Opinión

Creer o no creer

Encontrar motivos para el desánimo, cosas de las que lamentarse, es muy fácil. No tiene mérito ninguno.
Love Actually

TRANSCURREN lentas y extrañas estas fiestas. Se nota que ha venido menos gente de lo normal, y que los que están salen menos de casa. Pero, aun así, siempre se ven familias que viven fuera y vuelven a pasar la Navidad, y que en la calle Real te ponen al día de su último medio año. Y me gusta: como a mi madre, me encanta estar en medio de todo eso, aunque, como mi padre, necesite mi dosis semanal e incluso diaria de tiempo a solas.

Hemos cumplido con la tradición de ver Love actually, que para nosotros es sin duda ya un clásico de estas fechas. El principio, con Bill Nighy en el estudio de grabación, es cojonudo, y en general toda la película consigue lo que pretende: bastante humor, algún toquecillo emotivo y mucho romanticismo elemental pero amable, que nos deja buen sabor de boca. Y me repito: qué bien hace Hugh Grant de Hugh Grant.

La Nochebuena y el día de Navidad han sido tranquilos y en pequeña compañía, sobre todo el día veinticuatro. Pero debo de estar haciéndome mayor, que, cada vez más, la ausencia de problemas y la tranquilidad son algo bueno que aprecio y valoro no solo en teoría, sino ya mientras sucede.

Leo en la siempre interesante newsletter de Kiko Llaneras sobre la variante Ómicron. La última información puede resumirse en que es mucho más contagiosa pero menos grave, no se sabe aún si porque sí o porque estamos mejor protegidos. Por suerte para nosotros, la selección natural hace que a los virus les vaya mejor cuanto menos agresivos son. También leo sobre el James Webb, el telescopio que se mandó al espacio el veinticinco de diciembre y que orbitará a un millón y medio de kilómetros de la Tierra. Permite ver objetos tan lejanos que las imágenes que nos llegarán serán de hace unos 13.700 millones de años, apenas cien millones de años después del Big Bang. O sea, que veremos un Universo prácticamente recién nacido. ¿Lo entienden? Yo, hasta aquí, sí; pero si a continuación me hago las lógicas e inevitables preguntas subsiguientes —qué había hace 13.800 millones de años y un día, antes de la Gran Explosión, y, por supuesto, qué hay un par de metros más allá de ese límite en expansión del Universo—, no solo no comprendo nada sino que, o dejo pronto de pensarlo, o me arriesgo a que sea mi cabeza la que explosione.

Pero, en cualquier caso, a pesar de que nos enfrente a incógnitas abrumadoras, o precisamente por eso, me parece algo maravilloso. Metemos la pata sin parar, estropeamos casi todo lo que tocamos, pero al mismo tiempo somos capaces de logros asombrosos. Y algunos de ellos tienen como único propósito, como única razón de ser, el conocimiento. Es como para sentirse orgullosos.

Después de más de media vida en ese mundo, su desencanto es cada vez mayor: no le cabe duda de que la evolución está siendo a peor desde hace mucho

Y, hablando de conocimiento, el otro día tomé un café con un amigo, profesor universitario. Después de más de media vida en ese mundo, su desencanto es cada vez mayor: no le cabe duda de que la evolución está siendo a peor desde hace mucho. Me habla de falta de rumbo, de cortoplacismo, de la tiranía de las cifras, de la transformación de la universidad en una formación profesional avanzada, del olvido de la investigación, de la cada vez menor exigencia a los estudiantes, que se ven como clientes a los que hay que satisfacer, de la polivalencia del profesorado y la consiguiente pérdida de idoneidad, de su cada vez mayor carga de trabajo burocrático surgido de protocolos que saturan el sistema absurdamente, porque se han convertido en un fin en sí mismos. No deja de repetir la palabra mediocridad: mediocridad en los objetivos, en los planteamientos, en las prioridades y en el desempeño.

Incluso yo, con mucha menos experiencia que él, he podido comprobar por mí mismo todo lo que dice, aunque también haya visto excepciones. Y le digo que todos los cambios traídos por Bolonia, la innovación, que aquí se traduce en palabrería y en creerse que una tablet es per se mejor que un libro, los procedimientos de calidad, las auditorías, las certificaciones y verificaciones, en otros países quizá se tomen en serio y aporten algo, pero aquí han caído bajo la maldición de uno de nuestros males endémicos, han sido presa de una de nuestras grandes amenazas, siempre acechante: el paripé.

El paripé, el hacer que se hace, el hacer como si se hiciera, el quedarse en las formas, en las apariencias, sin ir más allá, sin profundizar, sin sacarle partido a nada, porque sencillamente nadie se cree nada y, en la perfecta profecía autocumplida, acaba teniendo razón. No se trata de ser, ni de hacer, sino de parecer.

Tenemos cosas estupendas, lo creo de verdad, pero con demasiada frecuencia somos poco serios.

No es un problema exclusivo de la universidad ni del sistema de enseñanza, por supuesto. Piensen en las Iso de organizaciones y empresas y en qué se notan: lo que cuenta es el papelito, el reconocimiento enmarcado en el vestíbulo. Es un problema del país, un problema cultural. Tenemos cosas estupendas, lo creo de verdad, pero con demasiada frecuencia somos poco serios. No tenemos claro que, en casi cualquier campo, los resultados valiosos requieren trabajo y tesón, y llegan poco a poco y son poco enmarcables.

Lo cierto es que uno siempre encuentra motivos para decepcionarse. En cambio, las alegrías se venden más caras, hay que pararse a descubrirlas. Y por eso no se deben dejar pasar: el Webb, Nochebuena, las chicas de un típico bar americano, los encuentros por la calle y algún que otro café.

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