Los momentos del faraón

Terenci Moix. EP
A mediados del siglo pasado, durante el franquismo, un joven entró en la consulta de un doctor con la intención de informarse sobre terapias de conversión sexual. Le explicaron que el tratamiento consistía en aplicar electroshock mientras observaba a hombres desnudos. Lo rechazó alegando que se prefería "tal y como estoy, maricón". A la salida, compró revistas de culturismo.

La televisión fue el hábitat desde el que Terenci Moix (Barcelona, 1942-2003) logró conquistar a las masas con sus declaraciones, escándalos y encantos; pero su origen se encontraba en otra disciplina diferente y, en aquel entonces, separada con claridad. Moix pervive como una de las principales firmas de la literatura española del siglo XX gracias a su particular modo de entrelazar glamour y miseria, algo así como crónicas ensoñadas de un tiempo gris. Además, su carácter y visión renovadora lo convirtieron en el autor fundamental de la literatura en catalán, llevando la modernidad a sus letras.

Sin embargo, un exceso de fama y exposición supuso la desaparición de Moix incluso antes de su prematura muerte. El escritor, que se había convencido de ser una estrella total de una España ya no tan aburrida, consiguió romper el molde de lo tolerable para la audiencia, los ejecutivos, los críticos y los lectores. Y lejos de enfadar al mundo, terminó por acostumbrarlo, lo único que no podría perdonarse.

Pese a ello, el estreno de la docuserie Terenci: La fabulación infinita trae de vuelta a una figura fundamental para explicar el cruce de la literatura –en todos sus niveles– y la cultura de masas en un tiempo de España, momento indisoluble con Terenci Moix y tanto sus virtudes como sus defectos.

En el germen de Terenci Moix no solo se encuentra el hogar, sino la calle. El escritor catalán nació en la noche de Reyes de 1942, en la lechería Granja de Gavá, aunque su madre había roto aguas en la sala de un cine. Ese hecho, pese a lo anecdótico, parecía profético en el día de la Epifanía. Tanto su humilde casa como el pequeño negocio de su familia se encuadraban dentro de El Raval, antes de ser el Barrio Chino de Barcelona, y no en los cruces de calles más peligrosos. Eso sí, resultaba muy llamativa la cantidad de prostitutas en las aceras.

Moix definió su barrio como un lugar vivo y popular, cargado de oficio y de necesidad, pero también como "una dimensión no solicitada y en el contrasentido de su interés". Fue uno de los 3 hijos de un matrimonio llamativo para el momento, que fácilmente generaba habladurías. Terenci, hermano de la también poeta novísima y editora Ana María Moix, fue el favorito de su madre y el ignorado de su padre, más centrado en su hijo Miguel por una enfermedad crónica que lo fulminó a los 18 años, dejando un abismo dentro de la familia.

El padre del escritor era un amante de la zarzuela y la ópera, incluso con palco alquilado para escucharla en directo. Se dedicaba a pintar casas, pero en el salón de la suya prefirió plasmar las ruinas de Pompeya y Herculano en blanco y negro. Pasaba horas en los bares de la zona, repitiendo un tic nervioso: sacaba el mechero, encendía el cigarro, se tocaba la nariz, tiraba el mechero al aire y lo cogía. Su otra pasión eran las prostitutas y para visitarlas, alegaba llevar a Terenci y Ana María a la ópera. En la espera, el niño entraba en contacto con personajes totales.

Por su parte, la madre de Terenci, su protectora, era una modista que se pasaba las noches en vela confeccionando vestidos para eventos inexistentes. Poseía un fuerte carácter y manejaba la casa con mano dura. Se tenía en alta estima a sí misma porque su belleza era evidente. Fue la piedra angular de la vida del escritor, la figura que determinó su fijación con un tipo de mujer. Esto se tradujo en la relación de confidencia con la que guardó a su madre, entregada a amantes desde que el niño contaba con 10 años.

La infancia y la adolescencia de Terenci Moix sucedieron en ese tiempo, en ese barrio, en ese hogar, en esa familia y en su propio contexto, el de un hombre homosexual y altivo obligado a la normalidad. Pasó sus años jóvenes entre los libros permitidos y algunos prohibidos, pero, sobre cualquier otra cosa, en las salas de cine. Allí entró en contacto con el Hollywood dorado y en color que revivió las historias bíblicas y del pasado, con las actrices convertidas en mitos, con los mitos clásicos transformados en cuerpos bellos y mortales. La alteración que introdujo el cine en Terenci fue clave en su visión deformada de la realidad. Así, Egipto irrumpió en su vida para convertirse en obsesión y sueño imposible y Moix comenzó a decir que había nacido en Alejandría.

El nacimiento del nombre artístico

Sin embargo, todavía no había nacido Terenci Moix, su nombre artístico. En aquellos años, Ramón o Ramonet eran sus identificativos y nada firmaba salvo relatos o cuentos que no veían la luz. Con apenas 20 años y todavía como Ramón Moix, envía un artículo no solicitado a una revista de cine madrileña. El escrito maravilla a sus editores, habituales de un café de la capital. Por ese mismo local se dejó caer Moix no mucho después de enviar el texto y uno de los editores se acercó a saludarlo. Uno se enamoró del otro y viceversa. Fue el primer amor de ambos. El no todavía Terenci se había cruzado con Vicente Molina Moix, otro futuro gran nombre de las letras españolas.

Ambos se entremezclaron en una historia de romance juvenil desenfrenado y temeraria en su contexto, tuvieron su propio viaje de noviazgo a Andalucía y durante un verano como mínimo desplegaron su amor por costa e interior. Ramonet Moix escribía y escribía, sacaba fotografías y captaba su juventud; pero en los ratos humanos dejaba entrever una pequeña maldad y un egoísmo latente. Aquello fue creciendo y el choque de egos se hizo claro y evidente. Tras una ruptura por exceso de sentimientos, Moix se rapó y Vicente Molina lo vio desaparecer. Había publicado dos novelas negras bajo el pseudónimo de Ray Sorel sin ninguna repercusión y el escritor se marchaba al extranjero para crecer.

En esta etapa indeterminada, Moix se mueve libremente entre Londres, París y otros lugares de interés, pero son dos los destinos que lo marcan para siempre. El primero de ellos, Roma. A finales de los 60, Italia era un absoluto caladero cultural y revolucionario. Allí, el escritor entró de lleno en el exceso y la calidad. Se hizo íntimo amigo de la escritora Elsa Morante, pasó temporadas con Rafael Alberti, se enroló con Fellini en alguna aventura y se encamó con Pasolini, con quien fraguó amistad verdadera. Allí, tras ver a Terrence Stamper en Teorema, nació Terenci Moix. De todo ello quedó el libro Crónicas italianas, en el cual Moix afirma que fue su etapa más feliz.

El otro destino que lo marcó para siempre fue Egipto, al cual llegó a viajar 22 veces en toda su vida y país en el cual vivió de manera interrumpida. El embrujo de su historia clásica no había mermado para Terenci, que seguía encontrando lo mismo que hechizaba a los faraones en aquella tierra de arena.

Tras escribir para Film Ideal en París y traducir libros tanto del inglés como del francés, volvió a España para colaborar con la editorial Destino y trabajar con una agencia de noticias. Había comenzado a escribir sus propios textos y regresaba a una Barcelona vibrante, exaltada con la Gauche Divine y sedienta de ánimo. Ramonet se había transformado.

En 1968, Terenci Moix publicó su primer libro, La torre de los vicios capitales y obtuvo el premio Víctor Catalá. Aquello supuso un terremoto en las letras catalanas y todos los ojos se fijaron en él. Los temas de toda su trayectoria aparecían ya en este primer tomo: la crítica social a la burguesía catalana, los mitos, el desafío y la exposición de los valores del Franquismo, la religión y el sexo.

El éxito real llegó con Olas sobre una piedra desierta, al año siguiente, obra con la que se cimentó y abrió un cisma en la literatura del momento. Recibió el primer premio Josep Pla y dio lugar a una anécdota entre ambos autores. Cuando recibió el galardón, fue a visitar al maestro a su casa. Lo primero que le dijo fue: "Me han dicho que usted es maricón". A lo que Terenci respondió: "Sí, señor, para servirle".

Marqués de Sade pop

Acomodado como un enfant terrible a la barcelonesa, mimado por los hijos burgueses de la burguesía que criticaba, Moix se alzó provocador y encantador como un marqués de Sade pop. Terenci poseía la capacidad suficiente para concentrar la explosión cultural internacional, sintetizar en su obra el swinging London, el camp de EE.UU., las revoluciones francesas e italianas, lo experimental; todo ello a un tamiz propio todavía represor. Así nació El día que murió Marilyn, la gran novela de Terenci Moix y el texto que lo ha fijado como un nombre fundamental de la literatura española del siglo XX.

Esta novela generacional ambientada en Cataluña le permitió escribir libremente durante una década, con una producción incesante de una publicación por año y con títulos destacados como Mundo macho o Nuestra virgen de los mártires. Todo el crecimiento en esa época tuvo adjunto una explosión de popularidad en los aspectos más elevados y mediáticos de la palabra.

Terenci no era reivindicado al total por las letras catalanas ni por las españolas, nada necesario porque él mismo se reivindicaba, y traicionaba los principios de ambas escuelas en la medida justa. Para castigar la deriva nacionalista catalana de derechas y el auge de los Pujol, Moix decidió no escribir más en catalán. Todo ello mientras la Gauche Divine y él mantenían un amorío, al tiempo que el autor intentaba distanciarse. En el proceso, cierto grupo de artistas, como Colita, Núria Espert o Rosa María Sardà, decidieron quedarse a su lado.

Con la llegada de los años 80, las entrevistas televisadas a Moix dan lugar a sus propios espacios televisivos, como Terenci a la fresca. No se encontraba en la posición de un socialité, porque carecía de la elegancia pese a contar con todo el glamour, pero sí era la modernidad hecha escritor, sin renunciar a oficio, imaginación y don de gentes. Su dualidad terminó por contentar a ninguno de los bandos –lo que explica su olvido generalizado actual–, pero en el proceso todo el mundo se aprovechó. A Moix se le ha achacado un estilo de vida delirante y de enormes costes, como la deuda de 1 millón de pesetas en un restaurante, sus caprichos o alquileres imposibles de pisos gigantes. En parte, escribir tanto y perseguir tantos galardones como obtuvo fueron su modo de extinguir deudas y vicios.

Muchos entonces reconocían que no era Truman Capote, pero su cercanía al periodista es evidente; al igual que su carácter de icono gay literario es parecido al de Gide en Francia, polémicas aparte. Sin embargo, la cara B de Terenci Moix ha salido a la luz en los últimos años. Se dice de él con fundamento que era cruel y despiadado, vengativo, egoísta y rencoroso. No olvidaba una mala crítica o un desplante, pero, sobre todo, devolvía las traiciones. El riesgo radicaba en que el término traición no era claro.

El ejemplo claro de ello fue su larguísimo romance con el actor Enric Majó, todo un referente del teatro catalán. Se conocieron por la admiración del intérprete hacia el escritor y se acostaron esa primera noche, tras ver diapositivas de Egipto en el piso de Moix. Desde ese día, permanecieron unidos de malas maneras durante 14 años. Terenci creó papeles y adaptó roles clásicos a la figura de su novio, pero todo ello terminó siendo una cárcel para Majó, que pasó a convertirse en figura de deseo en lugar de compañero de amor. Al romper su relación, Terenci prohibió a todo el mundo que conocía ofrecer ni el más pequeño papel a Enric Majó. Aquello supuso una dura época para el actor y, además, la primera fisura del personaje.

A medida que se aproximaban los años 90, Terenci se volvía más extremista: éxito absoluto, fracaso flagrante. En 1986, se consagró con No digas que fue un sueño, premiada con el Planeta y 15 millones de pesetas. Además, alcanzó el millón y medio de ventas, cifra insólita y solo superada entonces por Tuareg de Vázquez Figueroa. En paralelo, su vida personal era un borrón. A las deudas se sumó el primer intento de suicidio, el cual había anunciado previamente en revistas del corazón.

Tras la ruptura con Majó, una noche telefoneó a todas sus amistades fieles para avisarles de sus intenciones suicidas. Nadie lo creía, lo acusaban de cobarde para hacerlo, pero sabían que el teatro era un trámite necesario porque Moix se mataría si percibiese el ridículo de su interpretación, no toleraba la vergüenza como herida del orgullo. Encerrado en un armario tras una ingesta de barbitúricos, finalmente lo liberaron y llamaron a una ambulancia. En el proceso de espera, gritó desesperado: "Oye, ¡hay que avisar a la agencia Efe!".

Entrevista a Lauren Bacall

En su tramo final, Terenci Moix fue un escritor tan popular y televisado como Antonio Gala, Isabel Allende o Pérez-Reverte. A Boris Izaguirre le había dicho en una ocasión que hay toda una vida para ser escritor, "pero solo un momento para ser una superestrella". Conducía su espacio de entrevistas Más estrellas que en el cielo, en el que interrogó a Lauren Bacall o Kirk Douglas, y al mismo tiempo publicó los tres tomos de sus memorias: El peso de la paja. Es este quizás, sobre el total de su obra, el trabajo de mayor importancia en la carrera de Moix. Un último noviazgo ridículo con una persona afectada de alguna dolencia mental y 31 años menor que él fue otro capítulo de oscura vergënza en su tramo final de vida.

Terenci Moix había sido un fumador empedernido durante toda su vida, alcanzando la cifra de cuatro paquetes de Ducados Light al día. Como en todo, llevó su tabaquismo al extremo y terminó por provocarse un enfisema pulmonar, que acabó con su vida. Fue rápida la enfermedad, aunque no alivió la agonía. Terenci murió intubado y con tiempo de recibir visitas durante semanas. Le lloraron en vida y en su último aliento dijo: "Dadme un ducados". El hospital donde falleció había sido un cabaret 50 años atrás.

El mundo cultural y socialité se paralizó, todas las capas sociales velaron por su cuerpo y en el entierro se reunió todo el mundo. A excepción de PP y CiU por petición expresa de Moix, los políticos se mezclaron con artistas, Isabel Preysler escuchó cantar a María del Mar Bonet y un etcétera de actos simbólicos ocurrieron. Ese mismo día, en la lechería donde Moix había nacido y ahora reconvertida en bar se leyeron textos del autor. Sus cenizas se esparcieron en el Valle de los Reyes y El Raval.

El final de las memorias de Terenci Moix parecieron anticipar su devenir y el final de su mediático mito. Así cerró su existencia: "El niño Ramón siempre tuvo horror a la muerte, el escritor que lo sustituía comprendió que debía morir muchas veces si aspiraba a renacer otras más".