja, decidió separarse de él junto con sus hijos y poco después la madre del poeta falleció. El aparente desinterés por su trabajo en el continente americano, nunca así en Europa, y la crisis de mediana edad supusieron otro nuevo punto de crisis en su vida.

Le costó cuatro años de trabajo, meditación y ejercicio de adultez, pero con I’m Your Man, Cohen logró transformarse por completo y volver a la primera línea, incluso sus oscuras letras guardaban ahora una ironía que el público reclamaba desde hacía tiempo. Aquella portada, en la que comía una banana vestido con un elegante abrigo, daba una pista del carácter de este álbum. El retorno triunfal continuó con The Future en 1992, en el que la actualidad se colaba para transformarse en arte protesta.

Sin embargo, la errática y dubitativa figura de Cohen se veía puesta a prueba de nuevo. Era casi incapaz de soportar lo que conlleva el trabajo de cantautor, dar la cara y exponerse al público. En la última y desesperada baza que guardaba para saciar el vacío en su interior, el poeta decidió abandonar la vida civil para ingresar en el centro zen del Monte Baldy, con su maestro desde hacía décadas.

Allí se convirtió en sirviente personal y ahondó en su voz poética al mismo tiempo que se deshacía del más íntimo yo para encontrar el vacío universal que la doctrina zen persigue. Se dedicaba a labores más mundanas, como pelar patatas, y durante casi 10 horas al día se mantenía en meditación. Por su carácter introvertido fue ordenado monje en 1996 y pasa a llamarse Jikan (Silencio). Los 25 años que había estado como practicante alcanzaban ahora su máximo esplendor, dedicando así una década a lo que definía como "tocar la esencia" del ser humano. Estaba en su mayor abismo personal, su salud se resentía por un gran consumo de alcohol en las giras, y esta fue su única terapia.

Un día como otro cualquiera de 1999, Cohen tiró la toalla y abandonó su sacerdocio zen. Las responsabilidades extremas de la doctrina lo llevaron hasta el límite de su energía vital. Sin embargo, la realidad fuera del templo no era el paraíso. Sus nuevos discos, compuestos durante su reclusión espiritual, eran buenos como lírica, pero musicalmente no resultaban estimulantes. Gracias a una comunidad de seguidores bien nutrida, pudo sobrevivir y continuar en el oficio.

En 2005, salió a descubierto una estafa que dejó a Cohen al borde de la quiebra en la recta final de su carrera. Su amiga, mánager y ocasional amante le había robado durante años. Comenzó durante la reclusión del poeta como monje zen y alcanzó cuotas delirantes, como llegar a vender derechos de autor de Cohen sin su consentimiento. Finalmente, una demanda y un largo y mediático juicio terminó con una condena para la mánager con una multa de 5 millones de dólares. La cifra nunca se ingresó.

Como consecuencia, el cantautor anunció una gira entrado en los 70 años y se coronó en un resurgimiento difícilmente comparable al de otro artista de su tipo. Después de tres lustros sin ofrecer un tour, Cohen comprobó su vigencia y su nuevo estado de gracia. De la experiencia y el ánimo, surgieron sus siguientes tres discos: Old Ideas, Popular Problems y el álbum epitafio You Wanted It Darker. Los tres han trascendido como el cierre perfecto.

Después de vender más que en toda su carrera y entregarse al público con serenidad durante conciertos de cuatro horas, manifestaba una salud espejismo. Su cuerpo se lamentaba internamente cuando su mente había dejado de hacerlo. El esqueleto del poeta sufría de microfracturas casi semanales y el diagnóstico de un cáncer apuraron su transcurso al final. Una caída en 2016 puso el punto final mientras dormía.

Dos meses antes de su fallecimiento, Marianne, su amor incontestable, había recibido una carta de Cohen despidiéndose de ella, ya que le habían comunicado su crítico estado de salud. Cohen le prometía que mantendría la mano estirada para alcanzarla porque sentía que estaba cerca de ella, la muerte lo rondaba en las mañanas que pasaba sentado en el jardín vestido con un perfecto traje.

En los escritos hallados en la casa del poeta después de su fallecimiento, encontraron un texto fechado el 7 de noviembre de 2016, con 82 años. Decía: "No podía desaparecer/ sin decirte/ que morí en Grecia/ me enterraron allí/ donde el burro/ está atado al olivo/ Siempre estaré ahí".

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