María Valcárcel

Desentrañar fantasmas

Yukio Mishima da un discurso durante su golpe /AEP
Yukio Mishima da un discurso durante su golpe /AEP
Se cumplen cien años del nacimiento del escritor japonés, Yukio Mishima, muerto a los cuarenta y cinco, daga en mano, cumpliendo el ritual, tras el honor perdido. Estaba el asunto del shogunato, en concreto el último, el shogunato Tokugawa. El shogun ostentaba en Japón el poder militar y político. Era algo así como el señor feudal. Este poseía un ejército propio, su brazo armado, por así decir, que estaba compuesto por los samuráis, aquellos guerreros que en Occidente solemos conocer por Kurosawa, aquella gente aguerrida, ya saben, la élite

RESULTÓ QUE la abuela paterna, llamada Natsuko descendía de ahí. Y esa nobleza de sangre, ese sentir, lo llevaba muy pegado a sus entrañas. Así que, poco después de nacer la criatura, con el nombre que le fue dado, Kimitake Hiraoka, la orgullosa mujer lo trasladó a su casa para encargarse de su educación. Permaneció con ella hasta los doce años, tiempo suficiente para que todas las heridas infligidas se adhirieran a sus músculos, aún en crecimiento.

El bushido es lo que se conoce como el Camino del Guerrero y, en fin, la senda en cuestión, que es la vida, ni es corta, ni sencilla, más bien lo contrario: se exige el cumplimiento de un código inflexible, con el honor y la lealtad por bandera. Que flaquea un poco la honorabilidad, por circunstancias, o que no se ha sido leal en términos absolutos, la salida era solamente una: el harakiri o también seppuku, para horror el mismo. Un rito nada agradable, normalmente ejecutado ante un cierto público, que consistía en clavarse en el vientre un arma corta, algo parecido a un puñal, y seguir una trayectoria de corte de izquierda a derecha. Con eso la gente moría y se acababa la deshonra con las demás cosas que venían asociadas. Pues bien, la abuela Natsu era insistente, obsesiva.

Con el código, con el privilegio, con la superioridad. Para no contaminarse, al niño le prohibía jugar con el resto de niños, estaba obligado a ocultar cualquier emoción que pudiera hacerle parecer débil, tenía que seguir los dictados de su abuela a rajatabla. Y sin apenas contacto con la vida exterior, los años fueron pasando en una especie de bruma medieval, atestada de fantasmas dispuestos a recuperar la posición perdida en el Japón de los años 30 del siglo XX. 

Espoleada de tal forma su imaginación, Kimitake comenzó desde muy pronto a familiarizarse con la literatura, y escribía relatos con los que podía llevar fuera esa confusión extraña que tenía dentro. Fantasía y realidad, la gloria del pasado y la turbulencia de una infancia rígida, durísima. Después de eso volvió con sus padres y no fue, ese regreso, nada del otro mundo. Las cosas cambiaron, pero no sustancialmente. Su padre, de gustos nacionalsocialistas, no quería que escribiera porque le parecía demasiado femenino. A su pesar, el aspecto de su hijo, por aquel entonces, era frágil, sin ninguna característica que pudiera elevarlo por encima de los demás. Entró, por insistencia de Natsu, en un colegio de élite donde estudiaba el mismísimo príncipe heredero y todos los infantes de la aristocracia japonesa. Y allí el niño lo pasó mal. Se podría decir que no daba el tipo. Y quizá también que lo salvó la literatura. Porque en eso era bueno y gracias a eso se fue integrando en la sociedad literaria de la escuela y consiguió publicar algún relato. Su padre entonces le prohibió escribir y le obligó a estudiar Derecho. Y lo estudió. Sin embargo, siguió escribiendo y era a su madre a quien le enseñaba sus textos de manera clandestina.

Pero antes. Antes fue llamado a filas porque los años pasaban y, como saben, las guerras se sucedían. Y había estallado la II Guerra Mundial. Él quería ir a combatir y tenía claro su papel: quería ser kamikaze, es decir, lo que quería era ser uno de los pilotos que se lanzaban contra objetivos americanos con el avión cargado de bombas. Por su país, por ese orgullo guerrero. Por el asunto del shogunato pegado a las entrañas de la abuela Natsu. Y no pudo ser. Porque lo declararon no apto para la causa con el diagnóstico de tuberculosis. Y ahí le tembló el honor. Y sintió vergüenza.

Confesiones de una máscara

Su padre, que era secretario de pesca en el Ministerio de Agricultura, le consiguió un trabajo en el Ministerio de Finanzas. Aguantó un año y después, ya definitivamente, se puso a escribir. Pasó a ser Yukio Mishima y en 1949, con veinticuatro años, publicó Confesiones de una máscara, la novela que hará de él el escritor que su padre odiaba. El libro resultó un exitoso relámpago. Sus páginas hablaban de sí mismo y de Japón, de la belleza, del deseo, de la nostalgia de la tradición y del imperio, de la atracción por la muerte. La cara con la que se presentaba en sociedad (la máscara) era una. Se casó, tuvo hijos. Detrás había otro. Un escritor homosexual con muchas heridas desarrollándose en sus músculos. Más y más y más.

 Porque tras el chispazo que lo impulsaba a la gloria literaria y con el mismo afán con el que escribía, ya novelas, ya poesía o teatro, con la misma vehemencia, digo, se dedicó a hacer de él, de su cuerpo, algo perfecto o algo para admirar o algo de lo que presumir. En todo caso, algo que requería una disciplina férrea, compulsiva. Y así pasaron los años. Publicaba a un ritmo trepidante, durante las décadas de los 50 y 60, una quincena de novelas, entre ellas, algunas de las más conocidas al otro lado del mundo, El rumor del oleaje, El pabellón de oro, El marino que perdió la gracia del mar, El mar de la fertilidad, cuentos, ensayos, y también películas. Porque también se hizo cineasta. Se convirtió en candidato eterno al Nobel. Otra aspiración no cumplida. 

Entretanto, alimentaba —quién sabe si a su propio monstruo— aquella mirada del Japón imperial y con la intención de hacer algo al respecto, fundó la Tatenokai, traducido como la Sociedad del Escudo, una milicia paramilitar, de extrema derecha. Más disciplina, más combate. Y entonces llegó el día. No nos llevemos a engaño: era un hombre al que, ya de niño, habían preparado para algo así. Pudo ser de otra forma, pero no lo fue. El 25 de noviembre de 1970 la muerte iba a ser la salida más probable y, por descontado, la más honrosa. Llevaba años preparándolo. La incitación al golpe de Estado no salió precisamente bien. Con algunos miembros de la Tatenokai, Mishima irrumpió en el cuartel general del comandante de las Fuerzas de Autodefensa —así llamado al ejército japonés—, en Tokio. Lo ató a una silla y mandó poner barricadas para evitar el asalto al despacho.

El regreso del imperio

Entonces salió al balcón. Abajo se iban arremolinando soldados de aquí y de allá, que esperaban las palabras de ese hombre incierto, inescrutable, escorado sin remedio hacia la gloria imperial. Y lo dijo. Restaurar el imperio, insigne Japón, levantaos, compatriotas. El discurso no fue bien. Desde un principio. Sus palabras no eran escuchadas, la atención no estaba realmente puesta en su mensaje. Sonaron algunas burlas que, muy probablemente, abrieron las heridas viejas engarzadas a los músculos acerados. No esperó mucho más. Apenas unos minutos bastaron para darse cuenta de aquello iba a fracasar. Y sabemos  —ya lo sabíamos— que, para un samurái, el honor es lo primero. Que el honor o la muerte. Abandonó el balcón y regresó al despacho. Se preparó para el ritual. El arma corta, la direccionalidad, el fin. 

Desentrañamiento. Así se describe la técnica del harakiri. Clavas, abres, desentrañas fantasmas, dejas al descubierto las heridas supurantes de tus músculos.

En una entrevista, poco antes de la fecha de su suicidio, dijo esto: Los japoneses siempre han sido un pueblo con una severa conciencia de la muerte bajo la superficie de sus vidas cotidianas. Mas el concepto japonés de la muerte es puro y claro, y en ese sentido es diferente de la muerte como algo repugnante y terrible tal como es percibida por los occidentales. La muerte tiene el brillo infrecuente, claro y fresco del cielo azul entre las nubes”.
Dicen que el color era ese, azul, que el sol brillaba aquel día.

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