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Karaoke

Sin nombreCADA CIERTO tiempo me gusta repasar el ranking de las ciudades más peligrosas del mundo e informarme un poco sobre ellas. Si lo piensan, es un hábito como otro cualquiera, una costumbre intrascendente como construir réplicas de catedrales con palitos de helado o escribir novelas. Yo viajo poco. Es más, casi podría decirse que no viajo nada, lo que nunca me ha parecido un obstáculo insalvable para mantener viva la llama sobre qué destinos resultan poco aconsejables y cuales absolutamente contraproducentes. Para que nos entendamos: si alguien me invitase mañana mismo a visitar Roma, por ejemplo, agonizaría como el típico ignorante que no sabe ni por dónde comenzar pero si el destino elegido fuese Tijuana, Kingston, Natal o Ciudad del Cabo, ahí sí ofrecería yo una serie de alternativas culturales en las que jugarse el cuello por cuatro reales y la posibilidad de cantar Walking On Sunshine en el peor karaoke del lugar.

Los karaokes son, a las ciudades sin ley, lo que la Torre Eiffel a París o el Golden Gate a San Francisco que, por cierto, tampoco es una joya como destino turístico. Ocurre, sin embargo, que nuestra visión sobre la auténtica naturaleza de este tipo de locales está contaminada por el cine americano y los dibujos animados japoneses pero no se confundan: un karaoke es, en el noventa y nueve por cierto de los casos, la antesala del infierno. Olviden esa imagen de Cameron Díaz en La boda de mi mejor amigo, desafinada y divertida, destrozando el I Just Don’t Know What To Do With My Self de los White Stripes en un garito con demasiada luz y el viento a favor. La realidad es otra bien distinta. No hay espacio para la comedia romántica ni el glaseado en un auténtico karaoke, no al menos en los que yo he frecuentado en algunas de las noches más oscuras y apocalípticas de mi vida. Si nunca han visitado ninguno, pero quieren tener una idea aproximada del ambiente, piensen en el bar de Abierto hasta el amanecer multiplicado por 666 y luego resten a Selma Hayek y George Clooney.

Hace unos años —muchos, demasiados, creo yo— los editores de Pepitas de Calabaza visitaron Pontevedra para festejar el éxito de Irse a Madrid, aquella recopilación de artículos que venía a explicar, más o menos, el porqué del desembarco de nuestro Manuel Jabois en una de las principales redacciones del país. La fiesta terminó en un famoso karaoke del centro y, allí, entre boleros y éxitos de la movida, entre transexuales brasileños, despojos de macho alfa local, yeyés desfasados y prostitutas en retirada, llamó su atención un tipo descamisado que subía y bajaba del escenario aunque no sonase su canción, los ojos inyectados en sangre y descriptivos rastros blanquecinos en la comisura de los labios y el perímetro de las fosas nasales, además de un discurso agresivo que amenazaba con romper la magia de la noche para trasladar la fiesta al Hospital de Montecelo o a la comisaría más cercana. "Es el concejal de cultura", le espetó Rodrigo Cota a uno de los editores. Ya fuese por el impacto que le provoco semejante chanza, o por el acoso incesante de una veterana amazona del lugar al segundo, ambos juraron no volver nunca más a Galicia... Y hasta hoy.

Un karaoke auténtico no es asunto menor: conviene darle la importancia que tiene y no tomárselo a broma. En él conviven las alimañas de la noche con auténticas estrellas frustradas de la canción ligera, lo que siempre es motivo de conflictos y tiranteces. Por fortuna, esta no es tierra de armas de fuego y las discrepancias suelen dirimirse con cierta nobleza, arbitradas por la imparcialidad y el mal genio de un portero o jefe de seguridad importado de África o los países del Este. La mitad de los equipos de balonmano de la zona se han nutrido, en algún momento, de estos especímenes rocosos y eficaces, moralmente adaptados al juego nocturno y leales a la causa, a la casa. Sobre sus espaldas suele descansar el correcto discurrir del caos que acostumbra a desatarse cuando un Camilo Sexto vocacional se siente ultrajado por el escepticismo del público presente, o un Don Juan de pacotilla se enamora de la máquina tragaperras. Todo es, por ir terminado, como dice la canción: "Los políticos estrechan sus manos. Los generales brindan con champán. Y tú llorando porque tu amor te ha dejado, o haciendo régimen para adelgazar". Sabina, también en los karaokes, siempre es una apuesta segura.

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