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Guerras perdidas y pendientes

Solo las normas, sin educación y sensibilización, no mantendrán el entorno que nos identifica
José Manuel Caballero Bonald. EFE
photo_camera José Manuel Caballero Bonald. EFE

SEÑOR DIRECTOR:

Unos días por tierras gaditanas me despertaron un regreso en el tiempo a la 'desfeita' del paisaje de Galicia, el abandono de la construcción popular y la penetración libre del mal gusto como norma. La destrucción, en definitiva, del universo que nos identifica y con el que nos identificamos. No sé si aún es válido conjugar el verbo en presente. Situados en ese escenario de vegetación, humedad, piedra y verdín construimos y vivimos en una visión propia del mundo. Aunque suene a tópico, o a algo forzado, recurriré al alemán para hablar de Weltanschauung. Claro que aquí hay una forma propia de ver y ser en el mundo. Se alimenta, se sitúa, en el diferenciado e identificado paisaje rural o urbano.

El hilo que me trajo desde la desembocadura del Guadalquivir hasta las Rías Baixas vino de la mano de José Manuel Caballero Bonald. Si usted, señor director, me permite seguir tirando del ovillo me explicaré aunque a veces parezca, y realmente suceda, que se enreda o enmaraña el hilo de lo que pretendo contarle. Vayamos a una cita.

El país que más amé

"Llegué a Marín gravemente molido y desalentado. Pero allí me esperaba, entre otros gratos devaneos, el descubrimiento de Galicia, el país que más he llegado a amar después del que bordea la desembocadura del Guadalquivir". Lo escribía José Manuel Caballero Bonald en su primera entrega de memorias, 'Tiempo de guerras perdidas' (Anagrama,1995). Hace ya un cuarto de siglo. Estos días de estancia gaditana, donde se sitúan mis ancestros maternos, me llevó en algunas ocasiones por aquellas tierras del Guadalquivir y a saborear en la anochecida el Jerez natal del poeta. Ahí se despertó en mi memoria la anterior referencia a Galicia en las memorias del pulcro escritor, auténtico domador de un lenguaje que enamora.

Caballero Bonald cuenta el acoso al paisaje gallego hace décadas. El lobby del eucalipto se disfraza ahora de conservacionista, cazador o alcalde que confunde votos con caos

Y, por supuesto, se hizo inevita blemente presente durante esos días 'Ágata, ojo de gato', imprescindible para viajar por aquellas tierras de la desembocadura del Guadalquivir y sentir latir el cuerpo y la vida. También, claro, llegó a la memoria como una correspondencia sentimental a la declaración de amor por Galicia de Caballero Bonald. Figura en la referencia del viaje a Marín desde Jerez, dos días de tren, para hacer las milicias navales. Fue "en los inclementes años 40" del pasado siglo.

Me disculpo ante usted por abusar de una nueva cita. Creo que da en el clavo de lo que pretendo transmitirle. Un texto de Caballero Bonald es, además, un festín y un gozo. Años después de aquellas milicias en Marín regresaría al reencuentro de los paisajes gallegos que le habían ganado. "Tuve la prevista sensación de que yo había cambiado casi tanto como aquel paisaje de la ría poco a poco acosado por los desatinos urbanísticos". Le sorprendió que "las construcciones tradicionales gallegas, tan propiamente armonizadas con la vegetación y el verdín, estuviesen malográndose a cuenta de un viciado uso de materiales innobles". La traza genuina del paisaje se había desvirtuado. La carpintería metálica como pretexto, el cemento y el mal gusto. No es la modernidad ni el progreso. No es la economía. Es la simpleza o la memez. Ese paisaje que se nos fue incluso con los pinos que en las rías llegaban hasta la arena de la playa.

Sensibilizar

En la escuela de mi infancia había un gran jardín de entrada, de parterres delimitados por cuidado y recortado bog con plantas de temporada que se situaban en función de colores, tamaño y época de floración, y con paseos o caminos de zahorra y arena pisada. El maestro que tuve en la infancia, en Sobrado, nos enseñaba e imponía trabajar y cuidar aquel jardín. Desapareció todo. Queda alguna cepa aislada de buxus sempervirens, que debió de haber rebrotado, y un pequeño pino que estaba en el centro de un parterre circular. Supongo que 'limpiaron' el jardín y su diseño con el pretexto de alguna obra. O vaya usted a saber si bajo el pretexto sagrado de la modernidad del cemento. Aquel jardín era algo del que hoy podrían presumir las autoridades locales o las autonómicas. Sobre todo, podrían disfrutarlo los vecinos.

Sin recurrir a los pazos, las rectorales rurales tenían jardín para el rezo del breviario por el señor cura en marcha lenta. En las casas más humildes se cultivaban dalias y crisantemos para llevar al cementerio el día de difuntos. Las carreteras en los tramos urbanos estaban marcadas por olmos, plátanos de sombra o carballos. Había sensibilidad con el paisaje, con los materiales de construcción, con un entorno que, a pesar de las carencias económicas, se quería acogedor y respetuoso con su identidad y con las personas que lo habitaban.

¿Es cuestión de normas el respeto por el paisaje? La Galicia de hoy creo que está suficientemen te abonada con normativas urbanísticas y paisajísticas. Necesitan enraizar y dar fruto. No seré yo quien sostenga que, en esto como en tantas otras muchas cuestiones, la sobreabundancia de prohibiciones y direcciones obligatorias garantice nada. De cuando en cuando ese laberinto de normas sirve para apoyo de arbitrariedades y, fundamentalmente, para exhibir sanciones que se pretenden ejemplarizantes. Hay quienes pretenden que midamos la eficacia de un Gobierno por el número de leyes que promueve y las normas que dicta. Es la vía para justificar la maquinaria de la política y la burocracia.

Pero en este asunto concreto es muy probable que no podamos culpar a la ausencia de normas si la realidad muestra, con solo una ojeada desde el coche, que seguimos desvirtuando la construcción popular y el paisaje. Le apuntaría, si me lo permite, que falla una vía fundamental: la educación en el respeto a esas construcciones y a esos paisajes con los que nos identificamos, en los que nos sentimos acogidos. Hay que educar tal como hacía don Francisco Rodríguez Gigirey, aquel maestro de mi infancia. Necesitamos educarnos en el buen gusto y en la sensibilidad individual y social en cuestión medioambiental, paisajística o de construcciones. Han de ser valores aceptados por todos.

Disfraz conservacionista

Uno envidia el urbanismo y el paisaje que se descubre ante un lago en Suiza, en una excursión por Baviera o la Selva Negra (Schwarzwald). Algunas cosas que se ven allí no las toleraría la norma de aquí. Pero creo que el respeto y el impulso natural de identificación es mayor que las medianeras con ladrillo visto o muchas de las playas fluviales o construcciones de ferias y mercados de por aquí. Como no echo en falta más normas pido el criterio del buen gusto generalmente admitido y que este nos lleve a una cierta intolerancia social frente al desmadre y la fealdad.

La batalla parece perdida cuando ante un serio intento de ordenar plantaciones y bosque con la conselleira Ángeles Vázquez, entonces en Medio Rural, no se supo o quiso el consenso de las fuerzas políticas, salvo el PSOE. Y el lobby del eucalipto se vistió de cazador, conservacionistas que prefirieron ser compañeros de viaje del acoso que presentarse como apoyo de una conselleira del PP, y de alcaldes de todos los signos que confunden la defensa del caos en el monte con los intereses de sus votantes.

Muy atentamente,