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Centenario roto en un lago

Tomo una copa de vino en mi balcón y me digo que en otras condiciones yo no hablaría de este poeta que cumple cien años. Pero es culpa mía.

leopoldo de luis
photo_camera Leopoldo de Luis

Nunca me dijo gran cosa su nombre, nunca sentí deseos de leer sus poemas o de oír hablar de él más de lo que oía distraídamente en muchas ocasiones, en las antologías, en los artículos. Pero es culpa mía por cerrarme a tantas cosas, porque la vida es tan amplia que uno no tiene cabida para abrirse a todo lo que hay en ella, porque fui cerril o insensible a infinidad de valores como es inevitable, porque la vida me llevaba por otros senderos. Ni me interesaba la poesía social, ni le encontraba sabor al nombre de Leopoldo de Luis, ni como iba en busca de la genialidad continua me interesaba un poeta al que consideraba en el mejor de los casos pasable o mediocre. 


Y sin embargo una vez estaba en el lago más hermoso del mundo, el lago Ohrid en la Macedonia ex yugoslava,  un lago al que se asomaron los mejores poetas de la tierra durante muchos años en los Festivales de Poesía de Struga, al que van las anguilas del Caribe a desovar subiendo por el río Drin desde el Adriático después de recorrer tantos mares, en el que Ivo Andric señalaba las explosiones y rompimientos de mundos en un solo instante, un lago en que sentí tan intensamente que casi me rompo al final al tener que marcharme, y allí hay varias santuarios ortodoxos con iconos fascinantes, y en uno de ellos se ve un ángel con solo un ala que me traje en una reproducción que me llena los ojos, y Leopoldo de Luis escribió un poema que está en el dorso del icono y que no puedo olvidar, que vale por toda una obra poética, que basta para celebrar un centenario, y para decirle al poeta: oye, poeta, reconozco que he fallado, reconozco que soy un gilipollas como tantas veces he sido un gilipollas, y que no supe encontrarme con tu poema intenso, pero la vida me ha hecho toparme con él, igual que la vida repara tantas gilipolleces. 


 Dice Leopoldo de Luis en el poema de Elegías de Struga: “La Anunciación de Ohrid tiene un arcángel/ con solo un ala al aire decidida./ Bajo un dosel la Virgen es un sueño/ de primavera en dulce expectativa”, y no quiero exagerar pero esos versos me recuerdan la magia de Rilke, su encontrar la maravilla invisible en lo cotidiano, su convertirlo todo en extraño y lleno de hondura, esos versos sí que me atrapan y me rompen la costumbre de oír millones de versos anodinos que ronronean por todas partes, y luego el poema dice: “Un ala las sostiene, la otra cae/ como música un punto suspendida”, y me acuerdo de Orfeo que trajo la música al mundo distraído desde las profundidades invisibles, y la música se me aparece como algo que lo vivifica todo en esos versos, y toda la angelidad del ángel se condensa en solo un ala, dos ya parecen una redundancia, y Leopoldo de Luis se asombra con ese ángel conciso que solo quiere un ala, y yo me asombro con el ángel y con el poeta que se asombra de él, pero luego el poeta aún dice: “Quizá a través del tiempo, adivinando/ nuestro vivir nos da el lejano artista/ la lección de que un ala, solo un ala/ basta, si es pura, a sostener la vida”.

Necesitaba un lago en alguna parte para descubrir que dentro de él llevaba poesía y no repetía tópicos de época 


  Quizás hay que viajar a un lago maravilloso para convertirse en un poeta de verdad por unos instantes, o quizá el poeta ya lo era, pero necesitaba la mano de nieve que supiera arrancar sus notas, necesitaba un lago en alguna parte para descubrir que dentro de él llevaba poesía y no repetía tópicos de época, y que había que desgarrarse alguna vez, caerse de un caballo, naufragar en un lago con el que sueñan las anguilas del Caribe, el caso es que Leopoldo de Luis sigue: “La libertad no tiene más que un ala,/ no tiene más que un ala la alegría/ y si el pozo del tiempo contemplamos/ vemos que madre fue un ala benigna”, y vemos como con esos versos fluidos y nada pesados, como los que salen cuando uno está en vena poética, indica en la idea del ala todo lo que hay de leve y gracioso en la vida, todo lo que tiene de falta de pesadez y de aliento, de levantarse con ímpetu como aquella alondra que también cantó entusiasmado el trovador provenzal Bernart de Ventadorn. 


 Bastaría ese poema para celebrar el centenario de un poeta, para ofrecerle vino y pedirle disculpas, y decirle: lo siento, no me he fijado antes en ti, y tu nombre tiene más sabor del que parecería, también la falta de sabor tal vez se deba a quienes te alabaron, a quienes te antologaron o con quien te pusieron, lo siento, querido muerto, yo soy de los que vibran con Dylan Thomas, pero si luego uno echa un vistazo a otros libros tuyos, si se fija en ese poema del libro Reformatorio de adultos sobre las ropas colgadas como ahorcados vacíos que termina “y no sé si es la ropa o es la vida/ lo que pende de un hilo” -yo publiqué una vez un cuento sobre sábanas colgadas que se aman de modo imposible, antes de conocer esos versos-, o en ese poema de ‘Los imposibles pájaros’ que tiene resonancias rilkianas de infinitud y de pasión silenciosa: “Aunque siegue la voz con que tu nombre/ digo, tu nombre irá como una hoguera” -recordad el rilkiano “aunque apagues mis ojos he de verte”-, o ese otro de Elegía en otoño : “Como trenes lejanos nos cruzan los recuerdos/ en la noche, a través de los campos del alma”, o ese otro de no sé qué libro en que dice que somos costumbres y gestos mínimos repetidos y de repente se siente extraño, uno siente que tal vez publicó demasiados libros, que no se seleccionó demasiado, que habló mucho, pero que de vez en cuando dijo unas cuantas cosas intensas, sorprendió la vida y le captó unos gestos reveladores, tuvo la gracia de agarrar con las palabras lo que parece que no se agarra.

 Y no es que todos los muertos se vuelvan profundos, y más si cumplen cien años, por lo menos dejan de hablar demasiado y se vuelven más sombríos y pensativos, y el tiempo les arranca alguna cosa de valor, no es eso, porque hay muertos que siguen siendo charlatanes y prescindibles, e incluso fastidiosos, no es eso, creo que Leopoldo de Luis, a pesar de estar muerto, merecería que muchos como yo le hicieran caso, se pararan a mirarlo en la calle, hojearan alguno de sus libros y se dieran cuenta de que de verdad escribió poesía con quilates, y no solo porque estuvo en el lago Ohrid. Tomo una copa de vino en mi balcón y me digo que en otras condiciones yo no hablaría de Leopoldo de Luis en sus cien años. Pero es culpa mía. O es culpa de la vida. 

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