Monstruos inmortales
El pasado fin de semana paseaba solo por Barcelona sin batería en el teléfono. Volvía a mi hotel horas después cuando me encontré a varias personas mirando hacia un edificio. Leí sus camisetas y lo comprendí. Allí descansaba Lady Gaga en su gira. También mis amigos y yo habíamos viajado a la ciudad para verla en concierto, el tercero en España y especial por Halloween. Nada me ocupaba aquella tarde, así que me quedé en pie esperándola durante cuatro horas.
En el proceso de reencontrarme con la cantante, porque me despegué de su influencia y carrera hace tiempo, conseguí hacerlo con sus fans —los ‘little monsters’, pequeños monstruos, a los que pertenezco— y engancharme al hilo que nos conecta a todos con ella, la madre. Detesto los clichés porque reducen los matices y al mismo tiempo son ciertos de modo general. Pero es verdad, la música puede sanar. Allí, en aquella acera, la primera decena de seguidores que buscaban agradecer a su sanadora se convirtió en dos centenares rápidamente. Comenzamos a hablar entre nosotros.
Dos chicas albanesas explicaban a un joven neerlandés su periplo vital y él relató cómo sus canciones le reconfortaron en una época menos igualitaria del pasado reciente. Una mujer y su hijo veinteañero le deben su actual relación, ya que Lady Gaga se había convertido en el puente para llegar al mundo interior del muchacho. Una pareja de chicos brasileños describieron el concierto en Copacabana, récord histórico de asistentes para una mujer cantante con 2.5 millones de espectadores, y la locura social desatada en su país. Me dediqué a escuchar, buscar nexos con mi propia historia y descifrar el rumor de fondo. Los agentes de seguridad miraban estupefactos nuestra resistencia. No entendían el objetivo.
Terminé por rendirme. Todos los presentes fracasamos en nuestra intención porque ella no apareció, pero ganamos en colectividad. Crucé la calle hasta mi hotel y desde la altura de mi terraza observé aquella masa fanática intentando dar forma a una sensación.
Si en cada país puede alzarse una figura que reivindique la igualdad para el colectivo queer, la referente global de todo ello es Lady Gaga. La intensidad de su lucha, a diferencia de otros artistas históricamente en su bando, alcanzó una escala inédita. Su mensaje artístico se convirtió en apoyo digital, después, en realidad social y, finalmente, en poder político. Así, la joven escandalosa del vestido de carne mutó en agente democrática que gobiernos y delegaciones internacionales quieren para sus campañas, pero también en busca de consejo y orientación.
Esa diferencia en su rol no resultaba necesaria para sus fans y solo fue posible gracias a un proceso de asimilación de su estrellato. La irrupción de la cantante en el panorama se cargó de polémicas y titulares por su estética arriesgada, tan artística como provocadora. En ello no fue la primera, pero sí uno de los nombres más importantes y a su rebufo se montaron otros posteriormente. La expresión a través del aspecto se trasladó a su público y así, de nuevo, el cuerpo enviaba un mensaje claro sobre lo personal. El concepto de normalidad se amplió y rompió un poco sus límites en parte gracias a ello.
Este abanico de discursos físicos y aceptación, a menudo ligados con la extravagancia, se personificó en la enorme cola que rodeaba al Palau Sant Jordi en un sold out de casi 18.000 entradas. El público acudía homenajeando su particular momento favorito en la discografía de Lady Gaga, o simplemente siendo libres con seguridad. Sin retrasos, el edificio se llenó y sobre la pantalla se reflejaban mensajes de los presentes. Las edades más comunes comprendían de los 25 a los 35 años. Algún día estudiarán su impacto en esa demografía. Finalmente, en mitad de la pista, sí pude verla y con la misma fascinación que hace 15 años dentro de una pantalla.
El espectáculo de la gira The Mayhem Ball conecta todas las eras artísticas de la cantante hasta el momento a través de 30 canciones, casi tres horas de duración, y se representa como una gran obra isabelina tanto por la escenografía como por el vestuario. Dividido en cuatro actos y un aria, el concierto sigue la batalla entre las dos versiones de Gaga que viven en ella con referencias a Alicia en el país de las maravillas. Una dicotomía que se entiende tanto por paz contra caos, salud contra virus, celebridad contra privacidad, pasado contra presente, originalidad contra mercado. Como titula una de las partes: Todo ajedrez tiene dos reinas. Sin duda, el mejor show de 2025. La artista, vocalmente impecable en directo, vive una segunda edad dorada.
Tras mucha fascinación y ciertas lágrimas, la sensación general fue la de haber acudido a un momento clave. Un giro en nuestra trayectoria vital. Comenté con mis amigos que acudía al concierto como regalo y homenaje al adolescente que fui, un premio retroactivo. Me reafirmo y añado que también fue un peregrinaje para agradecer a quien generó el bienestar y la tranquilidad de saber que nada en mi naturaleza estaba mal. Ella cantaba Born This Way para que fuera, los del margen, supiéramos que nacimos así por obra y gracia. Seguimos caminando el camino correcto, el propio.
Quizás nunca dejé de ser fan acérrimo, solo asimilé su mensaje de valentía y libertad para empezar a vivirlo, lo que supuso distanciarse. Es normal, igual que un enfermo al curarse se aleja del hospital, los dañados de espíritu terminan viviendo por su cuenta. Sin embargo, a pocos metros de ella, Lady Gaga otra vez ha prendido la llama en mí para volver a levantar la garra. La marca que nos diferencia y aparta de los demás, una marca casi del diablo, no desaparece por mucho que avancemos. Es la marca del monstruo, del pequeño monstruo, y como ella misma gritó victoriosa al final del concierto: "Los monstruos nunca mueren".