Hasta pronto, Hércules
A SEMANA pasada, respondí algo que no recuerdo a mi panadera y ella me devolvió una pregunta camuflada con la simpatía de nuestro trato. "Vienes siempre a horas distintas y yo me pregunto de qué trabaja este chico". Me reí, agaché la cabeza y me limité a decir que esta semana se lo cuento. No sé su nombre, pero sí sé que en septiembre debe faltar algunos días para conciliar la escuela de su hija con su horario. Tampoco ella sabe el mío, aunque sabe que desayuno con pan de semillas y bizcochos dulces o afrutados. Tristemente, debo buscar una nueva panadería. Esta es mi última semana en A Coruña, al menos por un tiempo.
En julio recibí una noticia difícil de creer y que me mantuvo flotando varios dedos sobre el suelo. Pasaré el tiempo de un embarazo común lejos de donde fue el mío. Gestaré mi primera novela junto a otros 14 artistas de todo el mundo en el convento del Corpus Christi, en Córdoba, apoyado por la Fundación Antonio Gala. Pero con la buena nueva, se activó también un contador de marcha atrás. Me propuse pasar las semanas restantes con calma, como un periodo vacacional extra, llenando los días a mi antojo y con quien quisiera.
He destruido el calendario y las obligaciones, me he entregado al pequeño privilegio que me ha sido dado y del que ahora me desprendo, he distorsionado el significado de los lunes y de lo adecuado entre semana. Pero lejos de hallar caos y sucumbir, encontré serenidad, que es una forma de paz que se alcanza cuando tus actos se alinean con tus deseos. Desde entonces, los días se han acortado y ya es de valientes vestir de manga corta por las noches; pero en medio hubo una vida parecida a un oasis.
Llegué a la ciudad herculina por motivos laborales hace un par de años y desde mi mesa en la oficina veía llamear a diario las chimeneas de la refinería, con lluvia, con niebla. Siempre ardiendo. En más de una ocasión desee hacerme gigante y acercarme a ellas, tumbarme a descansar con los pies en el mar y encenderme un cigarrillo con ese fuego empetrolado. Entendí quizás que mi inconsciente clamaba un cambio, una vía más propia y libre, porque yo ni siquiera fumo.
Llegué, sí, a tumbarme y poner los pies en el mar, a dejar que mi piel se tornase dorada como la mejor repostería, a infiltrar arena y sal entre mis cabellos y a absorber más vitamina D de la necesaria. En estas semanas, hice de la playa un hogar más y entre las olas rompientes en costa se han ido colando conversaciones, problemas, lecturas y deseos. Poder pasar tiempo gozoso en el lugar donde vives provoca que tu genética se mezcle con su mapa de calles y pase a formar parte de ti. Por eso se sufre cuando lo dejas.
Sin embargo, surge un dolor pequeño como contraparte de esta alegría y no proviene de un solo origen. Despedirme de la que ha sido mi casa, no volver a habitar esta esquina de un edificio azul como un pavo real. Soltar las manos de las amistades a las que pude agarrar con más fuerza gracias al mayor tiempo libre, asumir que faltaré a sus siguientes victorias y no escucharé su cansancio. No desquiciarme con las quejas de mi madre, no sostener el foco de luz a mi padre durante una ñapa. En resumen, aceptar mi ausencia en la manada para agarrar una oportunidad propia. Y nada de esto es tan trágico, quizás no estoy configurado para vivir por completo la felicidad sin un suspiro de motivo desconocido.
Paseos a todas horas
Fuera del arenal, hierba y asfalto. He alternado los paseos por las calles a todas horas, rastreando sabores y rostros nuevos o conocidos, con tardes a la sombra oyendo poco más que los cuervos pidiendo agua. He visto más comedias que nunca, como para justificar mi estado, y los poemas de Richard Siken sobre chicos que se matan antes de quererse me encogieron. He intentado vivir el ferragosto que describe Chelo García Cortés en Yo acuso y romanticé Betanzos por accidente. He probado el mate y comencé un ránking de tortillas de patata. Así, el calendario avanzó y por momentos rezaba, como dice la ranchera, para que yo al volver no encuentre nada extraño y sea como ayer. Pero, al contrario, mucho va a cambiar y voy a decirle a mi panadera que seré escritor.
El pasado fin de semana salí de fiesta como las estrellas, llegando para comprar el desayuno y cambiándome de ropa para estar de nuevo en la calle. Escapaba así de mi casa y las cajas de la mudanza. El amigo de la noche fue también el amigo del día. Cuando me despedí de él con un abrazo, poco consciente de las horas sin descansar, lo hice rápido porque sentí una mano en el cuello. Estaban a punto de comenzar los adioses.
Dos metros adelante, me encontré con Yolanda Castaño, como una señal divina. Me preguntó sobre la fecha de mi marcha y no pude evitar añadir a mi respuesta un: “A ver cómo va”. Ella me deseó paciencia y ánimo. Con mucha serenidad, repitió sin saberlo lo que otras personas respondían contra la pena de irme: “Todo irá bien”. Hasta pronto.