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Papel

De una lectura minuciosa ningún periódico sale indemne

BASTA IR DOS veces, dos días seguidos a la misma hora para reconocer sus gestos, predecir acciones, relajarme con la repetición. Toda la vida me gustará saber qué va a pasar y toda la vida me parecerá un error que me guste tanto, de qué manera me estanca eso. Pero la apreciación es inmediata, refleja, no la puedo yo parar a base de razonarme que el aprendidaje está en lo desconocido. Seguiré dedicando los días de gripe a leer otra vez libros ya leídos o ver películas ya vistas, como hacía de niña 200 veces seguidas cuando tenía alguna preocupación, buscando el tremendo alivio de una historia conocida paso a paso. Qué mala es la seguridad, pero qué reconfortante.

Aquí también tengo esta ventaja. Me siento a tomar un café y en cuanto lo veo entrar por la puerta sé que se va a quitar la gorra y se va a rascar la cabeza, como abriéndose los poros de la calva para que perciban el calor del bar; va a hacer un barrido de espía de la CIA y va a localizar las mesas donde se están manipulando en ese momento los objetos de su deseo: los periódicos. Se va a sentar en un lugar equidistante entre todos sus puntos de interés y va a lanzar miradas de espesa concentración a todos los lectores. No es ese un posar la vista, no; es un rayo laser que no te puede pasar desapercibido, algo ocurre, tú estás leyendo tan pichi y no sabes por qué tienes que levantar la mirada y dirigirla a ese señor expectante, que se lo toma como una invitación. Hace entonces un gesto con la mano dirigido al periódico y, depende del día, unos dicen sí enseguida, armándole entonces con el primero; otros dicen que no, dejándole con su mirada aún más tupida, más cargada de intención.

Cuando ya no puede más, empieza la ronda, el sutil acoso de preguntar al que lee si le falta mucho. "El mundo entero, buen hombre, no he salido de Lugo aún", habría que responderle. Pero la gente siempre dice que no, que enseguida acaba. Las páginas aletean y los labios bisbisean y, en el siguiente parpadeo, los periódicos ya están en su mesa.

Ha renunciado a interactuar conmigo porque lo que tengo que ofrecerle no le convence. Cuando le digo que los periódicos son míos y que le puedo prestar uno si quiere, hace un gesto como si su mano fuera una puerta abriéndose. O sea que pasa, que está ya a otra cosa, que nanai.

Maruxa papelComo tiene muy interiorizadas sus tácticas, una vez que se hace con un ejemplar no comete errores de principiante. Lo puedes mirar toda la vida que él jamás va a levantar la vista, ni dirigirla hacia ti, no va nadie a hacerle sentir culpable por esa tarea a la que piensa dedicar media mañana. Ese es su gobierno.

Yo me aprovecho porque la escena me pirra. Agarra el periódico con las dos manos, como hace con el volante un conductor novato; se acerca la portada a la cara, a 50 centímetros de las gafas, y empieza a leer de la cabecera hacia abajo lo que le interesa, que es casi todo. Una vez que lo abre el sistema es distinto, las páginas quedan desplegadas en la mesa y es su cara la que se va acercando al papel, olfateando el hueso, la noticia, la media columnita que le atrae. Hay avances y retrocesos, páginas que se quedan en vertical antes de devolverlas a su estado anterior para rescatar un breve que se le pasó. El proceso es eterno.

Yo ya he visto leer así. En las mañanas de mi infancia, separados solo por unos kilómetros, mis dos abuelos pasaban media mañana exactamente igual, ante las mesas de sus cocinas, con este mismo periódico frente a ellos, parándose cada uno aquí y allí. Sus dos lecturas unidas equivalían a una del periódico íntegro, de arriba a abajo; quizás a una y media porque eran ambos muy entregados y minuciosos. Esa no es una lectura de la que el periódico sale indemne, hay tanto movimiento, tanto codo clavado en cada esquina, tanto dedo huesudo presionando líneas de titulares para no perder el hilo, tanta yema humedecida levantando páginas que lo que queda al final es un número envejecido, arrugado como una pasa, deshidratado. Es un periódico de aspecto pergaminoso por el que han pasado o bien muchos o bien un solo lector entregado, un lector como mis abuelos que siempre lo dejaban temblando, exprimido, vacío.

Este señor tiene una disposición lectora idéntica a la de los dos Manueles y maltrata cada número con exacta devoción. A su paso deja una ristra de periódicos arrugados que son la sal de los que seguimos escribiendo uno de papel cada día. Y son tantos aún. Tomo un café temprano y los veo, observo cómo los periódicos del día ya parecen los de ayer a las nueve y media de la mañana y pienso que qué pena cuando ya no se impriman, cuando ya ninguna noticia nos llegue en un papel.

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