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Dos manadas

Participantes na manifestación contra a sentenza de La Manada en Santiago. CRISTINA MOSTEIRO
photo_camera Participantes na manifestación contra a sentenza de La Manada en Santiago. CRISTINA MOSTEIRO

POR LA VENTANA de mi despacho entra un sol radiante pero el día no podría parecerme más lúgubre, uno de esos en los que apetece meterse en la cama, cubrirse con varias mantas y abandonarse en un sueño profundo y reparador a la espera de mejores tiempos. Esto es así porque mientras la vecina de enfrente riega sus macetas y mi gata se relame los bigotes, la Audiencia de Navarra ha condenado a nueve años de prisión y cinco de libertad vigilada a cada uno de los cinco miembros del grupo conocido como La Manada. Estaban siendo juzgados en la capital navarra por la violación en grupo de una joven durante las celebraciones de los Sanfermines de 2016. A los cinco los condena la sentencia por delitos continuados de abuso sexual pero no por violación, ya que el tribunal entiende que el delito de agresión sexual implica componentes de violencia e intimidación que no se advierten en la perpetración de dicho ataque.

Brilla el sol, les decía, pero todo se me antoja oscuro y frío al descubrir que penetrar repetidamente —y por todas las vías posibles— a una joven que ni tan siquiera desea ser tocada no se considera un acto violento. Tampoco la superioridad física y numérica de los acusados se advierte como intimidante para una muchacha sola que se ve acorralada en un portal, de noche, acosada por varias bestias de corral en un callejón sin salida. Sin ser excesivamente ducho en leyes ni en su aplicación, extraigo de la sentencia que tendrían que haberla golpeado mientras se la iban pasando unos a otros como una pelota, e incluso haberle mostrado un hacha ensangrentada —o una foto de sus padres con una diana pintada— para que, sin atisbo de dudas, apreciase cualquier juez del planeta verdadera violencia e intimidación en el asunto.

En la sentencia se considera como un hecho probado que la joven se encontraba rodeada, que se sintió impresionada y sin capacidad de reacción, que la devoró la angustia al ver cómo la desnudaban, y que terminó adoptando una actitud de sometimiento y pasividad por puro estupor. Pese a todo ello, dos de los magistrados concluyen que no existe agresión y reducen la consideración del delito a un simple abuso. Me recuerda, salvando las distancias, a esas confesiones de película en las que el detenido relata con pelos y señales sus fechorías pero es incapaz de reconocer daño alguno, como si su moralidad y la nuestra vivieran a varios siglos de distancia. Parece de locos pero qué sabré yo, incluso usted, lo que es o no es justicia.

Están solas, solísimas, y así seguirán mientras la sociedad en masa no se rebele

Sin embargo, lo más bochornoso de la sentencia —toda ella me lo parece— nos lo encontramos en el voto particular del tercer magistrado que solicitaba la libre absolución de los acusados, como si todo se tratase de la típica juerga que se te va de las manos y terminas haciéndote un tatuaje, robando un oso panda del zoo y untándote el miembro con miel. Asegura el juez que "lo que sugieren sus gestos, sus expresiones y los sonidos que emite es excitación sexual", una afirmación inquietante que me lleva a preguntarme cómo será la vida sexual de una persona para sostener, sin sonrojarse, semejante bellaquería. Ante esto solo se me ocurre un paralelismo posible y lo encontramos en esas conversaciones de puteros a altas horas de la madrugada, en un bar con ceniceros y poca luz, donde uno presume de lo mucho que gozan en su compañía las prostitutas y el otro le responde que a él ni siquiera le cobran, tan ducho es el fulano en las artes amatorias. Recuerda su afirmación a esa España Cañí, la del chulo que castiga, en la que muchos nos criamos pero que ya dábamos por extinguida. Y ha tenido que ser en este día soleado de abril, con toda la belleza del mundo acariciándonos la piel con nuestro más absoluto consentimiento, cuando aquella España machista, retorcida y despreciable ha regresado a nuestras vidas disfraza, para la ocasión, bajo una toga.

Como era de esperar, enseguida han aparecido algunos responsables políticos a solicitar respeto para las resoluciones judiciales pero cuesta mucho mostrar respeto hacia a una justicia que ya no parece respetarse ni a sí misma, antaño simbolizada por una mujer con los ojos vendados a la que no deseo, de corazón, caer en manos de un grupo de malnacidos sobrexcitados en la oscuridad de un portal. También algunos periodistas en vías de extinción y otras bestias de museo han aprovechado el momento para saltar a la palestra y demostrar hasta qué grado de bajeza moral e intelectual es capaz de llegar el ser humano cuando se lo propone. Son los mismos que en su día trataron de dirigir el foco hacia la víctima y culparla de seguir viviendo, como si además de haber sufrido el delito en sus carnes tuviese que cargar con algún tipo de condena.

Reconozco que a veces siento la tentación de protestar contra algunas expresiones del feminismo más radical pero hoy no me queda más remedio que darles la razón. Están solas, solísimas, y así seguirán mientras la sociedad en masa no se rebele y exija una sensibilidad diferente para un código penal que las desprotege, que no es capaz de reconocer violencia en los mismos hechos aberrantes que considera probados. Cruzarse con una manada de cobardes debe resultar traumático pero lo verdaderamente terrible, ahora lo sabemos a ciencia cierta, es cruzarse con dos.

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