Opinión

La voz de la tempestad

Después de la Segunda Guerra Mundial, todo parecía posible. Una joven decidió cambiar su destino al ver la actuación de la diva Marie Belle en Fedra, de Jean Racine. La habían criado para ser profesora, pero la interpretación acababa de irrumpir en su vida para dar sentido a su instinto. Jeanne Moreau (1928-2017) hizo siempre lo que quiso, como quiso, con quien quiso. Es la manida paradoja de alguien respetado por el sector, la crítica y el público, pero que no pudo completar la estantería de premios. Terminó por acostumbrarse, ya que el verdadero galardón fue su espíritu libre, su conciencia adelantada a cualquier tiempo. Ella fue la gran dama del cine francés, la personificación de su país y la voz de la república.
jeane moureau
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PESE A UNA prolífica carrera con más de 100 películas a lo largo de 6 décadas, Moreau nunca dio por sentada su vida, su vocación o la posibilidad de realizarse como artista. Vivía entre la preocupación y la indiferencia, aunque Orson Welles la había nombrado la mejor actriz del mundo y su trabajo servía de inspiración a intérpretes de todos los lugares. Puede que su inquietud vital fuese fruto, en realidad, del desequilibrio de sus orígenes. O una simple pose, con ella nunca se sabía.

Jeanne Moreau nació en un hogar peculiar, aunque probablemente el necesario para su carácter. Su madre provenía de Reino Unido y huía de una sociedad opresora, cargada de prejuicios puritanos. Llegó a París para poder ser bailarina y cumplió su sueño al incorporarse al equipo del cabaret Folies-Bergère, donde acompañó a artistas como Josephine Baker. Pronto encontró además el amor con un hostelero, el dueño de una brasserie de cierta fama entonces, La Cloche d’Or.

Marilyn Monroe y Jeanne Moreau nacieron el mismo día bajo la influencia de la constelación acuario, aunque las diferencias geográficas marcarían el futuro de manera clara. Pese al gusto por la oratoria y la palabra del padre de la actriz, él parecía cerrado a dar a su hija solo la educación necesaria para ser profesora. Gracias a un extravagante tío, la niña conoció la literatura y todas sus posibilidades, incluidos los libros prohibidos. Más tarde, este tío le pagaría clases de baile a escondidas para impulsar su carrera.

Los veranos fueron la época más feliz en la infancia de Jeanne porque dejaba atrás la ciudad y se desplazaba a un ínfimo pueblo al sur de Vichy, un lugar en el que todas las tumbas del cementerio lucían el apellido Moreau. Allí, en Mazirat, la esperaba su abuela, su mayor confidente. También su abuelo, un maestro de navegación que enseñó todo a la niña sobre las mareas, la luna y las estrellas. En París, la vida transcurría entre las ausencias de su padre, habitual en los prostíbulos de Montmartre, y la sumisión de su madre, esclava de su amor y la decadencia de su carrera como bailarina.

La Segunda Guerra Mundial dividió el seno familiar. El padre, acuciado por deudas y encadenando fracasos empresariales, abandonó París y dejó a Jeanne y a su madre en una pensión de mala muerte en el mismo barrio donde él se entregaba a otras mujeres. En medio de la supervivencia, la joven primero acude a una representación de Antígona y, semanas después, de Fedra. La interpretación de Marie Belle, la diva teatral del momento, encendió en Jeanne Moreau la llama que sería el motor de su existencia. "Supe ahí que no había nacido para estar en el lado oscuro de las butacas, sino que para subir al escenario. Perdí todo interés en el colegio”, confesó en múltiples ocasiones.

Comenzó a tomar clases de interpretación a escondidas y, tres años después, fue admitida en el Conservatorio tras audicionar con una escena de Ifigenia. Jeanne Moreau corrió por la ciudad, fue a ver a su padre y le compartió la noticia. Obtuvo por respuesta una serie de bofetadas. Aquel día, algo se impuso entre los dos para siempre. Nada, ni el rechazo, pudo apartar la alegría de Moreau, que acababa de adelantar el pie por vez primera en la dirección que deseaba.

En enero de 1948, el día de su 20 cumpleaños, Moreau se incorporó a la Comédie-Française y se convirtió en una de las personas más jóvenes en la historia de la institución artística, la más importante de su ámbito en Francia, en hacerlo. Jeanne destacó por un uso inteligente del lenguaje físico, como si comprendiese todas las partes de su cuerpo y el modo en que debían incorporarse a la actuación, incluida la parte estética. Pronto demostró a su padre lo equivocado que se encontraba sobre su destino y su madre, separada y desde Reino Unido, se alegró. 

Debutó en el Festival de Avignon con la obra Un verano en el campo, de Ivan Turgenev, y pronto ascendió hasta interpretar como protagonista textos de Jean Cocteau y Bernard Shaw. Jeanne Moreau se consolidaba sobre las tablas como un talento inesperado, puntual ante el declive de las antiguas estrellas y en el momento de transformación de la industria cinematográfica en toda Europa. Por eso, no tardaron en llegar las ofertas para dar el salto a la gran pantalla. Y ella, por supuesto, aceptó.

Durante casi una década, el paso de Moreau por el cine no supuso mayor sobresalto o mérito artístico que engrandecer un hueco popular, triunfar en taquilla, crear un camino y una identidad como actriz. Sin embargo, dentro de la industria se corría la voz del gusto que suponía trabajar con ella. Entendía las directrices y, lejos de limitarse, Jeanne aportaba matices e intelectualidad a sus interpretaciones.

Todo cambió en 1958 con Ascensor para el cadalso de Louis Malle, en la cual encarnó a una femme fatale a la francesa muy distante de la habitual. La sensualidad de Moreau abrió una nueva vía para ella. Su gesto, la sombra de su rostro, el modo en que fumaba y, especialmente, la capacidad de la actriz para modular la voz fueron elementos clave en su interpretación.

El uso de la voz por parte de Jeanne Moreau fue, según los cineastas que la reclamaban en sus elencos, el rasgo definitivo en su arte. La capacidad de la actriz para modular no solo el timbre o el volumen, también el terciopelo o la vibración o cualquier otra característica, supuso la gran diferencia. Ella, consciente de esta habilidad, no dudó en jugar esta baza para sumarla con valor diferencial en cada papel.

Además, en este film quedó una de las escenas más icónicas del cine francés. Jeanne Moreau deambula de noche por París, indiferente y erótica, al son de una pieza de Miles Davis creada al mismo tiempo que el músico veía la escena. Entre el trompetista y la actriz surgió la química del romance.
A finales del mismo año, Jeanne Moreau desafió la moral de Europa y Estados Unidos al repetir con Louis Malle en Los amantes. Junto al cineasta, con quien mantenía una relación sentimental, dejó perplejo a público y crítica con la escena de un orgasmo cargado de matices, sin censurar. Los católicos de Francia e Italia intentaron linchar la cinta y en Estados Unidos afrontó problemas para su estreno, hasta que el Tribunal Supremo dictaminó en 1964 que no se trataba de una película pornográfica.

En aquellos años, Jeanne cumplía diez años casada con el cineasta Jean-Louis Richard, pero sus amoríos eran incesantes e insaciables. “He seducido a muchos hombres. Siempre me incliné por hombres con talento. No tuve amantes por tenerlos”, confesó al final de su vida. Habían concebido a un hijo, Jerome, el cual en 1959 casi muere en un aparatoso accidente de tráfico. Su madre se encontraba en el coche con Jean Paul Belmondo. Sin embargo y al igual que ella con su padre, Jerome nunca mantuvo una relación cercana con su madre.

Gracias a sus éxitos incontestables, los críticos de Cahiers du Cinema reconvertidos en cineastas dentro de la Nouvelle Bague cayeron rendidos a sus pies. La técnica y el arte se concentraban en Jeanne Moreau de manera innata. Truffaut la incluyó en Los 400 golpes y Jean-Luc Godard en Una mujer es una mujer. Con Peter Brooks filmó Moderato Cantabile, una adaptación de la novela de Marguerite Duras, que se convertiría en una de sus mejores amigas, y en Cannes la reconocieron con el premio a mejor actriz.

Su fama traspasó las fronteras de su país al abrirse al cine de autor y experimental. Antonioni quiso a Moreau para La notte, Joseph Losey para Eva, Orson Welles en tres filmes, Luis Buñuel en Diario de una camarera, Fassbinder en su última película y la lista se completa con Manoel de Oliveira, Frankenheimer, Wim Wenders, Peter Handke o Richard Curtis. Dentro del cine francés, Jeanne Moreau se unió a Jean Renoir, Jacques Demy, Luc Besson, Agnès Vardà y François Ozon, entre muchos otros.

Junto a Truffaut grabaría de nuevo y con un resultado excepcional, un trabajo que afectó al sentir de toda una generación y considerada una de las mejores películas francesas de todos los tiempos. Jeanne Moreau fue la amante y la pieza clave en la película Jules y Jim, en donde se abordan las relaciones abiertas y la complejidad entre el amor y la amistad. El triángulo amoroso se convirtió en un fenómeno popular y la canción Le tourbillon de la vie, cantada por Moreau, en un himno.

Al igual que otras muchas intérpretes de su generación, Jeanne Moreau se atrevió a cantar y grabar discos, pese a no poseer una dotación nata para ello. Su correcta afinación y el encanto que ponía en sus interpretaciones la llevaron a cantar con Frank Sinatra en el Carnegie Hall en 1984.

Moreau se encuadra en la misma generación que Brigitte Bardot y Catherine Deneuve, junto a ella los dos rostros fundamentales del cine francés del siglo XX. Igual que Bardot representa la sensualidad y Deneuve la elegancia, Moreau personifica el carisma, por ello tuvo una carrera más interesante o fecunda que el resto. Jeanne impregnaba de magnetismo el ambiente y si bien no resultaba atractiva, era muy seductora.

En los años 70, Marguerite Duras y ella se embarcan juntas en varios proyectos. Moreau no temía a lo experimental y Duras apreciaba mucho las dotes de su amiga, a quien consideró la mejor actriz al ver cómo recogía de manera irracional y natural las migas de pan sobre una mesa. En esa década también debuta como directora de cine y preside el jurado del Festival de Cannes, labor que repitió en 1995 y que la convierte así en la única actriz en hacerlo dos veces.

Jeanne Moreau se alejó del foco durante los años 80 para sanarse de un cáncer. La actriz había sido muy recelosa de su vida íntima, incluso con el escandaloso amorío que vivió con el diseñador Pierre Cardin, y es por eso que la enfermedad no había trascendido a los medios. A su regreso, totalmente recuperada, comenzaron los homenajes en vida y por su trayectoria, que dio lugar a la primera retrospectiva del MoMa sobre una actriz.

En sus últimos años, Jeanne Moreau no cesó en su actividad interpretativa y se volcó también en lo social, con el mismo espíritu que en 1971 cuando firmó un manifiesto a favor del aborto reconociendo haber practicado uno, siendo esto delito. Apoyó con ahínco, tanto a nivel personal como en asociaciones, la formación e impulso a nuevos cineastas con innovadoras miradas en Europa.

Falleció en su casa del Distrito 18 de París, un barrio elegante rodeado de embajadas muy diferente del Distrito 10, en el que se crió. La limpiadora del hogar encontró el cuerpo. Convencida de que sobre su tumba pondrían que allí yacía la amante de Jules y Jim, la actriz pareció morir en calma. Jeanne Moreau había sido nombrada la primera mujer miembro de pleno derecho de la Academia de Bellas Artes de Francia y en su discurso de aceptación resumió toda su vida, tanto la personal como la profesional, con unas líneas de la obra de teatro con la que debutó. «Se siembra durante años, años que se van como inviernos. Llegas a creer que no existe la primavera... y de pronto, de golpe, ¡ahí está el sol!».

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