El cálculo y la historia
YA LO TENÍA su padre. Ese afán. Una pulsión al parecer difícil de controlar. El único problema era que no siempre se correspondía lo elevado de la aspiración con la capacidad real. Otras veces, las circunstancias, el tempo, una cierta habilidad oportunista compensaban la carencia. Su padre se llamaba Randolph y fue él quien abrió un camino que el hijo llenaría de gloria. El de la política.
Nació con dos meses de antelación, sin tiempo para preparativos, y por esta circunstancia, lo hizo en el palacio de Blenheim, que era la residencia campestre de la familia por parte de padre, quien descendía del primer duque de Marlborough y eso siempre le proporcionaba cierto regocijo interior. Los sucesores de este primer duque no dejaron grandes hazañas para la historia con mayúsculas, aunque, al parecer, sí gustaron a lo largo de sus vidas de escándalos variopintos que puede que retomemos algún día. Jennie Jerome procedía, por su parte, de una familia acaudalada norteamericana.
Su padre, Leonard, se dedicaba a las finanzas, lo que hacía de ella una rica heredera. O, por decirlo de otra forma, un buen partido. Sobre todo, para los Marlborough, que ya habían mostrado en pasadas generaciones su predilección por este tipo de acuerdos transcontinentales. Norteamérica, el dinero; Reino Unido, el prestigio.
Estaban pues en el palacio, pasando una temporada antes de asentarse en Londres. Era el mes de noviembre del año 1874 y hacía frío. Ella, Jennie, se sintió mal, se hicieron las llamadas oportunas, pero no se llegó a tiempo. Finalmente, todo salió bien y a la criatura se le dio el nombre de Winston Leonard Spencer-Churchill, quien poco a poco se iría desprendiendo de las denominaciones secundarias porque, dotado como era para la oratoria, sabía que lo accesorio suele tender a la desaparición.
Durante su primera infancia, la familia vivió en Dublín, debido al nombramiento de su padre secretario privado del virrey de Irlanda, que, por esas casualidades, resultó ser el abuelo del niño. Allí nació Jack, el hermano pequeño de Winston y ninguno de los dos interactuó demasiado con sus progenitores, que, dada su posición, tenían todo el tiempo asuntos de Estado que tratar. Es de justicia nombrar a la niñera, Elizabeth Everest, quien al parecer iba cubriendo esos agujeros de desapego parental con un cariño que Churchill se encargaría de perpetuar hasta la muerte de ella.
Interesado por la literatura inglesa
De vuelta a Inglaterra, Winston ingresó en un internado en Ascot y allí no lo pasaría bien. Pasó por una segunda sin nada destacable que contar y entró a los trece años en Harrow, una prestigiosa escuela que aún no sabía que ese adolescente la iba a convertir en el mejor reclamo publicitario del futuro. Algunos profesores reconocieron su especial entusiasmo por la historia y su interés creciente por la literatura inglesa. Además, apreciaban sus redacciones, que tenían un no sé qué.
Mientras su padre aprovechaba cuanta oportunidad veía para ascender en política, dejaba también consignado que su hijo mayor tenía que hacer carrera militar. Intentó entrar en la Real Academia Militar de Sandhurst, el conocido centro de entrenamiento de oficiales del ejército británico. Lo intentó y falló. No una, sino dos veces. A la tercera consiguió ser cadete de caballería. Corría el año 1893 y Winston tenía 19 años. Al terminar la instrucción, su madre contribuyó a mover algunos hilos que lo dirigieron sorprendentemente al lugar donde él quería ir. A la India.
Poco antes de partir, su padre, ya enfermo, muere sin haber conseguido exactamente la gloria, pero habiendo inoculado ya en su primogénito su deseo más ferviente: ser mejor, ser más, ser único. Él no lo conseguiría. Pero sobre Winston Churchill se iba a escribir otra historia, al tiempo que él mismo escribiría la suya propia, la de su familia, la de su ilustre pasado, que no fue tan ilustre, pero a esas alturas, quién iba discutirle nada.
Así que allá se fue, con el regimiento de Húsares británico. Primero a Cuba, porque quería ver de cerca algo de acción, y, en aquel momento estaba teniendo lugar la guerra de la Independencia, y después a la India. Permaneció, con intervalos, unos ochos años, en el transcurso de los cuales, pese a la apabullante seguridad en sí mismo y acusado egocentrismo, notaba sus carencias. Su biógrafo Roy Jenkins escribió de él: "Convencido de que era (o al menos debía serlo) un hombre destinado a ser alguien, no deseaba pasar los días compartiendo la indolencia intelectual de sus compañeros del ejército. También poseía la perspicacia suficiente para darse cuenta de lo que no sabía. Tenía asimismo fuerza de voluntad, en circunstancias desfavorables y con métodos ingenuos, para tratar de corregir sus deficiencias". Dada la situación, escribió a su madre: "Envidio a Jack la educación liberal de una universidad. Mis gustos literarios crecen de día en día; si supiera latín y griego, creo que dejaría el ejército e intentaría licenciarme en Historia, Filosofía y Economía. Pero no puedo hacer frente a los análisis gramaticales y la prosa latina otra vez. Qué extraña inversión de la fortuna, que yo sea soldado y Jack esté en la Universidad".
Empezó a formarse por su cuenta
Consecuentemente, se dispuso a llevar a cabo un proceso de autoformación que consistía en encargar libros a su madre y leerlos. Seguidamente, comenzó a interesarse por la política. Se unió al partido conservador e inició unos cálculos que no pararía de hacer hasta el final de sus días. Qué ley apoyo, cuál no conviene, a quién adulo, quién no merece mi tiempo. Estudió las campañas coloniales, le interesó una. Y allá que se fue. Entre una y otra escaramuza bélica se dispuso a escribir. Y esa temporada escribió tres cosas: un libro de no ficción, otro de ficción y una colección de artículos para The Morning Post. Tenía 23 años. Y en Londres se empezaba a notar el brillo que desprendía aquel muchacho. De cerca no era todo tan espléndido. Existen testimonios que apuntan hacia otros derroteros más oscuros.
Decidido él, sin embargo, a seguir la estela luminosa, dejó los Húsares y volvió a Londres para continuar su ascenso político. De nuevo, calculó. Le pareció buena idea cubrir la segunda guerra bóer en Sudáfrica como periodista. Fue hecho prisionero y consiguió escapar (también este episodio posee versiones oscuras). El caso es que adquirió bastante fama y comenzó a dar discursos. Se le daba más que bien. Mientras ocupaba un puesto y aspiraba al siguiente, se dedicaba a ganar dinero siendo conferenciante. Sus libros se habían publicado con éxito y su nombre ya sonaba para cargos de aquí y de allá. Y poco después entró en el Parlamento. Y si sus discursos ya eran escuchados por un número importante de ciudadanos británicos, a partir de ahí, el asunto explotó. Todo el mundo se mantuvo atento.
No importó demasiado que primero hubiera ingresado en el partido conservador, después se pasara al liberal y, después de vuelta al principio. Las primeras décadas del siglo XX son su camino al éxito. Logra entrar en el gobierno en 1911 como ministro del Interior y a las puertas de la I Guerra Mundial, es nombrado Primer Lord del Almirantazgo y se ocupó de los asuntos navales durante la contienda, no sin su trocito de oscuridad, con el fracaso de la batalla de Gallipoli.
En 1915 deja el gobierno un momentito y se une al ejército, para estar también allí. A la vuelta fue ministro de Municiones y secretario de Estado. Después otro parón, porque los liberales perdieron escaños en el Parlamento y él quedó fuera. Pero cuando no estaba en el meollo se deprimía, igual que le ocurría a su padre. Se dedicó a pintar, a escribir y a calcular. Y cuando apareció de nuevo, estaba en el bando conservador. Fue nombrado Canciller y tras otro período aciago, los conservadores arrasan y vuelve a la arena. Entonces sí, es su momento. Estalla la II Guerra Mundial y, ya saben, él, él solo ante Hitler. Y eso, eso sí que es historia.
