Opinión

Un castillo en los Cárpatos

El paso a un lado, el retiro a la seguridad y comodidad del refugio intelectual, es una tentación permanente.
Sándor Marai. GALICIAÉ
photo_camera Sándor Marai. GALICIAÉ

HE LEÍDO El último encuentro, del húngaro Sándor Márai, regalo de mi amigo Eusebio, de Foz, muchos años –ya no recuerdo cuántos– después de leer Divorcio en Buda. Y ha sido un regreso a la literatura, a mi literatura, a la literatura con la que, quizá, más disfruto. Libros que son lo más parecido a asistir a una conversación, a veces, a tenerla, otras, o incluso, en ocasiones, a leerle la mente a alguien. Pero libros, también, lo reconozco, que tienen una componente de evasión innegable; no por frívolos, no por entretenidos, sino casi por todo lo contrario: la intemporalidad, la permanencia del tema, y su aparente falta de urgencia.

La novela cuenta el reencuentro de dos antiguos amigos íntimos, después de cuarenta y un años de separación, y en el que se presupone final de sus vidas, cuando ambos son ya ancianos. Han sido militares, cuando todavía servían al Emperador, aunque uno, el que se marchó, no demasiado tiempo. El otro, en cambio, hizo carrera y llegó a general. Él, de familia noble, es el dueño del castillo donde se vuelven a ver, en el mismo salón, usando la misma vajilla e iluminándose con las mismas velas que en aquella última cena.

Sándor Marai. GALICIAÉ
Sándor Marai. GALICIAÉ

Y, durante ciento cincuenta páginas de las ciento ochenta y siete que tiene mi edición –Salamandra Bolsillo–, el general habla. Le habla a su amigo, él, todo el tiempo él, sobre ellos, sobre la amistad, sobre el carácter y la personalidad, sobre lo que les ocurrió, sobre el amor y la vida. Y es un placer, una delicia, seguir sus razonamientos, las explicaciones que ha ido dándose a sí mismo a lo largo de cuatro décadas, y que por fin puede compartir, que puede al fin confrontar con su interlocutor imaginario de todo ese tiempo. Cuatro décadas de soledad casi absoluta, enfrascado en sus pensamientos, al cabo de las cuales ya no queda nada de las pasiones que lo atormentaron y le hicieron cambiar su rumbo para siempre.

Cuatro décadas que se decidieron pasar, como si no se tratara de la única vida de ese hombre, de espaldas al mundo. La renuncia a vivir, y la renuncia también a morir. La indiferencia por todo excepto por aquello que lo apartó de los demás y, al mismo tiempo, lo obligó a seguir vivo. Y siempre solo, sin concederle importancia más que a dos personas.

Igualito que nosotros ahora, que no podemos pedir una tapa o ver una frase chula sin correr a compartirlos con desconocidos. Tal vez por eso nuestras elucubraciones son insignificantes.

Es recurrente el tema de hasta qué punto la literatura, la ficción, es capaz de llegar a ofrecer, mejor que el ensayo, una visión clara y fiel de lo que somos

Márai le hace decir al general que da igual lo que digamos o los argumentos que usemos para justificarnos; que, al final, son los hechos de nuestra vida, nuestras decisiones, nuestras elecciones, los que van respondiendo a las grandes preguntas que el mundo nos hace, a las preguntas que importan: quiénes somos, qué hemos querido de verdad, qué hemos sabido de verdad, a qué hemos sido fieles o infieles, y con qué y quién nos hemos comportado con valentía o con cobardía. Ni más ni menos. Y es la vida, nuestra vida entera, la que las contesta, con independencia de las verdades o mentiras que contemos y nos contemos.

Habla también de la consideración de uno mismo, del extremo dolor que provoca el deseo de querer ser lo que no somos, de la tragedia que representa el deseo de ser diferentes, la incapacidad para aceptarnos, para conformarnos con lo que significamos, con nuestra importancia para el mundo. Y se detiene en la dificultad que entraña el soportar que alguien en concreto sea moral o intelectualmente superior a nosotros: ah, qué bien me conoce el general. Pero advierte, me advierte, que este mundo en el que caemos solo perdona a los puros y humildes de corazón.

Es recurrente el tema de hasta qué punto la literatura, la ficción, es capaz de llegar a ofrecer, mejor que el ensayo, una visión clara y fiel de lo que somos, de lo más esencial que hay en nosotros. A través, a veces, como dice Márai, de los detalles. Por eso, cuando llega el momento en que su personaje afirma que hay algo peor que la muerte y el sufrimiento, algo sin lo que no es posible vivir una vida digna, y nos dice que es el amor propio, lo entendemos. Porque las ciento setenta páginas previas nos lo han hecho ver y comprender, y ya sabemos que es así, que es verdad, que en lo más profundo atesoramos nuestro amor propio, y que a él y solo a él le corresponde sostener todo lo demás, todo lo que somos.

Tentación, digo, porque es una huida: de la diferencia, del malestar de los desacuerdos, de las urgencias injustificables, de los temas de moda y las discusiones de agenda

El paso a un lado, el retiro a la seguridad y comodidad del refugio intelectual, es una tentación permanente para mí. Tentación, digo, porque es una huida: de la diferencia, del malestar de los desacuerdos, de las urgencias injustificables, de los temas de moda y las discusiones de agenda, de las prisas, de la incomprensión propia y ajena, de las prioridades poco entendibles y un largo etcétera. Una huida de algunas cosas merecidamente rechazables, de un ritmo exigente y tonto que nos trae como a pollos sin cabeza, pero también de otras que solo son incómodas, y que una persona de bien no puede pretender que dejen de molestarla.

Al mismo tiempo, y en resumen, leyendo, gracias a cierta literatura, las trayectorias de Henrik y Konrád, admiro esa dedicación a las cuestiones y los elementos más profundos de la vida, de nuestra existencia. Admiro en ellos, y envidio, esa hondura y esa seguridad para escoger lo que les da algo parecido a un sentido, y saber hacer caso omiso a lo demás. Naturalmente, vivir en un castillo al pie de los Cárpatos debe de facilitar enormemente la tarea.

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