Opinión

Despertar

Unamuno alertaba sobre los diaristas, los literatos que cultivan el diario como género. Decía que uno empezaba contando lo que hacía y acababa haciendo cosas para contarlas.
Salvador Pániker. EFE
photo_camera Salvador Pániker. EFE

Esta mañana en nuestro querido Bonilla —la mejor caña de Ferrol, ya saben—, a nuestro lado había una chica sola. Estaba mirando el móvil, y pasó por varias redes; como mínimo Facebook, Instagram y Twitter —nuestras mesas estaban muy pegadas—. No lo puedo asegurar, claro, pero apostaría una mano a que se estaba aburriendo. No obstante, cuando llegó su cerveza la colocó junto a las patatas, buscó el ángulo y le sacó una foto, que envió por WhatsApp. Al poco comenzaron a sonarle los mensajes.

Así que una vez más me pregunto qué no pensaría Unamuno de nuestra situación actual, donde el esnobismo de toda la vida, ese hacer para que te vean, ha entrado en otra dimensión y hay, directamente, una realidad paralela que se asume como normal. Incluso ponernos un filtro para tener una cara que todos saben que no es la nuestra, y convertirnos en un avatar, nos parece ya natural.

Hace un par de semanas estaba en Zaragoza. Pasé parte de la tarde buscando regalos para Marta, que iba a estar de cumpleaños, y después fui a tomar un café en la plaza del Pilar, en las mismas terrazas donde una vez, cuando yo era pequeño, paramos con mis padres: en mi casa todavía se recuerdan con asombro las inauditas seiscientas pesetas que nos habían cobrado por dos vinos. Y mirando la basílica —cuyos tejados policromados, por cierto, aquella primera vez me habían parecido una tarta y no me habían gustado—, tenía ganas de compartir aquello, aquel momento. Pero una cosa es esa tendencia a comunicar, a contar, a compartir lo que sentimos con quien nos importa —y a quien echamos de menos, que creo que en realidad es la gran cuestión—, y otra muy distinta la pulsión exhibicionista, que es lo que parece esta permanente publicidad hacia desconocidos. En el primer caso, lo que queremos es que estén con nosotros, hacerles un sitio a nuestro lado. En el segundo, no sé si también estamos tratando de rellenar un hueco, pero veo un vacío demasiado grande y profundo, un vacío vital imposible de tapar así. Una soledad disfrazada de fiesta.

Estos días sigo con Jiménez Lozano, con su Segundo abecedario, y habla del homo aestheticus de Kierkegaard, siempre en busca de ser otro, de otro triunfo, de otra gloria, perpetuamente insatisfecho y a quien, al final, la muerte encuentra sin ningún yo. Y de nuevo pienso que en esa búsqueda sin rumbo, a ciegas, atolondrada, condenada desde el principio al fracaso, y que solo nos deja vacío y frustración, en esa búsqueda ansiosa y que no atiende a ningún criterio salvo el de seguir al ruido, ahora mismo estamos batiendo todos los récords.

Habla Lozano de lo que la filósofa Simone Weil llamaba "el ruido del mundo": toda la actividad que no significa nada. Que solo aturde. Y asegura él que un mes sin televisión sería una hecatombe. Hoy en día, por supuesto, es mucho más gráfico pensar en un apagón de nuestros móviles, y la paralización total que supondría, no ya de nuestra organización –que puede ser incluso comprensible-, sino de nuestro ocio, de nuestro tiempo libre, de nuestro tiempo en general. Me encantaría.

Salvador Pániker, entrevistado por Sánchez Dragó en Negro sobre blanco en el año 2000, se definía como "alguien que estaba despierto"; y hablaba de la lucidez como único modo de estar vivo, en contraposición a "declamar un papel que la sociedad nos ha dado". Lo cual nos lleva de vuelta, más o menos, a Kierkegaard y a ese vacío que hallamos dentro de nosotros cuando llega el momento de la verdad —y momentos de la verdad hay muchos, más de los que parece, y repartidos a lo largo de toda la vida—.

Siguiendo con filósofos, fue Spinoza quien dijo que los verdaderos viajes por el mundo se hacen en los adentros, en el propio cuarto, en el propio jardín: que son esos viajes los que nos cambian, los únicos que nos pueden dar respuestas. Y sin embargo, aun así, yo creo que viajar, viajar física, geográficamente, moverse, trasladarse por ejemplo por el norte de Castilla hasta Zaragoza, y salir de nuestro entorno, tiene siempre algo de oportunidad. De oportunidad de que nos pasen cosas diferentes. Distinta cuestión es que la aprovechemos. Pero, si vamos con los ojos abiertos, si nos atrevemos a exponernos, si permitimos, aunque sea con timidez y esta prudencia mía, que las circunstancias nos hagan mella, puede tener un efecto desestabilizador, revulsivo, que nos venga bien. Nos puede hacer apagar el piloto automático de nuestro día a día. Y despertar.

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