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Bodegón digital

Me apena el tiempo invertido en colocar una tostada de aguacate para hacerle una foto

Ilustración de Maruxa para el blog de María Piñeiro. MARUXA
photo_camera Ilustración de Maruxa para el blog de María Piñeiro. MARUXA

NUNCA PODRÍA ser ‘influencer’. Por falta de capacidad, desde luego, solo hay que ver mi perfil tuitero. Nadie se tiraría por el barranco ese de las advertencias infantiles si yo lo hiciera antes. Los de las redes o son muy listos o ni se percatarían de mi despeñamiento. Sería un precipitarse solitario que probaría que los mensajes paternos son en vano: no se sigue a nadie a tal cosa. Mis amigos, lo mismo. Tienen vidas, complicaciones, otros barrancos.

Pero esa no sería la mayor tara. Sería la pena la que me lo impediría, frenaría mi carrera. Veo los bodegones que la gente fotografía y echa a rular por el mundo internáutico y me pongo triste, se me abre un vacío en el pecho, suspiro en bucle.

El cóctel reluce, brilla la esquinita de las gafas de sol, la puesta del ídem tiñe el cielo, quizás es Ibiza, quizás Orbazai, a mí la pena me entra igual. Me imagino la colocación de los elementos, el rato de producción, las pruebas de luz. Me imagino las repeticiones y los filtros, me imagino el trabajazo y la redacción ingeniosa del pie de foto. No resisto tanta aflicción.

Cuando en la foto hay elemento humano todavía es peor. Lo impoluto de sus amaneceres, bebiendo zumo en Bali con una cara ausente de brillos, leyendo libracos en bañeras, cruzando pies sobre barandillas. O la versión intelectual, con un plano cenital de escritorio revuelto, sembrado de novelas de las que se leen las palabras justas del título como para reconocerlo, el teclado, el boli bueno, las notitas y cuadernos, la taza de café. O un escritor de pelo revuelto, camisa arrugada, con pantalla de destino del vuelo al fondo. Destino exótico o de efervescencia informativa, no un Alsa a Albacete.

El tiempo, por breve que sea, que alguien pasa modelando su imagen digital me produce una punzada. No importa que el objetivo sea vender un producto o que el producto sea él mismo. Todo me pone irremediablemente triste. Nos habían advertido de la envidia que espolean las redes sociales, de cómo crean nuevos miedos, de la tragedia que es compararse; sobre todo, compararse sin saber, sin conocer realmente al otro y creer que sí, comprar esa moto. Pero ¿y de la pena? ¿quién nos avisó de esa tristeza de domingo por la tarde, cuando viésemos la nueva composición con sushi, con tostada de aguacate, con el enésimo bol con semillas de chía?

Me reprendo por pensar así. Qué más da, qué importa. Unos se ganan la vida con eso, otros aspiran a hacerlo. No debería quejarme de lo que puedo ignorar, de lo que cabe la posibilidad de abstraerse. Hay cosas peores. Están las bolsas de plástico flotando en los océanos, está Rafael Hernando tomando la palabra.

Pero las fotos me siguen llegando y mi reacción repitiéndose. Las imágenes tienen esa capacidad de sacudirnos, de llevarnos a un sitio en el que ni estábamos ni sabíamos que íbamos a ir un segundo antes de verlas. Creo que eso explica que, durante la moción de censura, viese a Soraya sentada junto a su bolso -como guardándole sitio a un ligue que te da plantón, que nunca llega y finges que ni lo esperas, que has ido ahí sola con la intención de volver a casa sola- y me dio un ramalazo de pena. Ella. Con su bolso.

Luego ya no. Luego ya las bolsas de plástico flotando y Hernando hablando y la sobremesa eterna del señor de Pontevedra con menú de atún y ternera y se me pasó. Como soy voluble, aprecié que el bolso estuviera.
 

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