Opinión

K.

El otro día tomé un café con un amigo que tiene dos características de lo más llamativas: es bibliotecario y lee mucho
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LA VERDAD es que no acaba ahí la cosa: también es comunista y una persona tremendamente razonable –al menos por ahora, ya les iré contando–, con la que todo parece indicar que es posible discrepar –no se lo van a creer– amistosamente. En resumen, una rara avis.

Las mañanas de los viernes, cuando las tengo libres y estoy en Ferrol, son deliciosas: me levanto con Marta y los niños, desayunamos todos juntos y los despido en la puerta; termino de recoger, me siento una media hora a leer y me marcho a hacer deporte; al acabar, voy a la biblioteca del Patín a tomar un café con Marta y, luego, a pasear por el centro, por la calle Real, y me tomo otro en la terraza del Lusitânia, donde sigo leyendo y saludo a la gente que pasa, hasta que dan las dos y vuelvo hacia la universidad, en cuyo comedor comemos los cinco. Soy un afortunado, pero al menos lo sé.

Y desde hace un par de semanas se nos une, en el café, nuestro amigo K el bibliotecario. K no lee ficción –por eso le pongo un alias kafkiano, como penitencia–, solo ensayo. Y no porque la desdeñe, aclara, sino por su personal concepción de cómo aprovechar el tiempo. Lo entiendo, porque a mí me sucede lo mismo con la poesía, que él, curiosamente, sí frecuenta; pero, aun así, el otro día quise hurgar un poco en esa cuestión y le planteé una posible relación entre ideología y aficiones.

El cumplimiento a rajatabla de las normas es perfecta para la Administración y los juegos de mesa, pero no tanto para vivir

K reconoce que él sitúa, en el centro de sus intereses y de su pensamiento, lo colectivo. Y se nota cada vez que charlamos: mientras yo me paro en el individuo y centro mi atención, inevitablemente, en lo personal, en el caso a caso, él tiene el foco puesto en la sociedad, en la colectividad. Lo cual, creo yo, podría ser una buena explicación de por qué lo suyo es el ensayo, y de por qué la gran cualidad de la literatura de ficción, de la narrativa, de la novela, que es la expresión de la vivencia subjetiva, íntima y única, a sus ojos no le aguanta el tipo a la reflexión explícita fruto del estudio. Y llevé mis suposiciones más lejos todavía y lo acusé, para que se defendiera, de caer en el que para mí es el error que define al fanático: no atender más que a la razón y basarse, a la hora de juzgar, de decidir y de actuar, solo en ideas. Y me demostró que no, que, lejos de guiarse por esa racionalidad descarnada del revolucionario, de un Strélnikov de la vida, era un sentimental. Y ser un sentimental es un antídoto, sin duda, contra el exceso de coherencia. Él asegura que siempre ha hecho excepciones, que es todo lo que yo necesitaba oír para exculparlo. Las excepciones son una prueba de nuestra humanidad, e incluso cuando resulta innegable que son síntoma de debilidad, es la debilidad de los sentimientos –bienvenida sea– la que dejan ver. El cumplimiento a rajatabla de las normas es perfecta para la Administración y los juegos de mesa, pero no tanto para vivir.

Y, aprovechando que es marxista, antes de irme compartí con él una idea, que en mi caso no pasaba de intuición. La de que uno de los errores del socialismo, ya no de la puesta en práctica de sus teorías –ahí la lista sería muy larga y este no la encabezaría–, sino de las teorías mismas, fue, o es, la anulación de la iniciativa individual, sacrificada a la planificación y a la comunidad, metida –supongo– en el mismo saco que la propiedad individual; y, con ella, la anulación de uno de los motores más poderosos, a lo largo de la Historia, del progreso material, de la ciencia y el conocimiento, del arte y de las exploraciones de la otra orilla del río o del espacio exterior. Y, para mi sorpresa, me dice que sí, y que ya Lenin advirtió, al principio, que no debían hacer eso, que no podían arrebatar a la gente ese incentivo, que no podían privarla de la motivación personal, que no podían vetar la inquietud, ni la sociedad podía permitirse, lógicamente, renunciar a sus frutos. Y me quedo contento con que Vladimir Illich lo viese como yo.

Leo Historias de Pekín, de David Kidd (otra joya más de Libros del Asteroide), donde el norteamericano es testigo de los últimos días de la aristocracia china tras la rendición de la capital al ejército de Mao. Cuenta, por ejemplo, que el ataúd de su suegro, de madera de alcanfor, había recibido cada mes, durante los veinte años anteriores a su entierro, una mano de laca fresca. Cuando murió, estudiaba dos copas con el pie de jade, ajeno a que en su patio acampaban y calentaban sopa los soldados comunistas, campesinos huyendo de la miseria secular.

Tengo que preguntarle a K, este viernes, si cree que, una vez pasada la explosión revolucionaria y asentada la justicia, es posible no ver la belleza y el refinamiento como enemigos de la igualdad. Ojalá me diga que sí.

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