Una bondad sin santos

Iris Murdoch. EFE
En 1952, un joven profesor universitario, todavía en prácticas, vio desde su ventana cómo una mujer cruzaba el campus de Oxford en su bicicleta. Se enamoró de ella. Dos semanas después se conocieron en una fiesta y volvieron juntos pedaleando. Así iniciaron su relación la escritora Iris Murdoch y el crítico John Bayley.

El legado es una de las pocas formas de vida después de la muerte, por eso aquellas personas llamadas a la trascendencia pública cuidan el más acá antes de pasar al más allá. Así nacen fundaciones, institutos, universidades y otras formas asociativas acuñando el nombre de estos artistas, políticos o filántropos. Sin embargo, existe otra forma de legado que no es capital ni es obra en sí mismo, aunque es clave para mantener la imagen que se intentó llevar en vida. Se trata del recuerdo ajeno, es decir, el tiempo en conjunto y las opiniones sobre un fallecido contadas a través de la mirada de otro.

Esto lo comprendió John Bayley, viudo de Iris Murdoch, al acometer la tarea de relatar a su esposa (y su carrera, su matrimonio, su intimidad, su literatura, su filosofía, su espíritu) cuando ella se encontraba más afectada por alzheimer, aún con vida, y despojada de la posibilidad de defenderse o justificarse. Inmersa en la vulnerabilidad más grave, aquella que ataca al honor y la forma que dejará tu huella; incapaz de realizar una función mínima salvo ser cuidada.

En el momento del fallecimiento de la autora en 1999, el ensayo memorialístico Elegía a Iris de Bayley salió al mercado como ampliación de una biografía pequeña que ya había editado. Este libro causó una conmoción mayúscula, especialmente en los círculos de la Academia, la crítica y de autores en el que Murdoch se movía, el cual mostró su aversión y repulsa por la publicación. A consecuencia de ello, su nombre fue rápidamente borrado y condenada al destierro. Solo ahora, más de dos décadas después, se recupera y traduce el trabajo de la escritora inglesa ampliamente reconocida como la más original y lúcida de la segunda mitad del siglo XX.

En su texto, el viudo airea innumerables cuestiones de su intimidad marital, vejaciones, tratos desdeñables e infidelidades, además de comportamientos sexuales con capacidad de escandalizar. Perpetró aquel acto como uno más de amor, de engrandecer la leyenda de su esposa mostrándola al mundo, y con honestidad. Es, en sí mismo, una disección de la privacidad y la confianza a través de las emociones del marido. El debate abierto entonces, y que aún perdura, trata sobre la legitimidad del escritor, la moralidad de su libro, la relevancia de un trabajo así, la necesidad del relato para el público y, por otro lado, el castigo hacia las figuras artísticas en base a su intimidad. La pregunta resultante, legado literario aparte, es: ¿Quién fue Iris Murdoch?

La escritora se sentía irlandesa

Pese a que la escritora se sentía irlandesa y defendía haber pasado sus primeros años de vida allí, lo cierto es que su familia se mudó de Dublín a Londres poco después de que ella naciese en 1919. Los veranos, eso sí, transcurrieron junto al resto de tíos y primos en la isla de al lado. Su padre, un granjero de Belfast reconvertido en funcionario inglés, se había enamorado de una joven de 18 años, tez oscura y voz primorosa. La estudiante de canto le correspondía. Ambos, la niña y el tabaco que siempre lo acompañó a él se mudaron a Chiswick, un barrio de West London formado por casas proletarias y familiares.

Después de haber batallado en el frente de la Primera Guerra Mundial y aprender que nada salvo el conocimiento libraría a su hija, el padre de Murdoch inculcó junto a su esposa el valor de la cultura, la independencia y las artes. El matrimonio renunció a tener más hijos y se centraron en criar a Iris siguiendo su ideología, lo cual pasaba por romper jerarquías y considerarla una igual y no inferior. Así construyeron lo que la autora definiría como una tríada de amor, en lugar de un hogar al uso.

La natación se convirtió en la actividad familiar y los paseos, en el vínculo materno. En los días menos apresurados, cantaban y tocaban el piano en el salón composiciones que Murdoch recordaría incluso con alzheimer. La unión con su padre, sin embargo, llegó a través de la lectura. La isla del tesoro y Alicia en el País de las maravillas fueron sus cuentos favoritos en la infancia y, además de leerlos, los comentaba y criticaba en familia.

La autora reconoce que comenzó a escribir en Chiswick a la edad de nueve años por fruto de la necesidad. Aunque siempre agradeció que sus padres no tuviesen más hijos, en aquel momento de niñez creaba historias sobre hermanos.

Asistió a escuelas progresistas

Pese a las dificultades económicas y el ajustado sueldo del hogar, Murdoch asistió a escuelas progresistas en Londres y Bristol, en las cuales le proporcionaron un conocimiento muy superior y amplio al que otras niñas podían recibir. De hecho, su paso por la Badminton School resulta fundamental para ella, ya que le permitió aumentar su independencia y confianza. Destacaba sobre sus compañeras, especialmente en idiomas. Aunque las obligaban a ducharse en agua fría y recibían duros castigos, la joven se mantuvo firme y decidida a graduarse. En su último año, Murdoch era capaz de traducir a Sófocles, alababa la Unión Soviética, se codeaba con W.H. Auden, ganaba premios literarios, editaba revistas de poesía y mantenía su primer romance, vía correspondencia.

Oxford la aceptó como alumna de Greats, una combinación de Filología Clásica, Filosofía e Historia Antigua. Pronto se libró de su virginidad, una carga que en sus diarios reconocía cargar como una losa, y se propuso disfrutar de su sexualidad. Desarrolló un comportamiento que mantendría durante décadas: acostarse con personas brillantes, incluidos maestros y mujeres. En medio de seminarios y noches de alterne conoce a Platón, ahonda en sus ideas y se enamora de su moral, la cual servirá de base para su pensamiento.

Durante su último año de estudios, Murdoch obtuvo un puesto de trabajo en el Tesoro de la Corona, es decir, en una institución de la monarquía inglesa. La invade el aburrimiento y no tarde en aprender todo sobre la burocracia, el lenguaje y los organigramas. Aún así, se siente inútil. Su país y el continente están sumidos en la Segunda Guerra Mundial, por lo que no puede dedicarse en exclusiva a recibir personas y levantar el teléfono.
Así, en 1944, se sumó a la unidad de rehabilitación de las Naciones Unidas, un cuerpo encargado de ayudar a refugiados en el terreno y paliar sus necesidades al máximo. Su labor consistía en recabar datos y conseguir pasaportes. Así viajó a través de Europa, se acercó a la historia de cientos de personas, conoció a Sartre (uno de sus héroes) y pudo alejarse de Inglaterra, ya que pasar los años de posguerra allí la conducirían al suicidio, según contó a una amiga por carta.

La Segunda Guerra Mundial fue tanto una oportunidad para ella como una fuente insaciable de dolor. Por un lado, los bombardeos destrozaron casi todo el hogar familiar en la caída de 73 bombas sobre Chiswick. Afortunadamente, sus padres no se encontraban en la zona en aquel momento. Varios de sus amigos y amantes, a los que consideraba compañía intelectual y pasional, jamás regresaron del frente. Guardó con ella especialmente a uno, que reconoció la dejó en el mundo como la mujer más solitaria. Además, al regreso, se vio forzada a trabajar durante 15 meses en la oficina postal de Londres calculando las pagas de guerra para los civiles enviados a batalla.

Según ella misma reconoció, aquel fue el momento más bajo de su vida. Carente de todo ánimo, sin forma alguna de amor o amante, aislada de intelecto y pasión. Ninguno de sus relatos encontraba buen fin ni publicación. Iris Murdoch, invisible al mundo, ajena a la vida. Se acercó al catolicismo anglicano, conversaba con clérigos y conversos, y leía incansable a los existencialistas cristianos: Miguel de Unamuno, Heidegger, Kierkegaard, Simone Weil, Gabriel Marcel.

Estudia Filosofía en Cambridge

En 1947 logra ingresar en Cambridge para estudiar un posgrado en Filosofía. Ludwig Wittgenstein es su maestro y ella entra al influyente círculo que lo rodea. Se reactiva y prepara para un nuevo ciclo. Un año después, Oxford la incorporó como profesora de Filosofía, cargo que desempeñó hasta 1963 en esa institución y después en el Royal College of Arts hasta 1967. Su vida, en cierto modo, se había arreglado.

Murdoch había descubierto su bisexualidad con su compañera y filósofa Philippa Foot, pero también la crueldad y el fin del amor junto a Elias Canetti, premio Nobel de Literatura. Después de mucho tiempo como amantes, Canetti terminó dedicando párrafos agresivos en los que acusaba a la autora de ladrona, torpe de ideas, terca e ignorante, además de aludir a su cambio físico con los años, tildándola de elefante. En el ámbito universitario, Murdoch se movía como una joven atractiva, magnética y grácil, sorprendente por combinar inteligencia con desinterés por la elevación. Huía de los corros pedantes para sumirse en fiestas y affaires humanos.

En 1952, después, al volver de aquella fiesta en bicicleta y acompañada por un joven profesor, lo invitó a cenar en casa. Decidió cocinar por primera vez para él, también la última. Había heredado la incapacidad para el hogar de su madre. Bayley y ella se enamoraron profundamente. Cuatro años después se casaron.

Debutó en narrativa a los 35 años, en 1954, con Bajo la red, una novela que presenta cuestiones referentes a la sexualidad, la libertad, la moral, la fidelidad o lo pasional, elementos que siempre abordará en su obra. La noticia sorprendió a sus conocidos, que ignoraban la dedicación secreta que Murdoch mantenía. Debido al éxito notable que recibió, cambió su vocación para trabajar la ficción.

Mantuvo un buen ritmo de publicación, elevando cada vez más su calidad y profundidad, siendo capaz de matizar profundas cuestiones éticas en sus tramas. Al mismo tiempo, abogó por una filosofía de la bondad inspirada por la moral platónica. Contrarió a Wittgenstein y Heidegger, al marxismo y el psicoanálisis. Murdoch apostaba por abrir una vía de pensamiento basada en la vida interior, la inaccesible por la razón y la Ciencia. Aunque se rieron de su propuesta, el paso de las décadas ubicó su razonamiento en buen lugar.

Aburrida de las vanguardias, restauró la novela tradicional

En lo relativo a la narrativa, la crítica advirtió una conexión temática y de tratamiento entre Iris Murdoch y Jane Austen, Dickens y Shakespeare. Ya desestimada las vanguardias creativas por aburrimiento, la autora destacó por restaurar la novela de escenas y diálogo, estructurada en forma, articulada a través de la acción y lo tragicómico. Gracias a su tesón como escritora, publicó diez novelas entre 1968 y 1972, entre las que destacan El caballero negro, Henry y Cato, Una derrota bastante honorable y su obra maestra, El mar, el mar.

La brillantez de su mente permitió a Murdoch dar vueltas al globo ofreciendo conferencias y clases hasta bien superados los 75 años. Hasta que en una de ellas, en 1994, se quedó en blanco y comenzó a balbucear. El diagnóstico de alzheimer no se demoró. En ese momento, su marido tomó la decisión de ser su cuidador y compañía absoluta.

John Bayley apenas había destacado como autor, siendo reconocido por otros estudiosos de escritores, pero no por obra propia. La vida a la sombra de Murdoch es una de las explicaciones lógicas a los que sucedió tras el alzheimer. El círculo de amistades cercano al matrimonio corroboró los celos que el marido sentía por su esposa, en especial por su éxito literario.

Los tres volúmenes que forman las memorias del matrimonio (dos en pareja, Elegía a Iris e Iris y sus amigos, y uno de viudo, La casa del viudo) funcionan como un homenaje y una venganza. Bayley reconoce en sus textos su casi asexualidad en contraste con la fiebre sexual de Murdoch, hasta el punto de desgranar encuentros en trío en los que él se dedicaba a mirar la acción. Pasajes de esta sordidez sorprenden en comparación a lo que, paradójicamente, sucedió después en su vida.

Su marido ahondó en su penosa situación

Bayley ahondó más en la penosa situación de Murdoch durante la última etapa del alzheimer, cuando la autora apenas se movía y solicitaba por balbuceos ver Los Teletubbies durante horas, en Iris y sus amigos, además de airear más amoríos. Posteriormente convirtió este libro y el anterior en una película, Iris, que él mismo escribió y en la que muestran a una escritora tosca y taruga, carente de imaginación y originalidad, pero casada con un santurrón que la cuida y mantiene limpia. Como apunte, las amistades del matrimonio sentían lástima de la sucia casa en la que vivían, llena de libros y restos de comida.

La película fue el último enlace del viudo con el círculo afectivo de su difunta esposa. Al año siguiente se casó con una íntima amiga de Murdoch, 17 años menor, heredera de una considerable fortuna y huésped de la pareja en su casa de Lanzarote durante los últimos 30 veranos. El conjunto de los actos de él terminaron por hundir la reputación de la escritora.

En La casa del viudo, Bayley comenta cómo su casa se llenó de apoyo al momento de enviudar, pero también sobre la presencia de jóvenes que se querían encamar con él, de 75 años. Incide en el caso de Margot y Mella, dos mujeres con las que se resignó a acostarse después de negarse en múltiples ocasiones. Margot le cocinaba y Mella, estudiante, se desmayó en su cama para atraparlo. Los medios se hicieron eco de esta historia y comenzaron a investigar. Después del revuelo, Bayley confesó en rueda de prensa que se había inventado esos pasajes. "Son una composición de personajes, a la vez reales y no reales. Quería mostrar cómo me siento en una situación tan vulnerable. Los viudos son presas de mujeres buenas", explicó.

Por su parte, Iris Murdoch siempre mostró pánico a ser convertida en una santa intocable una vez se muriese. Había abrazado sus actos y los reivindicaba en la intimidad, ya que en cierto modo se había adelantado al tiempo. Este miedo se le curó en 1981 durante un viaje en tren. Una mujer la saludó muy nerviosa y la llamó Margaret Drabble, escritora con la que guardaba un gran parecido físico. Murdoch, irónica y sagaz, preguntó: "¿Cómo puede usted saber que no soy Doris Lessing, Iris Murdoch o Muriel Spark?". La mujer gritó: "¡Te reconocería en cualquier parte, Margaret!".