Opinión

Sinsonte o el abismo

 

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Dice el Talmud que no vemos las cosas tal como son, sino tal como somos. Y por eso, porque tiene toda la razón, nos resulta tan sencillo encontrar argumentos para nuestras tesis, sean estas cuales sean. Siempre vemos motivos de peso para creer lo que creemos.

No obstante, y aun sabiendo esto, hay que reconocer que los apocalípticos lo tenemos más fácil. Nos sobran señales inequívocas de que nos precipitamos hacia el abismo en el que desapareceremos merecida e irremisiblemente. Y algunas de ellas saltan todavía más a la vista cuando leemos cierta ciencia ficción.

Por recomendación de mi amigo Javi, acabo de leer Sinsonte, de Walter Tevis —en una edición preciosa, como todas, de Impedimenta, con una cubierta realmente maravillosa—, un clásico de la sci-fi que yo no conocía, y que me ha gustado muchísimo. Y que, como otros títulos destacados del género, usa la ciencia ficción, no tanto como tema sobre el que escribir, sino como excusa para poder hablar de nosotros mismos, de nuestro tiempo y sus problemas. Incluso, a veces, son historias que probablemente podrían ambientarse en otra época, en otro mundo, y seguir siendo esencialmente las mismas.

El autor, que escribió relatos tan dispares como Gambito de dama;—el de la serie— o El buscavidas —el de la película del joven Paul Newman jugador de billar—, consigue en este lo que otros escritores de ciencia ficción han logrado en obras míticas: hacer un ejercicio de prospectiva que, sin pretender ser una profecía exacta, resulta desasosegadamente premonitorio en algunos de los rasgos con que pinta el futuro. Es, sin duda, el caso aquí. A pesar de que, como casi todos, fue incapaz de prever un elemento absolutamente determinante en nuestra realidad social actual y —al menos a corto y medio plazo— próxima: el móvil; y, con él, el metaverso y la vida paralela transportable, omnipresente, que brinda.

Para Walter Tevis, que publicó este libro a principios de los 80, la amenaza, aunque la tecnología jugase también un papel, provenía sobre todo de las drogas. En el futuro distante que describe, es a la combinación de ambas a la que atribuye el efecto anulador de la voluntad, del interés y de cualquier tipo de curiosidad en la población. Le basta añadir a la fórmula un tercer elemento, una educación vacía de contenidos, que ensalza el individualismo y condena, literalmente, cualquier intromisión en la intimidad personal de los demás, para que el resultado sea una sociedad caracterizada por una apatía total, y paralizada por completo.

A lo largo de la lectura, los paralelismos me han ido pareciendo obvios. Cargando las tintas, claro, exagerando aquí y allá; pero eso es lo que hacen estas obras, lo que hicieron 1984 o Fahrenheit 451: exagerar para alertar sobre un peligro.

"Mi televisión mural privada, a la que aprendí a entregarme por completo, olvidándome de mi cuerpo infantil durante horas mientras imágenes placenteras, y mi cuerpo no tenía más función que proveer al cerebro de los compuestos químicos necesarios para alcanzar una pasividad vacía". Si no les suena, es que hace mucho tiempo que no tratan con adolescentes, ni con demasiados adultos. "Usar la mente como vehículo para el placer desconectado de la realidad". Insisto.

Pero es que, además, en el mundo de Sinsonte —y no les estropeo nada, porque esto se cuenta ya en la contraportada— no se lee. Literalmente: nadie sabe leer, y apenas algunos recuerdan lo que eran los libros. Salvo un tal Paul Bentley, que aprende viendo películas mudas y mirando unos manuales infantiles. Y a partir de ese momento va entrando en otros mundos y dándose cuenta de lo que eso supone, lo que supone conocer más realidades que la inmediata y penetrar en mentes diferentes a las de los semivegetales que lo rodean. Y así, el libro acaba siendo también una reivindicación de la lectura, e incluso del ejercicio de escribir, frente a alternativas más fáciles pero estériles. ¿Sigue sin sonarles?

Y todo, al fin, esa nueva consciencia, esa lucidez recobrada gracias a desintoxicarse de los tranquilizantes y a la lectura, acaba llevando a ese habitante de tan lejana distopía a descubrir que la vida en algún momento fue otra cosa, y que podría volver a serlo. Deja atrás su "raquítico egocentrismo" y va recobrando sensaciones perdidas hace décadas, aprendiendo a mirar como ya nadie mira, y volviendo nada más y nada menos que a pensar. Para acabar descubriendo qué le pide él a la vida y jamás ha tenido.

Para mí es evidente que la ficción a veces sabe mostrar lo que otras explicaciones más sesudas apenas esbozan. Y este es un ejemplo perfecto. Leer ha sido, una vez más, un privilegio y una gran suerte.

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