Opinión

Ese fósforo nunca se apaga

Dejé A Coruña en dirección a Porto montado en un autobús que recorrió parte del urbanismo atlántico en casi seis horas. El motivo de mi viaje a la segunda ciudad más grande de Portugal es un poco más enrevesado que la simple voluntad de pasar unos días alejado de la rueda rutinaria. Tampoco se debía a una recomendación de alguien cercano.
Una cerilla. EP
photo_camera Una cerilla. EP

Después de cinco años y evitar cada tentativa que me habían ofrecido, era el momento de regresar al lugar que marcó la diferencia para una versión más joven de mí mismo y de hacerlo, además, en compañía de parte de la banda de entonces. Definir todo ello como una reunión Erasmus más sería frivolizar y reducir el conflicto. Ni Porto ni el momento ni nosotros somos los mismos y eso, lejos de sembrar terror, había comenzado a temblar dentro de mi estómago junto a la incerteza de si todo esto sería una buena idea porque, con facilidad, podría desmontarse el último lustro vivido.

Del camino de ida había borrado algunos detalles que atrás en el tiempo me parecían puntos de anclaje que indicaban que el conductor conocía el camino. Cierta farmacia, cierta gasolinera, determinada rotonda. Pero cerca de Barcelos la encontré sin entender cómo podía haberla olvidado. Había apartado de mi memoria aquella luz tan especial. En una iglesia de esa zona brillaba siempre en el campanario una cruz de neón entre los árboles. Hace cinco años era azul, ahora es verde. Los nervios se calmaron con esa señal de esperanza a medio camino entre Dios y la factura eléctrica.

Después de ver el neón nunca queda mucho para llegar a la ciudad. Bajé del autobús en la estación de Campanhã junto a pocos de los pasajeros originales y una lista de reproducción de 8 horas casi agotada. Retiré los auriculares y me dirigí a los taxis con seguridad, pero sin recordar los problemas que pueden haber con las tarjetas de crédito en Portugal. El pago en efectivo me devolvió a 2018. La nostalgia comenzó con el aviso de rechazo en un datáfono y el conteo vergonzoso de céntimos.

Con la ciudad a oscuras y veinte minutos después, C. me abrió la puerta del apartamento alquilado y nos fundimos en nuestro primer abrazo en un lustro. Había pasado un minuto desde nuestra despedida y ruptura en mi piso, o eso parecía; pero las ojeras mutuas y signos de cansancio no engañaban sobre los años transcurridos. El espacio carecía de todo encanto y los techos eran bajos, casi podía sentirlo como una bienvenida oficial al pasado.
En la espera, C. había comprado lo necesario para sobrevivir a esos días: dos botellas de vino blanco, cuatro litronas de Super Bock, dos paquetes de bizcochos con chocolate, café, leche, aceitunas y una botella de agua. Matamos el rato examinándonos con los ojos y preguntando abiertamente por banalidades. Menos de una hora después, G. llegó y cuando pude reaccionar estábamos los tres en la calle, tan mal iluminada como antaño.

Llegamos a Espaço 77 incapacitados para admirar nada durante el corto paseo, entre la oscuridad y los recuerdos no se podía ver el presente. En el camino conté y relaté los establecimientos que se mantenían con vida frente a los cerrados. Los primeros ganaban la batalla, está por ver si la guerra. A las puertas del que había sido uno de nuestros templos, conocido por ser el local de Portugal que más Super Bock vende en el país, todo pareció ser antes.

Tras la barra encontramos a los mismos camareros, más canosos y mermados, ajados y enjutos, correosos como cuero. El lustro había pesado distinto. Pedimos lo de siempre a una de las pocas caras nuevas y encontramos hueco frente a unos hinchas de no sé qué equipo, pero de uno que perdía. Sobre la mesa, cerveza y sidra danesa, frituras varias de lechón y pollo y dos bifanas. En el 77, las bifanas te permiten saborear la carne porque el picor es suave y constante, lo notas más en los labios que en la boca; y el bollo de pan se empapa lo suficiente de salsa como para deshacerse.

Tras intercambiar emociones y carcajadas, transitamos la rúa de Cedofeita al borde de la madrugada dibujando el recorrido que tan habitual nos resultaba. Pasamos la Reitoría, la librería Lello y giramos en la primera calle de Galerías de París para asegurarnos que, pese a todo, nuestra discoteca seguía allí, que todas nuestras noches no habían sido desahuciadas por impago. El portero del club nos reconoció e invitó a entrar, pero eso era un trabajo para el día siguiente.

La mañana nos prometía un cielo limpio para compensar la noche de turismo anterior. En casa, G. trabajaba. En la ciudad. C. y yo nos dejamos caer en una terraza para desayunar. Frente a dos platos de huevos Benedict con aguacate, cafés de especialidad y más alimentos de insultante modernidad, dos amigos comenzaron a recuperar el tiempo perdido intentando atar los cabos sueltos que se rompieron al tirar por causa de fuerza mayor. Seguíamos siendo los mismos, aunque con los matices que las responsabilidades y la adultez siembran en nosotros. Supe al ver cómo se le caía parte de la tostada que todavía nos teníamos.

El deambular comenzó en la plaza de Carlos Alberto, al mismo tiempo que la retahíla de momentos vividos sobre cada adoquín. Atravesamos el parque de Cordoaria, tan distinto de día, y rozamos la Torre dos Clérigos por el camino interior, más húmedo. Nuestro restaurante, la tienda en la que nunca entramos, la panadería que abría temprano, el autobús que cogía hacia su casa. Decidimos subir en dirección al puente, incesantes en la charla, para descender a la ribeira por las escaleras del Codeçal, como en uno de nuestros primeros paseos juntos. La imagen se mantenía tan similar al recuerdo que poco, salvo las pintadas de Free Palestine en las paredes, pudo romper el embrujo entre tendales. Al pie de la estructura metálica, recordamos una foto que no encontramos durante el viaje y desde Gaia, frente a frente con la ciudad, comenzamos a sufrir síntomas del síndrome de Stendhal. Aunque ahora todo me hace pensar que se debía a nuestra incapacidad para soportar lo vivido.

Transcurrió la tarde y con la llegada de dos camaradas más, I. e Y., la expedición se completó. La puesta al día consumió tantas horas que empató con la noche y la promesa al portero de que pisaríamos nuestra discoteca. No había ocurrido la posible colisión entre el carácter afrancesado, el arrojo asturiano, el soslayo gallego y los posos mediterráneos. En ese mixto remanso de paz nos permitimos chapotear hasta la primera luz de la mañana.

Dentro del club, sin embargo, todo guardaba un aire de decadencia contagiado del exterior, de las fachadas, de la belleza urbana de Porto. Asumir que quizás no era nuestro lugar no entraba en los planes. Lo más seguro es que seamos ya para la ciudad como los azulejos en sus edificios, algo estallados por el Sol y la vida, pero todavía de genuina categoría. Despejé esta idea y, como si el cielo se abriese en aquel sótano subterráneo, bajó hasta mí un pensamiento: "Pocas veces en la vida algo importa de verdad y tenemos que encontrarlo".

Al mediodía siguiente, tras limpiar un plato de francesinha de carne asada en Lado B y despedirnos de G. prematuramente, pusimos rumbo a Jardim do Morro, en Gaia, la mejor vista del atardecer sobre el Duero. De camino, comentamos la pérdida de lustre en la fachada de la iglesia do Carmo, la falta de brillo y energía. Fueron pocas las palabras porque hablaban también del tiempo transcurrido.

Frente a Porto y con una intensa luz naranja que convertía el río en un enorme paño de satén color azul petróleo, mis fuerzas no pudieron más. Fue tímida la primera lágrima y valientes las siguientes decenas, que encontraron compañía en las de C. Sus brazos también en los míos, como tantas veces en el pasado. De refilón, vi además el lloro de Y. La ciudad descansaba llena de recuerdos que no importaban a nadie, salvo a nosotros. Todo había avanzado sin nuestro permiso. Era el momento de hacer las paces con el presente.

De fondo, un guitarrista tocaba y cantaba Human de The Killers para que la muchedumbre del parque sintiese todo aquello como algo único. Al igual que las casas, los restaurantes y las bifanas, también quieren fabricar y gentrificar los recuerdos. Invierten esfuerzos en crear lo memorable. Sin embargo, allí solo pudimos llorar y lamentarnos por lo anodino. Salvo I., que pidió un cenicero para completar el entierro.

Al día siguiente, al final de la rúa do Almada, entramos en una tienda en la que no había podido hacerlo. Adquirí un cartel sobre la Revolución de los Claveles con un mensaje claro:  Este fósforo nunca se apaga. Sonreí a la dependienta mientras ella ignoraba la trascendencia de esta compra, símbolo de mi propio avance. Horas después ya no quedaban despedidas por hacer y había vuelto a A Coruña.

Sospecho que pocas veces algo importa de verdad. Este algo para el que no me alcanzan las palabras. Como ese fósforo.

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