Opinión

Un inglés, un francés y un loro

Tras leer El loro de Flaubert, Flaubert me cae algo peor y Julian Barnes, en cambio, mucho mejor

EN REALIDAD, en el libro Barnes habla por boca de un personaje ficticio, un tal doctor Braithwaite, inglés como él y también devoto del autor de Madame Bovary, y que, en primera persona, es quien reflexiona y nos cuenta cosas sobre Flaubert, visita lugares relacionados con él y busca el loro del cuento Un corazón sencillo. Y, para ser justos, es este Braithwaite el que ha acabado por parecerme francamente simpático.

No sé hasta qué punto tiene interés profundizar demasiado en la vida de un artista –por ejemplo, un escritor–. Salvo por razones académicas –que suelen ser también alimenticias–, supongo que no es más que una consecuencia de nuestra tendencia a la mitomanía, que como sabemos tiene muchas posibilidades de conducirnos a la decepción. Nos gustaría que las personas que consideramos admirables lo fuesen en todas sus facetas, pero la chocante verdad es que en un mismo individuo pueden coincidir excelsas virtudes y execrables defectos. Pocas vidas están a la altura de las obras; y pocas personas a la altura del personaje. Y la realidad es tan incoherente que un genio puede ser un perfecto capullo. Pero no es menos cierto que aquí da un poco igual: en este caso Barnes habla sobre Flaubert, pero, como casi siempre cuando se trata de un buen escritor, el tema no deja de ser una excusa para decir muchas otras cosas interesantes.

El mal carácter de don Gustave parece difícil de negar. Alguien que ya de jovencito califica la vida de nauseabunda no lo pone muy fácil, aunque luego ese talante malhumorado esconda brillantes perlas, como cuando dice que, después de no vivir con aquellos a quienes amamos, no hay mayor suplicio que vivir con quienes no amamos. Por el contrario, los comentarios de Braithwaite son amables incluso cuando destilan cinismo, pues este viene acompañado de sentido del humor y de una simpática resignación.

El novelista probablemente encajaba en esa categoría de personas que tienden a abstenerse y observar, pues temen tanto a la decepción como a la satisfacción

Hay una parte del libro en la que Baithwaite/Barnes defiende a Flaubert de ciertas acusaciones tópicas: nos suelta que amar a la humanidad es una solemne tontería, tan inaprehensible como amar la Vía Láctea e igual de facilón que amar las gotas de lluvia; afirma que, para el escritor, la democracia no era más que la mejor solución por el momento, como previamente lo habían sido el feudalismo o la monarquía, y que su sistema preferido de gobierno era el mandarinazgo, a pesar de reconocer que tenía escasas probabilidades de cuajar en Francia; o admite que, efectivamente, Flaubert no era un adepto a la Comuna ni, en general, a las revoluciones, por una increíble debilidad de carácter que le hacía no ser partidario de que las personas se matasen las unas a las otras. En fin, frases, tal vez. Pero hay cierto placer en encontrar opiniones disconformes verdaderamente personales: ahora, en cambio, asumimos discursos previamente empaquetados, ya sean a favor del sistema, ya en su contra.

No obstante, más interesantes resultan otros comentarios menos llamativos y, sin embargo, más profundos y definitorios de un modo de ser. Por ejemplo, cuando en La educación sentimental se explica que no hay mayor placer que el de la ilusión por hacer algo, seguido por el de recordarlo después. Que parece estar en línea con que, más que viajar, a Flaubert le gustase la idea del viaje y el poso que dejaba. El novelista probablemente encajaba en esa categoría de personas que tienden a abstenerse y observar, pues temen tanto a la decepción como a la satisfacción. Es, muy probablemente, una tara, una tara que se me hace muy familiar.

Lo que subrayamos de un libro nos define. Y yo en este he subrayado mucho, a añadir a todo lo que, antes que yo, había subrayado mi padre. No sé si, efectivamente, al pasar nuestro tiempo anotando hechos e ideas de otros nos estamos limitando a mirar; ni sé si eso está mal, si estaremos cortándonos las alas, renunciando a volar por nosotros mismos. Pero sería un hipócrita si no dijese que no lo creo, y además no me importa: cuando alguien me asegura que estoy cayendo en eso y sugiere que debería dar un paso adelante, no pensar tanto y vivir la vida, así, sin más, me acuerdo de una vez que en una fiesta un grupo de gente hacía una conga y, a los que no nos queríamos unir al baile, nos llamaban aburridos.

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