María Valcárcel

Insolencia muda

Anthony Hopkins. AEP
Anthony Hopkins. AEP
Sir Anthony Hopkins publica sus memorias tituladas 'Lo hicimos bien, chico', y en ellas encontramos un camino de superación y gloria digno del protagonista

El paisaje de su infancia, la panadería de su padre, de nombre Richard. Y, abriendo el foco, Port Talbot, una ciudad industrial situada al sur de Gales. Nació un 31 de diciembre de 1937 y fue hijo único. Su madre, Muriel, era ama de casa y lidiaba con la tendencia al pesimismo y la depresión de su marido, al tiempo que trataba de pensar en él, en Anthony, como un niño prometedor. Al parecer la criatura tenía la cabeza grande, es decir, llamativamente grande con respecto al cuerpo, circunstancia que abrió una ventana de oportunidad para burlas diversas. Sin embargo, no era esa desproporción lo más preocupante, lo peor era que todo el mundo tenía bastante claro que dentro de aquello, no había mucho a lo que agarrarse. Todos, todos pensaban así. En su familia y fuera de ella. El abuelo Hopkins declaró un buen día: "Anthony tiene una cabeza bastante grande. Qué pena que no tenga gran cosa dentro".

Por lo visto no se andaban con miramientos a la hora de expresar cualquier opinión. Ya entonces al pequeño Anthony le resultaba complejo establecer una conexión, digamos real, con el resto de personas que habitaban su entorno. Era un niño solitario, los vecinos del barrio, de su misma edad, habían encontrado un apodo para él: Cabeza de Elefante.

En la escuela no iba bien. Y en su casa, pues tampoco. Su padre tenía el convencimiento de que —así, en crudo— era tonto. Eso, evidentemente, les hacía sufrir. A los once años lo llevaron a un internado con la esperanza de que la disciplina impulsara alguna reacción positiva, pero no resultó como habían planeado. No obstante, fue en ese tiempo que ocurrió algo significativo y que, desde la mirada del Hopkins actual, puede marcarse como una revelación. La primera.

Tenemos pues a un muchacho un poco fuera de todo, desconectado del mundo, diana constante de bromas pesadas, acostumbrado a seguir adelante con una especie de empuje interior que se iba conformando a base de orgullo, desprecio, rabia y decepción. Era, lo que le crecía dentro, un desapego con todo o casi todo lo que tuviera que ver con lo humano. Una resistencia dura y herida que le estaba empezando a dar problemas, pero nada comparado a lo que vendría más adelante. Eso, ese monstruo o ese abismo, estaba ahí, y crecía sin remedio porque tenía mucho material con que alimentarse. 

Le gustaba tocar el piano y le gustaba dibujar. El resto de cosas, no. Hasta que vino el asunto que, de un modo u otro, antes o después, cobró sentido. Estando en el internado, un día proyectaron una película. Y esa película era Hamlet y Hamlet era Laurence Olivier. "Nunca había experimentado un impacto como aquel. Fue explosivo. Aún no podía entender la estructura de Hamlet y sus matices: sus palabras arcaicas, su lenguaje nuevo y desconocido, el ritmo y el estilo. Sin embargo sentí que Olivier, en el papel de Hamlet, me estaba hablando a mí, que se estaba refiriendo a una antigua parte de mí que hacía mucho tiempo que había desaparecido. Fue una experiencia de otro mundo. El dolor de Hamlet por la muerte de su padre y la traición de su madre a su difunto marido. Lloré, abrumado por la descripción épica sobre los padres y madres heridos y sobre cómo a todos nos persiguen los fantasmas de la memoria. Era demasiado joven para captar el sentido moderno de las palabras. Sin embargo, una fuerza había irrumpido en el centro de lo que quiera que yo fuese". Y quizá podamos decir que fue precisamente ahí, en ese lugar y ese tiempo de otro mundo, cuando nació Anthony Hopkins, el actor. Tan solo que él aún no lo sabía. Pasó por otro internado y su nivel académico no varió. Sus padres se desesperaban, de nuevo y, sobre todo, su padre: "Quién sabe qué va a ser de ti. Me preocupa. Sinceramente, no tienes remedio. Nunca llegarás a ningún sitio; tal y como vas nunca conseguirás nada en la vida. Dios sabe que nos esforzamos para darte una buena educación. Un verdadero desperdicio de dinero, por lo que a mí respecta. ¿Qué diablos te pasa? Te tendrían que examinar la cabeza. ¿Es que no puedes hacer nada útil?" Y así, el monstruo comía y crecía. 

Lo metieron en la Asociación Cristiana de Jóvenes, un probar, y allí, entre actividades que no le interesaban lo más mínimo, del tipo, tenis de mesa o billar, de pronto encontró una que de verdad parecía a su medida. Allí, en un antiguo gimnasio reconvertido en salón de actos, se hacía teatro. Casualmente se estaba ensayando una obra y se necesitaba a alguien que debía declamar una frase. Le ofrecieron el papel. Y dijo que sí. Esa sería su primera actuación. 

El Cardiff College of Music and Drama hacía audiciones y su madre le animó a presentarse. Lo aceptaron. Entró así en ese ambiente, se fue de gira, actuó aquí y allí. Sin embargo, no acababa de encajar. Se metía en problemas. Bebía, se peleaba, no se relacionaba con los miembros de la compañía sino como parte de un entramado en el que era una pieza sustituible. Los demás le parecían demasiado sofisticados, demasiado distintos. Frecuentaba las barras de bar y apuraba las copas. Comenzó a practicar algo que denominó: insolencia muda. Que venía a ser un desafío cargado de cosas —lo que fuera— que acababan en punta.

En 1958 lo llamaron para cumplir el servicio militar y allí también tuvo problemas de convivencia. Pero nada ocurrió que le frenara su huida hacia adelante. Era bueno, se lo decían sus profesores, tenía que pulirse o moderarse, o ambas cosas por igual. Entró en la Royal Academy of Dramatic Art (RADA), la institución más prestigiosa de la escena británica. Ese tipo de logros, tengámoslo en cuenta, para sus progenitores, era difícil de creer. Ascendió rápido. Trabajó en repertorios regionales, adquirió más solidez interpretativa, aunque no, cómo decirlo, humana. Continuaba bebiendo sin control, seguía sintiéndose un ser extraño, incomprendido y, en cierto modo, resentido, a pesar de sus avances profesionales. 

Fue invitado a unirse a la compañía del National Theatre de Londres bajo la dirección de Laurence Olivier. Eran los años 60 y Shakespeare, Olivier, Londres y el teatro suponían un epicentro cultural de importancia notable. Su fama y su problema con el alcohol crecían por igual. Se casó y se separó pronto, con una hija pequeña que nunca llegaría a perdonar el abandono. Comenzó también a trabajar en televisión, porque, a decir verdad, el aburrimiento, el hastío, formaban parte de ese engranaje fatal, insolencia muda —y explosiva en ocasiones — que no lograba disipar. Y el teatro no era suficiente. Tampoco lo fue la televisión británica. Quería Hollywood. Y consiguió Hollywood. Pero antes de eso había dejado de beber. 

Los años 90 fueron su consagración. Su éxito y su salto definitivo tiene un nombre: El silencio de los corderos, película dirigida en 1991 por Jonathan Demme y protagonizada por Jodie Foster. Con su papel de Hannibal Lecter ganaría su primer Óscar y marcaría ese punto de inflexión en una carrera ya importante, pero no universalmente arrolladora. A partir de ahí, sí. Le siguieron Regreso a Howards End y Lo que queda del día, ambas dirigidas por James Ivory, con Emma Thompson como compañera de reparto. Después todo el mundo quiso trabajar con él. En 2021 ganó el segundo Óscar con El padre, dirigida por Florian Zeller, ya con 83 años.

Repleto de reconocimientos, tanto cinematográficos como institucionales —desde 1993 es Sir Anthony Hopkins — su vida en la actualidad parece tranquila. Pinta, toca el piano, actúa en lo que quiere y es posible que aquella irreverencia que llevaba pegada a sus entrañas haya, al fin, desaparecido. Sin embargo. "Incluso de niño creía que era un impostor y nunca tuve una gran opinión de mí mismo. Siempre estaba huyendo, nunca me paraba a mirar atrás, era un vagabundo que iba a la deriva, un viejo gato callejero flacucho en su novena vida. Ahora, no obstante, pienso en lo mucho que me esforcé por ser distinto a mi padre y a mi abuelo y en lo mucho que no pude evitar parecerme a ellos".

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