Blog | Que parezca un accidente

Una propuesta electoral ciertamente interesante

FRENTE AL portal de mi casa hay un paso de peatones y al otro lado un banco de madera. Un banco desde el que se contempla la calzada. Orientado hacia ella. Situado en el borde de la acera, justo delante del paso de peatones. Uno solamente puede sentarse allí para observar cómo los coches se detienen unos segundos mientras la gente cruza de un lado al otro y se va. Posiblemente se trate de las vistas más realistas de la ciudad.

Hace tiempo que esa joya urbanística es ocupada casi a jornada completa por un anciano negro. A veces se sientan a su lado otras personas, gente que para un momento a descansar o que se sienta a disfrutar de algún rayo de sol en primavera, pero él siempre permanece allí quieto. En silencio. Nunca lo he visto entablar conversación ni interactuar de algún otro modo con nadie. Si no llueve, él está allí. Salgo de casa a primera hora de la mañana para llevar a mi hija a la guardería y está allí. Bajo a comprar tabaco a media mañana y está allí. Regreso de alguna comida con amigos a las siete y media de la tarde y está allí. Callado. Sin hacer nada. Con la mirada perdida en alguna parte del paso de peatones.

Dedica las horas muertas, que son todas, a fumar. Fuma prodigiosamente. La forma en que aspira y espira el humo del cigarro es de una belleza formidable. Casi hipnótica. Las tardes de sol suele llevar unas gafas con cristales tintados que impiden verle los ojos y al salir del portal uno tiene la sensación de que el anciano silencioso lo está examinando desde el otro lado de la calle. Como un mafioso que espera el momento idóneo para levantarse y disparar. La estampa es tan cinematográfica que resulta irresistible. La mayoría de las veces soy incapaz de hacer cualquier otra cosa que no sea cruzar el paso de peatones, sentarme a su lado, sacar un cigarrillo y ponerme a fumar con él. «Si percibe mi respeto, me perdonará la vida», pienso. Y al cabo de un par de cigarros, me voy.

Nunca se ha dirigido a mí. Ni siquiera se ha girado una sola vez hacia donde yo estaba sentado. De hecho, siempre he tenido el presentimiento de que es mudo. No sé por qué. Supongo que le pega bastante al personaje. En cierta ocasión, cuando salía del garaje con mi coche, observé cómo un desconocido se le acercaba y le preguntaba algo, o quizá nada, pero la respuesta del anciano fue inexistente. Sencillamente o miró de arriba a abajo, volvió a fijar la vista en el paso de peatones y continuó fumando como si estuviese solo. Imagino que en el fondo no es más que un cabrón maleducado, pero la escena me sirvió para reforzar mi teoría sobre su mudez.

Hace un par de días me apeteció fumar al mediodía y bajé a sentarme al banco con él. Uno siempre fuma mejor cuando la compañía es agradable. Después de un rato muy ameno en el que ninguno de los dos se comportó como si tuviese a una persona sentada al lado, en el paso de peatones se detuvo una furgoneta que portaba sobre su baca unos altavoces a través de los que se escuchaba una retahíla de eslóganes electorales a un volumen atronador. No recuerdo de qué partido político se trataba —o quizá sí—, pero cada frase parecía todavía más inútil que la anterior.

Giré la vista hacia el anciano y me pregunté qué estaría pensando. En la época de los smartphones, de las tablets, de las redes sociales y las plataformas digitales, ir por ahí berreando promesas electorales pueriles a través de un megáfono constituye una de las cosas más anacrónicas que se me pueden ocurrir. Es como si al pedirle fuego a alguien en la calle se pusiese a frotar dos palos.

Pero además de anacrónico, es estúpido. Si el objetivo es convencer a la ciudadanía para que elija una determinada opción política, quién pensó que los peatones decidirían el sentido de su voto en función de lo que les gritasen desde un coche en marcha? Especialmente cuando se trata de promesas electorales tan breves e indeterminadas que resultan ridículas. Y casi siempre son tan ilusorias que incluso nacen marchitas. Nada más ser pronunciadas, ya despiden un inconfundible olor a rancio. Como a producto caducado. Es difícil imaginar algo más estéril, trasnochado y molesto.

La furgoneta continuaba detenida en el paso de peatones, importunando al barrio a voz en grito. De pronto el anciano se incorporó ligeramente en su asiento, como si por fin fuese a dar la orden de hacer volar algo por los aires, se giró y me dijo: «Le daría mi voto al primero que dejase de hacer tanto ruido». Volvió a recostarse sobre el banco y siguió fumando prodigiosamente, mirando al paso de peatones. No supe si se refería únicamente a las furgonetas con altavoces o a los políticos en general, pero me pareció una propuesta electoral ciertamente interesante. Y allí nos quedamos fumando un rato más.

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